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27/11/2018

NO ES MIEDO

No es miedo, es terror. Leer las noticias vía Internet y que una te vaya llevando a otra, porque lo sugiere tu máquina con un "probablemente te interese". Igual que los anuncios que salen a la derecha de la pantalla. "Advert" dicen los ingleses. Ojo al dato. Tan próximo a "advertencia". Te entretienes cerrándolos y respondiendo al motivo: porque no me interesa, porque lo veo muy a menudo. Pero los anuncios siguen. Las sugerencias también. La razón es el tiempo empleado un día en leer algo similar, porque entraste en una página por error, una web que vendía zapatos hechos a mano en una isla del océano pacifico donde las mujeres visten de abalorios y los hombres desnudan su piel al sol. O por haber buscado, pongamos, las monarquías de los países nórdicos y su relación biunívoca con los tulipanes y la muerte.  Tema objeto tan digno de tesis doctoral como cualquier otro. A partir de momento el cual saltan pops en tu pantalla sobre reyes y princesas. Ahorcamientos y ahogamientos fortuitos e inexplicados. Noticias sobre el sol que nunca sale en invierno más allá del paralelo “cincuentaytantos”. Y todo porque un día buscaste una noticia absurda, ni siquiera recuerdas por qué.
No digamos ya si lees libros en un ebook o en la Tablet, iPad o lo que tengas. Te conviertes en un caballo con anteojeras, que va dirigido. Que mira donde le dicen. Que pierde la visión lateral. Vas de una recomendación a otra y acabas exactamente donde la máquina con sus algoritmos te dirige. Los “si tal entonces cuál” (conocidos como “IF”) eligen por ti la mejor opción. Rombos y flechas de un diagrama que alguien diseñó e instaló. Personaje que a lo mejor no ha leído una novela de amor en su vida. O de misterio. Pero a ti la máquina te lleva. Más de dos años leyendo libros de ensayo, o policiacos. Uno tras otro, has devorado la descripción sórdida de la muerte y los asesinatos que hacen los nórdicos. Te has tragado todos los tochos de los británicos interpretando de la guerra civil española. Y sigues.
Es el futuro. O no; porque casi que me quedo con el encorvado hombre de los bulevares cuyo desorden en su librería sólo es atribuible a una desgracia sin par. Véase incendio o demolición. Pienso en una guerra. En el día después. Pero él, milagrosamente, encuentra lectura que recomendarte en su caos. Como en Rumor.  La librería del cole. La librería azul, que decía Nuria, hoy convertida en un “opencor”; donde al entrar el olor del papel impregnaba tus sentidos. Podías abrir los libros, tocarlos, mirar más allá de la portada y el resumen de la contraportada. El librero de Rumor, ¡Qué nombre! te dejaba espacio y tiempo. Y solo intervenía para responder a tus dudas o a tu petición de ayuda. ¡Libérate! Elige.

CUANDO UNA FAENA SE CONVIERTE EN UNA OPORTUNIDAD

A veces lo que parece una faena es más bien una actuación. Algo que uno mismo provoca para pararse y reflexionar hacia dónde se está dejando llevar. Por ejemplo: Ocurre algo supuestamente malísimo. Hay muchas maneras de enfrentarlo. Sin hablar de esa coletilla “todo tiene un lado bueno”, que es una falsa tirita. Porque hay cosas que no tienen un lado bueno. Ninguno. Se ponga uno como se ponga. Pero en ocasiones, en ocasiones veo muertos. Lo que en un principio puede ser el fin del mundo es en realidad el único camino para mejorar tu vida. Para no seguir sin mirar. En ocasiones es la manera, en la vorágine en la que convertimos nuestra vida en estos tiempos modernos, de parar y pensar. ¡Qué razón tenías Charles! 
En mi caso, en plan confesión, y sin que sirva de precedente; la gota que ha colmado mi vaso ha sido el despido colectivo que ha ocurrido en mi empresa. Despido que me ha afectado en primera persona, si no, no tiene gracia. Yo nunca me hubiera ido. La estabilidad que me daba mi trabajo era mayor que mi ambición. No he querido tener subordinados ni ser jefa. Es más, nunca he querido tener una jefa. Ese es otro tema. He cambiado de directores, de contenido, pero he tenido mi mesa, durante más de un cuarto de siglo. Hubiera seguido. He aprendido mucho trabajando y me lo he pasado muy bien en el ejercicio de mi profesión. He procurado hacer de cada etapa la más interesante.  Sin elegir, metida en la corriente de lo que me tocaba. También es cierto que la tranquilidad me ha hecho soportar situaciones de tedio e injusticia. He vivido el mundo al revés.
Pero de pronto me despiden. Y lo que desde fuera es un drama, para mí fue una liberación. Me quitaron la tapa de la olla y empiezo por fin a cocer a fuego lento. He visto todo lo que no he hecho. Lo más importante, he visto que nunca he dedicado tiempo a lo que de verdad importa. Lo que es mi prioridad por encima de todo. Tiempo para disfrutar y cuidar de lo que es importante, los míos, mi familia. Espacio para estar atenta, para abrazarles, para decirles cuanto les quiero. Estar en casa, mirar qué calcetines están rotos, preparar una tortilla, esperar a los míos y hablar con ellos más, mucho más. Cómo hacer más cómoda y feliz la vida a la gente que más quiero. Como prioridad; no yendo a Leroy Merlin a última hora para hacer un apaño. No. Más bien cogiendo una tela antigua y remendando pantalones. No subcontratando el ejercicio de ser madre, mujer de, hija de, hermana, amiga. Esa delegación nunca da alegría. He visto cómo día tras día aparqué mis verdaderas pasiones, mis verdaderos amores con un agotamiento impuesto. No hace falta decirlo, el cansancio provoca un mal humor con traducción inmediata. Nunca fui valiente para parar yo la máquina. Ahora se ha encendido la luz. 

23/11/2018

LOS PAYASOS


Dicen que los payasos son los hombres más tristes. Los payasos y los comediantes. La gente que hace reír a los demás lleva la pena dentro. Sabe lo que es. Y por eso buscan maneras de combatirla. Por eso saben cómo luchar. El humor es el camino. En su corazón albergan el dolor, y su bondad les lleva a compartir las herramientas. Humor y amor. Potente combinado.

A veces los payasos tienen un aspecto aterrador. Esos que llevan la risa pintada en la cara. Sus labios finos con las comisuras hacia abajo. Un paréntesis convexo. De lejos, en el circo, no se ve la línea de la pena que se dibuja debajo de esa grotesca boca encarnada en fondo blanco. Camiseta de rayas o cuadros de colores, zapatos enormes y pantalones saco sujetos con tirantes. Pelo de fregona. Ojos en cruz. Nunca entendí lo absurdo del atuendo. Que no pudieran andar bien por culpa de esos pies que no les sujetaban a pesar de ser grandes plataformas. Que se cayeran todo el rato, tan torpes. El físico del payaso produce más desasosiego que alegría. Es el reflejo de su pena. De su catástrofe. Esa pareja payaso listo y payaso tonto. O serio y simpático. No se sabe quién es quién. Siempre diferentes. Uno alto y el otro bajito. Payasos o humoristas más modernos se disfrazan de personas convencionales. Corbata y traje oscuro. Con voz arrastrada por el güisqui. Da lo mismo el atuendo, el esquema es sacar de la pena y la miseria algo bueno. El esquema busca la carcajada o la sonrisa tímida. Quieren absorber lo feo de la realidad del mundo. Secuestradores de dolor. Asesinos de lágrimas. Pero el esfuerzo del payaso por sacar una sonrisa al público no se puede pagar. Es lo más tierno y bonito. Un alma en pena que solo busca la alegría del otro, aunque dure muy poco. Es lo mejor. Es lo más generoso y altruista que existe. Es dar sin pedir. Es la bondad en vivo y en directo.

Para hacer reír no solo hace falta tener gracia. Casi la gracia es lo de menos, para hacer reír hay que ser fino de espíritu, hay que mirar al otro, meterte en él. Coger parte de su dolor y hacer un guiso, empanarlo con mimo, amasarlo, darle calor, hornearlo con sal y pimienta y alguna especia que traigas de allende los mares. Para hacer reír hay que ser bueno y atento. Hay que renunciar a uno. Y ser otro.

12/11/2018

PASOS DE CEBRA

Dibujo de Eduardo Mazariegos 
La ordenación del tráfico de los vehículos a motor tiene su lógica.  Por la velocidad de circulación y la intensidad y por muchas más razones sesudas; es imprescindible sembrar la ciudad de elementos que eviten conflictos en los cruces: semáforos, cedas al paso, glorietas, stop, puentes. Pero es la convivencia del peatón y el coche la que genera un conflicto más complejo. Por la cantidad de movimiento, producto de masa y velocidad, que hace de los impactos catástrofes para una de las partes. La diferencia de esqueleto es también un factor diferenciador fundamental en el resultado.
El peatón es un ser autónomo. Solo depende de sus propias ganas, energía y movilidad para deambular. Como libre que es, tiene capacidad para realizar todos los movimientos, rotación, traslación y, si se pone, nutación. Se puede parar o variar el ritmo de repente, cambiar de trayectoria en todos los ángulos, andar en sentido contrario, agacharse. En fin. Las paradas no son obligadas en general, ni se deben a necesidad de gasolina ni recargar; salvo que quiera hacer un alto en el camino para un símil con aperitivo o café; voluntario es pararse a charlar con otro de su misma condición. Sin olvidar el motivo más importante del cambio de rumbo sorpresivo, que es entrar en un comercio. El conductor también tiene comportamiento sorpresa a su paso por un escaparate. Su reacción depende de tantas variables que la hacen imposible de predecir, por eso es sorpresa. Influye la edad y el sexo, sobretodo el sexo. Pero también la prisa, la hora del día, la meteorología, el número de niños que lleven de la mano, en carrito o a hombros, la compañía, el humor, el bolsillo, la cuenta corriente.
Volviendo al peatón, éste ve condicionada su vida y su camino por el paso de cebra. Este elemento que en general acompaña al semáforo obliga a cambios indeseados de itinerario y ritmo.  Coarta su libertad. Le corta las alas.
Hay ciudades con manzanas enormes en las que el peatón, para cruzar la calle, debe recorrer el triple de distancia que si lo hace atravesando en perpendicular la calle. Es frecuente cruzar sin hacerlo por el paso de cebra. Para peligro de él y del conductor desatento. Igual que hay pasos de cebra peligrosísimos, situados por ejemplo muy cerca de la salida de una boca de metro, o de un centro comercial o un museo. El flujo de personas andando es tal que el conductor que no cree en la frecuencia de suburbanos cada dos minutos, torna creyente. No da tiempo a veces a colarse entre las hordas; se forma una fila de coches que pitan sin ver al primero que no ve hueco para rebasar la barrera humana. Incrédulos ante la tardanza desesperan los atados al volante. Se bloquean cruces. Y el flujo de gente sigue, lento pero seguro. Si hay una excursión de japoneses, el uso del freno de mano es menester. La cara de los andadores es de revancha. Ahora esperas tú. Incluso algún rezagado que iba a permitir al impaciente conductor desatascar el paso por fin, acelera y echa una zancada de galgo para reivindicar su derecho.
El caso es que, el manido talante es muy distinto en la nutrida fauna de peatones. Desde el punto de vista del conductor. Éste último puede ir circulando despacito por una calle de un solo carril (y sentido, que no es obvio). A lo lejos hay un paso de cebra, y una mujer con su carro de la compra y el bolso en bandolera para que no le roben, espera paciente en la acera. Cuando el conductor está a punto de pisar las rayas blancas, ella le mira desafiante y echa la pierna, o el carrito si es prudente. Espera a que llegue el coche a su vera para empezar a cruzar, cargada de razones. Y de imprudencia. Porque al vehículo se puede deducir, que el “cruzante” en cuestión no lo es, sino que está esperando algo. También los hay que cuando el coche frena en seco al llegar al paso de cebra, se disfrazan de guardias de tráfico y empiezan a gesticular para que no se detenga la circulación. Tales personajes suelen se varones, que no les gusta, coquetos, que les vean pasar despacito o que su galantería es tal que dejan pasar a chicas conductoras. Un modo de recuperar el mando. También entran en el estudio los niños, que se saben con derecho a cruzar. Una cosa es que tengas preferencia y otra que tomes precauciones, aunque sea mirar solamente. Ya si se quitan los cascos el riesgo cae en picado. Falta hablar del origen del peatón. Mucho cuidado con los periféricos. Mucho más atrevidos  que los de provincias que vienen a pasar el día a la capital.  Éstos son prudentes, casi miedosos. Los de las urbanizaciones son temerarios como ancianos.  
En ocasiones se llega a las manos, o al juzgado, por el tema de las preferencias. En mi pueblo, donde también tenemos pasos de cebra, claro; un día tuvimos lío. Un motero atropelló al dueño de un bar. El primero denunció al segundo, o al revés, da igual. En las alegaciones el abogado defendió la inocencia del conductor porque el orondo caballero estaba saliendo de un bar (el suyo, donde trabaja de sol a sol), segundos antes del incidente, ¡vete tú a saber cómo iría!, y no estaba cruzando por el paso de cebra, sino por la calzada. Temerario. Poca gente de mi pueblo sabe dónde está el paso de cebra más cercano a ese bar, si es que no se ha despintado el último invierno. Ganó el motero. La estupidez de aplicar la normativa sin sentido común tiene sombra alargada, como la del ciprés. 

Conocemos por experiencia carnal o virtual la existencia de pasos de cebra con indicaciones: “mire a su derecha” “mire a su izquierda” en esas ciudades cuya circulación zurda inquieta a los mayoritarios habitantes de ciudades diestras cuando las visitan y salen de su zona de confort. O esos puntos calientes de concentración peatonal donde se juntan tantas calles que hay pasos de cebras solapados entre ellos, en diagonal, los llaman. Para hacer un estudio. Un detalle peculiar el de nuestra alcaldesa de escribir frases y poemas paralelos a la acera, para entretener la espera por si los veh
ículos pasan haciendo caso omiso de las rayas blancas.  El caso es que el conflicto es compartir calzadas siendo tan distintos. Las diferencias provocan conflictos, a veces mucho aprendizaje. Ahora con bicicletas, patinetes y lo que se invente habrá que estar atento. No imaginaban Asimov y su panda el lío que íbamos a tener tan pronto sin salir a otro planeta a vivir. Normal, que antes del paso de cebra se coloque siempre una señal de peligro. Porque lo tiene.

10/11/2018

TENÍA QUE SER UN GOLF




Tenía que ser un Golf. O un Bravo. O Brava…que tiene guasa. Son dos conjuntos disjuntos de conductores; eres Bravo o eres Golf.  La intersección es el conjunto vacío. Ambos modos de conducir tienen algo de temerario.  Pero nada que ver uno con el otro.

Los del Golf aceleran con la alegría que les permite el motor.  Así, después de un nano segundo esperando a que el coche que va delante ocupando el carril izquierdo de la autopista, se aparte; bien pegadito a él, adelantan por la derecha sin inmutarse. Los insultos y tacos quedan dentro del vehículo.  El Bravo en cambio acosa al de delante, desoye toda recomendación respecto a distancia de seguridad. Se acerca tanto que no ve la matrícula; le da las luces, insiste con el intermitente de la izquierda. Incluso puede llegar a tocar el claxon.  Si no se aparta, la solución es la misma que la del Golf, pero no se ahorra enseñarle el dedo de la palabrota al despistado ocupante del carril izquierdo, que, estupefacto, nota una alarma y la alerta binaria en lo más profundo de su sistema nervioso. 
En un semáforo el primero que sale es el Golf, por pericia, experiencia y prisa. Le sigue de cerca el Bravo; que ha atufado a los peatones con su ruido y su humo a base de acelerones en el paso del rojo al verde. El Bravo es competitivo.  Mira a los otros. Se mide. Se pica. El del Golf es indiferente, concentrado en la pasión de conducir. En todas las variables y posibles reacciones de peatones, otros conductores, climatología. Le gusta conducir.  Visten en invierno Barbour y chalecos acolchados. No son amantes del aire acondicionado. Estropea el motor. Prefieren ir abrigados. En verano, las mujeres lucen sus piernas morenas debajo de vestidos de flores. Cabello al aire. Son coches afortunados porque sus dueños, en general buenos fumadores de Marlboro, suelen cuidar el vehículo. Se saltan las normas de circulación conociéndolas, porque se saben tanto la carretera, y su Golf, que es un apéndice, sus piernas; conocen por haberlo aprendido en su piel, la velocidad adecuada en cada tramo. Conducen pegados al asfalto, cual coches de carrera o de coche. Saben la manera de tomar las curvas, si la visibilidad es nula en un tramo en el que está permitido adelantar. Rebasan la raya continua porque están atentos al horizonte, y ven en carreteras de dos carriles, el más allá, las incorporaciones, los cruces, las temeridades de otros. Conocen los “ceda” que deberían ser “stop” y frenan en seco. Y los “stop” que no hay que hacer a no ser que haya testigos uniformados o recaudadores al acecho. Eso sí, al menor ruido extraño, intervienen; ya sea ellos mismos o su mecánico de confianza.  Sus máquinas funcionan como relojes suizos. Porque las cuidan. En cambio, los de los Bravos fuman Ducados o Winston. Beben a morro de latas de bebidas isotónicas que espachurran y tiran en cualquier sitio. Conducen con camisetas que dejan los hombros al aire, enseñando la mata de pelo de las asxilas y algún que otro tatuaje de amor de madre. Tipo Marlon Brandon en un tranvía. Pero ya quisieran ellos. Del espejo retrovisor interior cuelgan un par de abalorios. Han tuneado el vehículo con mil filigranas, desde asientos forrados con esas mantas de bolitas masajeadoras hasta cojines bordados. La música la escuchan a un volumen tal, y es tan hortera, que no distinguirían ninguna señal que les mande el motor a no ser que se encienda una luz en el enorme salpicadero. Al llegar a la gasolinera limpian el parabrisas con el utensilio especial que guardan entre las herramientas. Y se echan el trapo al bolsillo de atrás del pantalón. Un estrecho pitillo por el que asoma el calzoncillo.  Abren el capó y miran el motor como si entendieran lo que ven. El más sensato se rasca la cabeza y cierra deprisa.
Los Golf aparecen por la retaguardia. No importa la atención que prestes, siempre te pueden sorprender. Aparcan de una sola maniobra. Son capaces de recorrer Sevilla marcha atrás. Circulan perfectamente por las rotondas, sin interrumpir, usando los intermitentes. Evitan atascos sin GPS. En fin, los conductores de Golf son conductores, el resto, aprendices.

08/11/2018

AIRBAG PARA MÓVILES


Por lo visto unos ingenieros han inventado el airbag para móviles. Ingenieros o científicos, ingeniosos. Gracias a la información que recoge el acelerómetro incorporado en la carcasa, ésta puede detectar cuándo está cayendo de forma abrupta al suelo, mandando desplegar las esquinas y mostrar una especie de gancho elástico que mantiene la pantalla y todo el teléfono en general lejos del suelo. Se evita así cualquier tipo de daño en el móvil.

Es un invento. Además, por lo visto, la carcasa es a la vez un cargador portátil. A este paso los móviles cada vez van a ser menos móviles, pero me parece bien. Por su peso y dimensiones, digo.


El caso es que el otro día hablaban del asunto en la radio, rajando entre los tertulianos. Se preguntaban entre risas cómo podía distinguir el cacharro en cuestión si estaba cayéndose el teléfono o el usuario iba corriendo o en el AVE, o en un avión. Muy deprisa, vamos. A ver, acelerómetro es, como su propio nombre indica, un aparato que mide la aceleración. La aceleración, no la velocidad. Y la aceleración de caída, aquí en la tierra es g, 9.81m/s2. Ni más ni menos, y por mucho que corras nunca aceleras con g, los aviones tampoco, ni el AVE. No. Por eso es un acelerómetro el dispositivo que se coloca, por eso se mide la aceleración y no la velocidad. El malentendido es parecido al chiste que contaban del Concord "¿Sabe por qué no se proyectan películas a bordo? Porque los pasajeros verían las imágenes, pero no escucharían el sonido" Como superaba en vuelo la velocidad del sonido…Alguno se lo está pensando.

HASTA PARA PONER EL FRIEGAPLATOS HAY UN ARTE


Sí. No es obvio. No sé cuántos tipos de friegaplatos existen. Como usuaria conozco los de dos cestos, el inferior para platos con cestillo aparte para cubiertos y superior para vasos, tazas, copas y platos pequeños. En la parte de abajo últimamente los separadores de platos son abatibles, invento muy útil que debe ser consecuencia del ingeniero encargado de la reparación de palitos rotos, por incrustar cazuelas o sartenes en tal área de cualquier manera. La parte superior dispone, en los laterales, generalmente de dos bandejas también abatibles, que se pueden quitar (son removibles, dirían los anglófonos). Tales superficies resultan inquietantes respecto a su función y utilidad real.

Otro modelo es el de los dos cestos más rejilla superior de cubiertos. Lo que en realidad había supuesto una revolución del aprovechamiento de espacio, no ha tenido tanto éxito como el esperado. Colocar los cubiertos en semejante rejilla saca de quicio al que lo hace correctamente , y el que los deja de cualquier manera los tiene que fregar a mano cuando saca el lavavajillas, porque no quedan bien.

Por último están los friegaplatos de bar, que duran dos minutos y no necesitan jabón; el agua lo lleva incorporado. En éstos lo importante es la pasta. Porque coloques las cosas como las coloques, si son buenos, sale todo reluciente, y si son malos por mucho que vuelvas a darle para un nuevo lavado? nadie, te quita un repaso. 

Tras la descripción somera, vamos al grano. ¿Cómo se coloca un friegaplatos? La edad nos hace intolerantes en este tema, como en muchos otros. Porque cualquiera puede pensar ¿qué más da? Pues da. Y mucho. Lo peor es que, como en casi todo, no existe una solución única. No hay una que sea la buena. Por mucho que tú creas que es la tuya. Error. Suena un gong de equivocación. Eliminado del concurso. Cubo de pintura. Cierra los ojos.

Desde mi punto de vista hay dos cosas importantes, una es no mancharse cuando metes cosas, para eso hay que disponer los enseres de manera que la colocación del siguiente no se vea obstaculizada por un plato, tenedor o taza. Para lograr tal objetivo es importante, en la parte de los vasos, empezar siempre por lo más incómodo, por atrás. Es menester abrir completamente la puerta del electrodoméstico y sacar la bandeja o cesta correspondiente del todo. No vale lo fácil, abro un poquito, lo justo para que me quepa la mano; meto mi taza la primera y que arree el siguiente. No. Eso no vale. Las tazas de más lejos a más cerca, y en la zona lateral, la de las bandejas abatibles, hay que colocar las más pequeñas, o los cuencos, porque entonces si abates la bandeja ahí pueden acomodarse cucharones de servir, espumaderas, cuchillos largos, etc. En los huecos adyacentes las copas o vasos más altos. Como casi siempre se llena la parte de arriba antes que la de abajo, que si una taza para el café, el vaso de agua de por la noche, la copita de cerveza, el vino, los cola caos, etc.; recomiendo que los cuencos y platos pequeños se releguen a la zona inferior, cestillo de platos. La teoría dice que a un lado van los llanos, al otro los hondos, y en perpendicular los de postre. Esto es lo estricto, si luego metes un pírex o una cazuela, vete al capítulo de las excepciones. Pero que levante la mano quien no tenga una vajilla que no pueda lavar a la vez platos hondos y llanos porque no caben de anchos o tiene que saltarse un separador de cada dos para inclinarlos y que no choquen con las aspas. Los platos duralex para los que inicialmente se diseñaron los lavavajillas eran mucho más pequeños que los de ahora. Antes la vajilla de la Cartuja, verde, roja o como la tuvieras, se lavaba a mano. Ya ese mito de que se estropea no se lo cree nadie. Era un truco de nuestras madres para que les dejáramos algo de sobremesa, para que nos ocupáramos. Lo único que no se puede meter en el friegaplatos son cacharros que estén hechos de dos materiales, con uniones pegadas, un chuchillo de plata, y la cafetera italiana, lo demás, sartenes, cazuelas…si quedan regular, las vuelves a meter. Bueno, esos vasos de cristal finísimo, no; la tapa de la olla, no; los cacharros antiadherentes, mejor que no.

Un invento es el del cestillo superior con varias posiciones. Cuando va gente a tu casa y sacas copas, lo bajas, para que quepan de alto. Lo malo es si has usado vajilla de los platos grandes, entonces dan con las aspas del agua. No te digo nada si te has decidido por esa vajilla tan bonita cuyos componentes son todos cuadrados. Para comer, queda preciosa en la mesa. Además, con el mantel azul, resaltan mucho, pero no caben en el lavavajillas, ni quitando la cesta de los vasos. Lo mejor es abandonar y dedicarse a la sobremesa. Ni se te ocurra sacar vasos de tubos para los cubatas.

La programación es importante. Generalmente hay seis programas. El 1.- de lavado a altísima temperatura 70ºC, el 2.- lo mismo, pero tiene otro dibujo, el 3.- un reloj que marca las 9:00 y 40ºC, el 4.- económico 45ºC, 5.- unas gotitas que parecen una ducha y el 6.- una copa y 30ºC. Más o menos. Hasta ahora se puede calificar como críptico el panal de mandos. A lo mejor el hombre del futuro lo entiende. Estará hecho para él. A la derecha hay varias opciones incomprensibles, un enchufe, un dibujo de un rectángulo con un círculo dentro y algún que otro jeroglífico que, aunque recuerde no entiendo. Lo peor de todo es el programa económico, que dura alrededor de cuatro horas. Por mucho que te explique el de la tienda que es el que menos energía gasta, hay una resistencia popular al uso de semejante opción.

¿Nadie usa ya el abrillantador? ¿Entonces porque sigue teniendo su sitio en las máquinas? Esas pastillitas de jabón a las que hay que quitar el plástico no compensan. Muy baratas tienen que ser.

Por fin, el error. Cuando un friegaplatos falla, empieza a pitar sin descanso. Lo abres, y en la ventanita de los minutos que faltan para que acabe el programa aparece “20” o "SO" o "S0" 0 "2O". Ni idea. ¿Qué es eso? Has guardado el manual. 20.- la máquina está desenchufada. ¿Cómo que desenchufada? ¿Dónde está el enchufe? Hay veces que es mejor lavar a mano.

07/11/2018

BRITÁNICO FRENTE A NORTEAMERICANO . TV


Con ese título ya se sabe de quién soy partidaria. Se me ve el plumero. 

En las series británicas da gusto. No sólo porque cuidan los paisajes cuando los hay, en los interiores hay muebles de verdad, hablan de las personas que ocupan esas casas, son hogares, transmiten el olor de las oficinas; los diálogos son realistas, hay llantos y risas de verdad. No sólo por eso. Los personajes representan a personas. Gente con sentimientos. Los actores hacen un papel. No son los guapos que dicen palabras altisonantes. No necesitan terminología científica ni criminológica para captar tu atención.  Porque podrían ser vecinos tuyos. Son de verdad. La intensidad transmite amor, dolor y alegría. Es el cine en estado puro. Es la vida.
En las series británicas la poli no es una maciza.  Lleva parca. Le queda fatal. Tan mal que no le abrocha. Y no se la quita ni en el coche. Hace frío. Parca con capucha de pelos. Para más detalles. Está medio rechoncha la inspectora, con sus lorzas. Debajo va ligerita porque es presumida y luce escote y medalla, es católica. Es normal.  Tampoco su peinado es de anuncio de un pelo Panthene.  Sino que lo tiene cortado a la remanguillé. De aquella manera. Los protagonistas repiten vestimenta.  Las camisas se les arrugan y sabes que es de noche porque el nudo de la corbata está medio deshecho. Sudan después de una carrera.  Se doblan apoyando las manos sobre las rodillas para recuperar el resuello. Las mujeres se depilan demasiado las cejas.  O demasiado poco. Visten como Dios les dio a entender. Con ropa pasada de moda, fea o muy fea. Alguno planta flores delante de su casa con un Barbour y camisa de cuadros. Sin arreglarse, como si hubiera cogido lo primero que había en el perchero. El jefe de policía, por mucho que haga una hora de deporte al día, corriendo por las verdes lomas galesas o por la playa cuando lo permite la marea; está en forma, pero tiene triporra. En su nevera, como en la tuya, no faltan las Budweiser; pero la fruta es una gran ausente. Hay algo de caos en su modo de vestir, que es coherente con su humor y sus silencios. Hay quien tiene mucho gusto y es un elegante. Igual que el que tiene una casa alegre o triste, o un baúl de los recuerdos. Cada perfil es diferente, no cortados por el patrón de la perfección.
Es poco creíble la gente que pasa el día en bares o cafés como hacen en montones de series los amigos neoyorquinos que viven súper cerca unos de otros ¡en Nueva York!, con muchísimo tiempo libre y son el ideal de veinteañeros de ahora. Esos americanos tiposos y estupendos que viven de la comida prefabricada, de palomitas y vino los más sofisticados, están en una forma estupenda y tersos cual quinceañeros. Comen en platos de plástico o de papel, ni siquiera sacan del envoltorio la comida. Cada uno elige lo que más le gusta. No existe “¿qué hay de comer?” Hasta en eso son individualistas. Ese es el modelo de vida que se representa en las series norteamericanas. Porque no es ficción lo que pretenden transmitir, que sería lícito. Tales imágenes generan una frustración perenne. Si pides comida para llevar, igual que si comes a diario en un restaurante, guarreas. Por muy disciplinado que seas no eliges unas tristes espinacas frente a una carbonara. No. Y de postre flan o helado de castaña porque una naranja “ya me la como en casa”. Qué fácil es engañarse a uno mismo.  No hace falta ni entrenamiento.  Porque esas chicas de los Ángeles, o Miami, ni van al gimnasio ni corren de madrugada. Están flacas de natural. Igual que los investigadores de Chicago, alimentan sus músculos a base de donuts y cafés en tazas de papel.

La comisaría de Policía británica está en Aberystwyth. Un pueblo con más consonantes que vocales. Un pueblo de costa en el que las puestas de sol son sobre el mar. Puedes buscar a diario el rayo verde de los deseos si la lluvia lo permite. En Aberystwyth pasan cosas. Como en todas partes. Las conversaciones reflejan escenas de la vida. Usan palabras que entiendes, no hacen falta palabrotas, o sí.

Otra factor común a las series británicas es que los detectives siempre llegan de noche y lloviendo a todas partes. No sé si será intrínseco a la climatología y reflejan lo que hay, noche y agua. El caso es que, previsores, siempre van provistos de unas diminutas linternas que ya las quisiera para ella una que yo conozco. Son chiquititas pero matonas.  Iluminan un montón.

Cuando hace frío, a los actores se les ponen rojas las orejas y la nariz. Los mofletes les brillan si están al sol.  Las lágrimas cuando lloran son gordas y pesadas. Mojan el cuello de la camisa. El maquillaje se va al traste.

Imagínese el lector cualquiera de los ingredientes citados en el ubicuo C. S. I.; o en el igualmente N. C. I. S. No digamos ya Castle, con la estupenda Beckett.  Mujer pincel de piel y formas impecables.  Los forenses son los únicos personajes que resultan un poco más realistas en las series norteamericanas. Bailan entre los muertos, acostumbrados a los olores y a la poca conversación. El resto ni se despeinan. Con sus bocas perfectas y dentadura a medida, labios gruesos, envidia de cualquier beso. Ellas con sus coletas de pelo limpio. No un burruño mal hecho con la goma de los espárragos.  A mí eso no me sale, ni me dura. Aunque vaya a la pelu. Ellos, el yerno perfecto. Cualquiera. 

El ambiente hace mucho. Las pantallas transparentes donde se esconden los misterios. Pasan página con la mano. Mapas interactivos en mesas gigantes. Portan auriculares y micrófonos invisibles que les permiten comunicarse con la estratosfera.  Frente a esto el británico utiliza un corcho que quita de la pared para cambiar las fotos y un teléfono sin mucha cobertura.  Además, se les acaba batería.

Lo que es común es que las mujeres nunca llevan bolso. ¿Dónde meten sus tesoros?

06/11/2018

MENOPAUSIA, ESE GRAN ENIGMA


Casi no sé ni cómo se dice, menopausia o menopausea. No te rías. A ti te pasa lo mismo. Si el sexo es tabú no digamos la menopausia. Ese innombrable estado de la mujer en el que deja de ser productiva. En el sentido literal de la palabra. Se vuelve inservible para el hombre. Ya no puede darle descendencia.  O más descendencia.
De un lado están las obvias consecuencias fisiológicas, y las que no lo son tanto; porque a no ser que tengas cerca a un médico mujer mayor, las tres emes, jamás te alertará de minucias respecto al bello facial y otras lindeces. (Ahora todo es susceptible de ser descrito en Wikipedia. ¡cualquier cosa antes de acudir a un especialista!) El caso es que cuando llega nadie te ha contado nada. 

Capítulo dos son los síntomas. No es calor. No. Es asfixia. El riesgo que cogerse un catarro es poco en el momento de los temidos sofocos. Porque si es invierno y la temperatura no llega a cero grados; la pulmonía acecha las entrañas. Las ventanas abiertas es una insensatez; pero es que no se puede aguantar. El impulso es echarse a la calle y respirar porque el calor es tal que no te llega el aire. Literal. Son de admirar las discretas usuarias de abanicos que, coloradas como quinceañeras se alivian sin alterar a otros su entorno. Esas mujeres que son supervivientes en atmósferas hostiles. Benditas sean esas santas.  Algunas damas ochenteras no tuvieron síntomas. ¡No te digo! Esas que han mandado siempre. Ellas que han tenido un irritante termostato que les ha hecho abrir y cerrar ventanas a discreción, creando “corrientes”, encendiendo ventiladores y aires acondicionados. Incluso al aire libre eran dueñas y señoras y a su antojo jugaban con los grados, humedades ambientales y brisas. Ellas olvidan. Claro. Y no se lo cuentan a las que vienen después.

Es cierto que cuando el síntoma pasa, todo es virgen. No hay recuerdo ni señal de dolor. Quizá por eso seguirá siendo la eterna desconocida. Y a lo mejor hay que dejarla ahí. Efímera e inservible, lo mejor es no echarle cuentas.


05/11/2018

ANGELINES, LA SEÑORA QUE RIEGA LAS FLORES DEL PARQUE

A veces las personas más insospechadas ejercen una influencia inesperada en tu vida.  Ángeles ha conocido a Angelines.  La primera va a cumplir 50 años en breve. Angelines es viuda desde hace tanto. Es pronto por la mañana. Hace años que duerme poco y mal. Abre la puerta de casa y se echa a la calle, cuando el sol aun no ha salido. Usa zapato cómodo, para pasear a su perro a pesar de la artrosis. Anda renqueante, con cuidado para no caerse. Llega al parque con sus tijeras en el bolsillo; le reciben las flores a las que alegra con su cuidado. Mientras Zoco olisquea las plantas y entretiene sus instintos, ella repasa las rosas. Quita las hojas secas, les cuenta las historias que sus hijos oyeron y sus nietos empiezan ya a olvidar. Angelines tiene una sonrisa llena de dientes antiguos. No se maquilla mucho y su cara transparenta una vida de amor y servicio. Es coqueta y sencilla.
Ángeles es una gallina como lo fue la otra. Su tropa de hijos es un grupo sólido.  En su barrio los árboles tienen edad para dar sombra. Usaron los columpios y aprendieron a nadar en la piscina de mayores después de chapotear en la de niños. Son chavales que rodean a sus padres cuando les ven, como pajaritos en el nido armando revuelo con los picos abiertos.  Alborozo. De pequeños se abrazaban a sus piernas y miraban atentos hacia arriba. Ahora les rodean cual guardaespaldas. Siempre atentos a los gestos más que a las palabras.
Angelines es una suerte de bruja. Para por la calle un día a mi amiga Ángeles y le dice que es la mejor madre del mundo y que tiene un marido que está estupendo. Le recomienda que tenga cuidado con las lagartas. El marido no sólo está, sino que es. Esa diferencia entre el ser y el estar. Él es. Es cojonudo.  Es un hombre entero. Lleno de principios. Es un hombre convencido; casi solemne.  Es coherente desde que se levanta. No es un esfuerzo vano el que hace cada día. Hay quien le puede suponer superficial por sus formas. Parece que no le cuesta, que es innato. Por su contundencia quizá confunde y se le atribuye soberbia.  Error. Es un hombre bueno de la cabeza a los pies. Es un hombre noble. Si hubiera nacido en otro siglo o en otro lugar, si hubiera tenido otras circunstancias, habría sido un referente.  Quizá lo sea. Tiene tiempo.
¿Que si me gusta a mí? No es que me guste. Me vuelve loca. El hombre perfecto. Pero mi amiga es idiota y no se entera de lo que tiene en casa. ¿O sí?

03/11/2018

¿CÓMO QUE CUALQUIERA PUEDE COCINAR?


Te nombran “Ratatouille” y ya te pones nerviosito. Los españoles somos así, en cuanto nos dicen una palabra en otro idioma nos entra el nervio y nos parece que lo nuestro no es tan bueno. Tú vas a un local pin pan pum, (no a un restaurante francés, ni en Francia; una esquinita de Lavapiés) y lees “crudités” y te quedas muerto. Si de postre hay crêpes empieza a subir el nivel. Ese acento circunflejo tiene un atractivo mágico. ¡Qué digo! Tiene “sex-appeal”. Eso sí, cuando el camarero, mano derecha palma abierta perfectamente pegada a su trasero, donde se ata el impecable delantal blanco deposita en ángulo recto el plato en el mantel impoluto:  ¡Qué decepción! Verduras crudas y tortitas. De plato principal has pedido “Cassoulet”. Tenías que haberte visto la cara al mirar el plato: unas habichuelas como las que hace tu madre. Cuidadito con el envoltorio, amigo. No es oro todo lo que reluce. Si eres de los cabezotas, “stubborn”, jurarás que no es lo mismo. Allá tú. El romanticismo es bonito. Lo que no mola es la mentira. Reto a una comparación exhaustiva y sin corazón entre escalibada y ratatouille. Silencio en la sala. Porque es lo mismo. ¿Que en uno se corta el calabacín en “brunoise” y el otro en láminas finas? Acepto. No vale como diferencia real. ¿Qué tu madre echa más berenjena? Será que no había tomate. Son variantes inteligentes para salir del paso y la ortodoxia. Es la magia de la invención.

Si le explicas a cualquiera que un “dumpling” es una versión de una empanadilla pequeña, es muy probable que te insulte a la cara un purista que pase por ahí. El tope es comparar el “agedasi tofu” con una especie de requesón rebozado en salsita. O decir que el “tempura” son verduras u otros alimentos rebozados. Vamos a ver. Me flipa comer. Me encanta la comida que hace mi ex novio, esa la que más. Disfruto con la variedad de la japonesa, la china a veces opaca en explicaciones y contenido, me chifla. La comida italiana me lleva en góndola a la Vieja Venecia, oigo a Adriano Celentano cantando Susana y al cursi de Umberto con su "te amo". ¡No digamos la francesa! Édith siente su vida en rosa. Unos quesos en una ladera verde por la que puedes resbalar en volteretas de amor frente a una gran iglesia. No hay nada mejor. Pero reivindico la sinceridad. Clamo por quitarle tontería a todo. Mi grito es de auxilio para volver a la verdad. Al núcleo, a lo auténtico. Los americanos y los alemanes también tienen hueco en la mesa. Incluso los denostados ingleses. No hay que hacer caso a los chismes. 


¿A qué viene todo esto? ¿Por qué? Porque todo esto alcanza el clímax en esa película de niños cuyo lema era “Cualquiera puede cocinar” Ojo. Casi cualquiera. Una rata no. Una rata es el símbolo de lo sucio, de la porquería. Nadie en su sano juicio comería algo cocinado por un roedor. ¡Malditos roedores! Pondría la mano en el fuego porque nadie degustaría una tarta tatín hecha por un ratón. A propósito, apuesto a que dicha tarta fue "inventada" en paralelo a la tarta de manzana. Usando más mantequilla y las manzanas cortadas con prisa. Hay cosas que están bien como están. Y las ratas y los ratones no comparten hogar ni mesa con los humanos. No tiene mucho recorrido mi argumento porque es en sí infalible. Así que hagan el favor de no mezclar. Los ratones y las ratas son bichos poco queridos en general. Ocupantes asquerosos de cloacas y lugares infectos que casi ningún otro animal habita. Es cierto que los niños a veces tienen un hámster, que es lo mismo. Son los que piden un perro y se consuelan con lo que pueden. Excepto algún “friqui”, amante inamovible de los animales, un hámster no dura ni un telediario en una casa. Se “escapan” una mañana. Es inevitable. Un amigo mío era, sin saberlo, el hermano pequeño de L. Durrell, con su familia y otros animales. En vez de ropa, en su armario tenía una oveja. En plena calle Narváez. Pero no una rata. Y menos la usaría para ayudarle hacer una tortilla de patata con chorizo.
No. No cualquiera puede cocinar. El mensaje es muy bonito. Pero se han pasado de frenada. Han querido acercar a los animalillos. Con un "es tan mono" salen las madres de la proyección. Es una versión edulcorada del síndrome de Estocolmo. Cocinar es un arte. Cocinar requiere esfuerzo y concentración, trabajo y tesón. Cocinar está lleno de amor y de pasión. Incluso la cocina del día a día, esa cocina que hace hogar. Cocinar es querer.

01/11/2018

LOPETEGUI, POR EJEMPLO


Es en el fútbol profesional, uno de los raros sitios en los que el jefe es despedido si salen las cosas mal. Eso, si damos por sentado que el jefe del equipo es el entrenador. No está tan claro. En cualquier caso, el considerado responsable es el que, en la situación de que la cosa vaya mal, que no haya goles a la postre, sale fulminado. El asunto tiene su lógica, porque es el entrenador el que tiene la visión de conjunto, es él quien dirige y organiza el equipo. Los futbolistas, con su entrenamiento y habilidad y buen hacer, siguen instrucciones.



Parto de la base de ser una ignorante del deporte traducido aquí como balompié. Pero ya que opinar es gratis, procedo. Me cuesta trabajo creer que la responsabilidad del fracaso de los últimos partidos del Real Madrid, en concreto del 5-1 en el Campo Nuevo contra el Barcelona, la tenga toda Lopetegui. Que un balón ha dado al poste, sí. ¿Y? Tira otra vez. De lo mejor que he oído después de su sustitución es que le contrató Puigdemont para que dejara colgada a España en el mundial y luego hiciera que el Madrid perdiera, como colofón, ante el Barcelona (algo así)

Lo que me impresiona es este nuevo entrenador, que viene con su labia del cono sur y suelta que el equipo va a jugar con dos "c." el próximo partido. Alucino. ¿Cómo jugaban antes estos fieras?  Estos chavales armario que corren en camiseta y calzón de un lado a otro de una hectárea verde rasurada al milímetro, dando espectáculo, reventando corazones, levantado pasiones. Estos tiarrones que dejan sin voz ni aliento estadios a reventar. Espectadores fieles si edad ni termostato, que ignoran horarios y climatología para animar a su equipo. “Su” equipo. Ellos, los seguidores, deberían tener mucho que decir. Ellos, que visten camisetas de colores, que desgañitan su alma cuando les pidan, ajenos a intereses televisivos. Ellos solo observan. Resulta que el 11 titular salía al campo desprovisto de valor, por decirlo suavemente. Por culpa del entrenador. No lo entiendo. Mucho poder tiene el banquillo.

Si trasladamos estas relaciones de poder y responsabilidades a otros sectores laborales, el esquema no coincide. Si en una empresa de bebidas gaseosas los números no cuadran, se echa a la mitad de la plantilla, no al financiero de turno. Si en una farmacéutica los pedidos se retrasan, echan a los conductores, no al jefe de logística. En fin. En una gran empresa los indios, que trabajan, que tienen su cometido diario, independientemente de su formación, son los primeros que salen paleados como culpables en caso de reestructuración. Pero los responsables del fracaso, los entrenadores en cuestión, se quedan tan panchos.  Casi me parece mejor lo del fútbol, aunque me dé pena Lopetegui.