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10/03/2025

ME HA DEJADO EN VISTO

El teléfono móvil claramente nos ha cambiado la vida. No sé si tanto o más o menos que internet. No es como la rueda o la bombilla que hicieron que la vida de nuestros antepasados en un caso y bisabuelos o lo que toque, en otros; mejorara sustancialmente en su día a día. El móvil ha sido bueno, sí. Pero.
Pero el móvil es que nos ha cambiado el cerebro. Cuando apareció, el tamaño lo hacía inviable para la versatilidad de la que ahora disfruta. Pasamos del zapatófono de Mortadelo a unos telefoninos más pequeños que un paquete de Marlboro. Y ahora vuelven a hacerse un poquito más grandes. Para poder tener tres cámaras, una pantalla donde leer libros y correos electrónicos. Un cacharro que te dice los pasos que has andado y los que te quedan por andar y el ritmo de tu corazón. Que canta las noticias y el tiempo que hace en tu pueblo y en Misisipi. Con el que puedes hacer la compra y regalos, pagar la gasolina y poner un ticket de parking. Grabar conversaciones y situaciones. Abrir tu casa o tu coche.  Entrar en un avión  o en el AVE. Leer la carta de un restaurante. Que vas sin móvil te arriesgas a quedarte sin cenar. Es llave de tu habitación de hotel. Citas médicas y de otro tipo se almacenan en tu terminal. Un aparato en el que jugar a videojuegos, candycrash o lo que quiera que esté de moda. Sirve para contactar con ligues imaginarios, con novios reales o ficticios, romper parejas. Un aparato que emula al cordón umbilical, que es el hilo rojo que nos une con nuestro quinto pariente lejano, a nuestro pasado. Lo que nos permite estar conectados a todas horas, en todos los minutos, en todos los segundos...en todas las visiones. Es ubicador - localizador del otro, GPS. En fin, lo de menos es llamar. Seguro que me olvido de funciones o simplemente las desconozco. 

Pero. Pero.  A pesar de que todo el mundo tiene móvil, o casi todo el mundo,  (que no es lo mismo pero es igual), a pesar de los pesares: Envías un mensaje y hay gente que te deja en visto. Y otros que ni te leen. Tal cual. Impresionante. No se trata de mensajes controladores, no. No es un "es que ya no me quieres?" O un "¿dónde estás?, ¿con quién?” No es demanda, control, intriga. Es un simple mensaje de convivencia "¿Vienes a cenar?" (Tres de la tarde) Sin presión. Por saber. A las 21:00, cuando abre la puerta tan pancho. "Ah! No he visto el mensaje. Lo tenía en silencio. Estaba en clase. Modo lunita". No es verdad. No has querido contestar.  Sí has visto el mensaje. Se te ha pasado.  Has pasado. No te interesa. Lo has dejado para luego. Porque tienes el teléfono en la mano, en el bolsillo como muy lejos; vibra, aunque esté en silencio.  Se enciende si está sobre la mesa. Estás en ese absurdo modo multitarea que consiste en ir a clase, controlar tus redes sociales, ver la aplicación del momento y actualizar tu perfil, tu foto o lo que quieras que hagas con el móvil, que no ves que te ha escrito tu hermano para decirte que ha aprobado las oposiciones o tu tío ha salido del quirófano o aparece en la tele. Da lo mismo el contenido del mensaje. El ordenador te avisa con un icono verde donde salen números que indican los mensajes sin leer de tu WhatsApp. Porque sí, tienes el WhatsApp conectado al portátil. No es verdad que no has visto el mensaje. Estás todo el rato viendo mensajes e ignorándolos. No te interesa. Estás viendo una serie, vídeos de risa o lo que quiera que hagas con ese trasto que ha pasado los límites de la comunicación.  Que era, recuerdo su función original. Quien dice ¿vienes a cenar? dice cualquier cosa tras o intrascendente. 

Pero es que todo eso es un lenguaje. Es una manera de comunicarse. Puedes dejar en visto. Puedes ver el mensaje y no abrirlo, de manera que el otro se sienta aún más ignorado. Puedes tener a gente bloqueada, silenciada, tambien a grupos, notificaciones diferentes para unos contactos y otros. Y con todo eso estás mandando un mensaje al otro. Igual que si pones un emoticono de corazón o carita sonriente a un mensaje o una historia en una red social, o si envias stickers de uno u otro tipo, estás dando una información extra cuya codificación y significado muchos incautos desconocemos.  Creo que la barrera de haber nacido el siglo pasado ya es orientativa de la distancia de nuestro desconocimiento. Si en tu DNI indica que eres anterior a los 70 estás perdido.

La realidad es que con este artefacto puedes hacer lo que te dé la gana, pero siempre ves quién te escribe.  Aunque estés en clase, en el cine, cenando, durmiendo.  Siempre estás conectado. Nunca permites que tu teléfono se quede sin batería.  Y además, el no sé  cuántos por ciento, muy alto, del que tiene móvil es un iPhone, y muchos tienen el rocambolesco iWatch. Que no se llamaría así, pero debería.  Y no les hace falta ni ser maleducados para ver quien les escribe.  Basta mirar la hora para contestar un mensaje. Pero si no te da la gana, no contestas. Querría ver yo a esta panda de "no he visto tu mensaje" en otra época. Cuando sonaba el fijo de  casa y "lo cojo yo" era el grito unánime cuando esperabas una llamada. "Dile que no estoy" tenía una sola respuesta "díselo tu". O cuando tú teléfono comunicaba sin parar y tu estabas esperando la llamada del amor de tu vida. O llegabas a casa y ya te habían llamado. "¿Quién?" A tu hermano pequeño, a la señora 1ue trabajaba en casa, o a tu padre. El hombre que seguía llamando Reyes a Lourdes después de 30 años de ser amigas. No sé, era un chico. "Volverá a llamar" Papaaaaaaaa. Me gustaría ver a esta panda de "no lo he visto", sin acceso a sus contactos, a sus amigos. Teniéndoselo que currar. Ojo que antes era peor. Y antes. Pero ahora que podemos. ¿Por qué?



Ahora mismo solo los incautos tenemos activada la hora de última conexión y que el otro sepa mediante los dos tics azules que le has leído. Es retrógrado, carpetovetónico el hecho de no desactivar esa función que por defecto tiene el móvil. Es tan inocente como que quien va a escribirte sabe algo de ti. Algo intrascendente, pero que a lo mejor es una información que no quiere compartir.  ¿Por? A mi qué me importa que Fulano o Mengana vea que me he conectado hace seis horas o 10 minutos. Es más, si yo veo que alguien está en línea, me atrevo a escribir un ¿puedes hablar?. Porque sé que me ve. Pero es que los que tienen activado lo de estar en línea también te dejan en visto. Aun siguiendo en línea. Flipo. ¿Será que están en una video por WhatsApp? No. Lo normal es  un "ahora contesto" mental, pensado a la cara (figuradamente, en la distancia). Una procrastinación absurda en nuestro mundo inmediato. Que no hace más que general malentendidos y malestar. Desconcierto.  ¿Qué le pasa?. El día que pase algo va a ser difícil de interpretar por señales, al menos, para los de décadas anteriores al temido efecto 2000. Es muy desconsiderado no contestar, dejar en visto, en leído, como quiera que se llame esas opciones posibles. Se ha convertido lo que se ideó como un medio para comunicación en un mecanismo que  nos aísla. Que nos deja solos.

07/03/2025

ADELGAZAR. LOS 20'

El otro día leí en algun sitio: "para adelgazar lo que hay que hacer es, en ese momento que te entra un hambre incontrolable, aguantar 20 minutos. Entonces el cuerpo empieza a tirar de reservas" Estaba escrito con mucho más seso, que si el azúcar, la energía. Que el cuerpo te pide, bla, bla. Se me quedó lo importante: adelgazar, aguantar, 20 minutos. En realidad eso lo dice mi amigo Luis ¿Que has hecho para adelgazar? Cerrar el pico. Pero en boca de un nutricionista de bata blanca parece un hecho probado, un dictado. Además 20 minutos. Esa fue mi parte favorita. Es asequible, es un pitillo y poco más. Como dice una amiga, te lavas los dientes, te bebes un vaso de agua y se han pasado.

Mi Vietnam son las 12 de la mañana, 11:30. Hay un momento lejos del desayuno, que ya está en la prehistoria de mi día, en que me entra un apetito desordenado. Así lo llamábamos en casa. Un apetito desordenado. Y no hay expresión más gráfica que ésa. Porque no tiene orden ni concierto y no tiene tapa. Es emergente, en un principio calmo, de pronto se vuelve urgencia. Un ataque en toda regla. No se amaina con nada. Tiene vida propia. Y larga autonomía. Y si encima me pilla en casa ¡Acabáramos! En la nevera puede caer cualquier cosa, desde un tímido plátano, a un sándwich, que es lo sano, en la despensa un "par de nueces". Pero eso de comer y rascar es cierto. Todo es empezar.  Encuentro mi perdición aunque la zona sea un erial, patatas fritas ¿rancias? Así no hay que tirar, yo basurero; picos con queso, un poquito de salchichón, que está muy rico, total es como un aperitivo, luego ya no como. Lo de un poquito es tan relativo como incierto.  El discurso interior es eterno, con preguntas y respuestas justificativas. Son mentiras encadenadas y excusas borrando excusas. Claro que como luego. ¡Faltaría más!. Total. Otro día empiezo. El régimen, el plan, a cuidarme como dicen los elegantes, más eufemismo que otra cosa. Es como si te dicen a la cara pero muy cortésmente "hay que ver cómo te has puesto, estás más gorda que en tu embarazo.  Y eso que bozabas, guapa.

Total, que lo tenía reciente y digo "pues me voy a aguantar 20 minutos", 12:20. Seguía exactamente igual, con un agujero en el estómago y una queja interior que rugía con tal furia que hasta yo tenía miedo a que produjera ecos que oyera el vecindario entero. Llegué a la una con el mismo hambre que tenía a las doce, quizá un poco más, por hacer justicia a la realidad. 

 

 

Menos mal que estaba sola en la prueba, porque en mi familia se nos pone un humor de perros con eso del hambre. Hasta los más cándidas del clan son aislados y alimentados desde la barrera en momentos críticos. Nos transformamos.  Nos sale un alíen de dentro. Soltamos exabruptos y sufrimos transfiguraciones temidas por nuestros más allegados. Pero yo esperé otros 20, y otros 20. ¿Sería que la leptina, la glucosa, o su puñetera madre, con perdón, el clic que haya por ahí en mi organismo se esté resistiendo? Que si te tomas una manzana despacio o un plátano, también despacio, es estupendo,  por lo visto tiene triptófano, que es un precursor de la serotonina y después de tomarlo, 20' son perfectos para dejar que la sensación de saciedad llegue al cerebro. Si abro la caja de Pandora, miedo me doy. No respondo de mis actos. Tan acostumbrado tengo a mi  estómago y resto de órganos a "tengo hambre" y mi inmediata respuesta: toma; es un niño mimado mi cuerpo que se niega a consumir parte de la grasa que me sobra a borbotones para calmar ese engaño que me manda al cerebro "necesitas comer". Me torpedea con una necesidad inexistente ¡Que me está tomando el pelo!. Que me sobran recursos. ¿Cómo domar a la fiera? Intento enseñarle esas lorzas abdominales, de donde puede tirar, mis muslos orlados. Nada. Caprichoso, consentido organismo el mío. Mi cabeza domesticada por el consumo y la inmediata satisfacción de los deseos, me regaña, me exige, me recrimina mi conducta rectilínea y austera, disciplinada y seria, por una vez. ¡Qué frágil!

Esas paradas en la gasolinera a poner combustible como excusa a comprar unas panteras rosas, unos bonyes – bucaneros, punto rojo, o unas almendras tostadas con lo que supuestamente el viaje es más ameno. De todo me acuerdo ahora después de 200 minutos, 2000, 2000...de incumplimiento de promesas: mañana empiezo. Y es que deberíamos acordarnos de ese momento ante el armario: “no me cabe nada”, voy a guardar la ropa de invierno sin haberme puesto mis pantalones de cuero, ni esos vaqueros mágicos con los que te sientes 2cm más alta. Esos son los pensamientos de los 20 minutos, que no vienen.

Quiero ser esa chica de la foto que se pone el pantalón de hace unos meses y cabe otra yo dentro. ¿Cómo se miden esos 20 minutos? ¿No serán grados? ¿En Farenhait? Es frío. Ojito que si llegamos a 451 ya se sabe lo que pasa. Me voy a hacer un bocata. Estoy entre el bocata y la palmera de chocolate.