Nací en el 65 (que no en el Mediterráneo), por lo que la policía para mí era un cuerpo confuso. Siempre atribuí la mezcla entre respeto y miedo al hecho que mis padres no fueran muy afines al régimen. La visión de un niño y la interpretación de las palabras de los adultos distorsiona la realidad. En mi caso, con una imaginación tachada siempre de desbordante, se me disparaban las alarmas en cuanto veía un uniforme. Hasta los bomberos me causaban inquietud, superada ésta con creces de tanto verlos-vivíamos al lado del Parque de Bomberos de Rufino Blanco-. Ese sí que es un cuerpo, por cierto. Que se lo digan a la hermana de mi ex novio. Que para alegrarse siempre se acercaba al Parque de Bomberos de Santa Engracia (García Morato en otros tiempos), donde sí que está el CUERPO.
En fin. Con algunas pesadillas y preocupaciones de la infancia crecí rodeada sin embargo de alegría, entre algodones. Entre mis miedos estaba que un día arrestaran a mis padres debido a las cosas que oía, seguramente sacadas de contexto, el caso es que esos temores me parecían fundados. Los susurros, los silencios, los regalos de mi padre cuando volvía de Francia, los libros prohibidos, la música, y esa gente que venía a dormir a casa o a fumar a altas horas de la noche porque no podían entrar en la suya. Porque les estaban esperando.
El caso es que yo pensé que eran mis
fantasmas, pero en las canas de mi vida me encuentro hablando con chavales que
estudiaron no ya la guerra civil ni el franquismo en los libros de texto. Han
sabido de Tejero por Savia. Juan Carlos es solo el padre del rey, expatriado. Y
esos chavales también tienen miedo a la policía. Esa sensación de: ya verás
como me pillan con algo. Cuando en realidad no tienes nada que temer. Porque no
has hecho nada, eres de los buenos. Se acrecienta el miedo con el desconocimiento.
Porque tampoco uno sabe todo lo que es delito. Que si no llevas carné, que has
cruzado sin mirar, ¡yo qué sé! Seguro que algo he hecho.
Vas por la calle, un suponer, y eres, yo qué sé, testigo de un robo. Ves a un uniformado, con su chaleco azul. Imponente. La primera idea es contarle, el ladrón iba de traje, parecía un tipo serio. Yo qué sé, acumulas los datos y los ordenas para ofrecer ayuda como un ciudadano de pro. De pronto, dudas. ¿Llevo el DNI? ¿Y si me lo pide? Empiezas a imaginar preguntas imposibles. Que por qué denuncias. Que qué estabas haciendo tu ahí a esas horas. Tan de madrugada, una chavala que tenía que estar estudiando y no zascandileando con chavales. Que si has bebido, o fumado. Te ves en el calabozo. Lo visualizas. Tienes que llamar a tu padre, que nunca fue arrestado, para que te saque de chirona; total, por un momento de vanidad. Querías pasar a la posteridad por denunciar a un pobre diablo que le dio un tirón a una chavala y se llevó su bolso. Imitación de top manta. O del mercadillo de Majadahonda. Tanta parafernalia para nada. Total, que acabas decidiendo que hubiera tenido más cuidado la chica, que a lo mejor no era para tanto lo que llevaba en el bolso. El tabaco, las llaves y el móvil. Un estropicio en toda regla. Pasas de largo ante la pareja de policías, que esconden los pulgares en los bolsillos delanteros de su vestimenta, sin mirarlos siquiera. Tan rápido pasas, que no sabes si son hombre o mujer. No levantas la cabeza, atento a tus pisadas. Intentando no hacer ruido, disimulando lo que no tienes que disimular, porque no has hecho nada. Estás en pánico, no quieres levantar sospechas y cambiar de acera, que es lo que te pide el cuerpo, porque fijo que algo te sacan. Cuando superas el "obstáculo" sueltas todo el aire y respiras. Doblas la esquina y echas a correr como si llevaras viento a favor. No ves el momento de llegar a casa. Encontrar a los padres, achucharles sin motivo, acunarte en su regazo de seguridad. No contarles nada y no volver a salir nunca más en la vida. Prometes ortodoxia y disciplina, te encomiendas a todos los santos que conoces.
Una experiencia propia y no inventada es la de la huelga por La Ley de Atribuciones. Los estudiantes de ingeniería, tan formales e incoloros normalmente, nos echamos a la calle. Y los grises ya no eran tales sino marrones. Les gritabamos irreverentes y al amparo de la multitud. "Esos de marrón, ¿de qué Escuela son?" Nuestra condición de niños bien no impidió cargas policiales ni uso de gases lacrimógenos. Imagino que reacción merecida, por el comportamiento vandálico de unos cuantos. Ajenos a nuestras reclamaciones.
Hasta hace poco solo hubiera sido capaz de reconocer al "Coscos" y al "Gordo". Los policías municipales de Navacerrada. "Coscos" porque creo que era un poco tartamudo. Y cuando los chavales hacían una trastada, les perseguía levantado la porra y gritando "coscos, coscos (que os)...voy a coger y a decírselo a vuestros, padres" En Nava, si hacías algo, la policía se chivaba a tus padres. Otros tiempos, sin casco en la moto y si documentación.
Pero el otro día me pasó, con todas mis primaveras, algo que me ha cambiado para siempre. Con mi expediente tan limpio como mi carné de baile. Que no estoy fichada. Mi único pecado, alguna multa de tráfico que otra. El caso: Salía de un aparcamiento subterráneo. En la calle una manifestación invadía la acera contraria. En la mía, justo en la salida del parking, un coche de policía tipo tanqueta (así me lo pareció) invadía mi paso. Un policía del tamaño de los miedos de Gulliver se interpone entre el vehículo azul y el mío. Bajo, temerosa, la ventanilla. "Agente", oso a decir. La voz me asoma con dificultad. Se gira el oficial a cargo de la vigilancia. Insisto, pulgares en el chaleco. "Señora". La mano a la visera. "Un momento, me encargo, pase por aquí". Me abrió el paso. Levantó la mano y paró el tráfico. Dos frenazos, dos taxistas. Pensarían que era un ministro quien iba a pasar. Agradecí con mi mejor sonrisa, la más ancha, y un poco de pudor. Eso sí, en cuanto pude, aceleré todo lo que mi Super Fura dio de sí, para alejarme de una eventual solicitud de documentación. "Salga del coche, las manos donde pueda verlas". He visto demasiado cine. Pero por primera vez miré a la cara al hombre que va disfrazado de policía. Y es un señor normal. Desde ese día intento mirar a los policías que me encuentro.