Seguidores

17/04/2022

MI MANCHI, TE ECHO DE MENOS

¿Qué por qué no escribo? Me preguntan mis fieles seguidores. Mis fieles, que no por escasos son menos importantes. Joyas en terciopelo y seda cada uno de ellos. Exquisitos en la sensibilidad y pacientes ante el tedio. Inasequibles al desaliento, fuera aparte de afinidades. Quizá escuchantes de Flor de Pasión, Domino. Seguidores rojiblancos, o banquillo del Estu.  Espectadores de reportajes de la dos, del león en la sabana al abrigo de ronquidos paternos. Recibo noticia al recibo de mis presentes: no regalos, que escritos. Mis lectores son seres únicos y cuidan, leyéndome, de un trozo de mi corazón.

Me preguntan mis selectos lectores que por qué no escribo. Y yo me pregunto: ¿Qué se puede decir? ¿Qué puedo decir yo? Nada. ¿Que se puede decir que no se haya dicho, o que sí se haya dicho? No tengo nada que decir. Si me he quedado seca, no lo sé.

Cuentan psiquiatras y psicólogos que la pandemia b primero, Filomena después, el volcán de la Palma y por fin la guerra en Euros, han hecho relativizar los conflictos individuales de los pacientes. No lo entiendo.  Y no me lo creo. ¿Seremos más tontos de lo que pensaba? La tragedia ha existido siempre. Estamos en un mundo en conflicto permanente. Lo único que vale es el amor. Lo único que nos hace vivir es el amor. Lo que nos mantiene erguidos es el amor. El resto es caos. El resto es un compendio de elementos extraños. El resto es la destrucción paulatina. El caos crece. Y se acerca el final. Solo el amor sobrevive a la muerte. 

Es a la muerte a dónde vamos. Es a la muerte a donde vamos, queriéndonos hacer muy ricos en el camino. Es a la muerte  adonde vamos, creyendo nos inmortales. Es a la muerte a donde vamos, queriendo tener casa con terraza y con piscina. Es a la muerte a donde vamos, llenos de deudas e hipotecas. Solo importa el amor en el camino. El amor, ese gran desconocido. El amor, que nos permite seguir queriendo vivir. Que nos hace que no nos importen los ceniceros ni los cubiertos de plata. El amor, que hace de los objetos recuerdos y entonces sí son importantes. Sin amor no son nada. El amor, que ve en los cuadros valiosos los besos que nos dimos. El amor, que se resume en miradas y silencios. El amor, que es lo único que importa.

¿Qué puedo escribir? Cuando han salido de Ucrania casi tantas personas como vivimos en Madrid. Se han ido sin nada y con toda la pena y el miedo. Otros éxodos habido, otras guerras, ante las que nuestra piel fina de europeos no se ha erizado lo mismo. ¿Qué puedo decir? Cuando en Rusia se mide en detenidos el paso de los días. ¿Qué puedo decir? ¿Cuál es la verdad? ¿Qué está ocurriendo? ¿Por qué? Oigo a Solana hablar de Putin y a presentadores indocumentados presumiendo de datos. Se ponen a nivel los sabios y los charlatanes. Pero la labia la tienen los últimos. Sí. Y son ellos los que nos llenan. 

Veo a Pedro primero de España haciendo de Willy Fog, llamando a las puertas de ministros y ministrables. Y veo al pequeño Sarkozy, entre los grandes, intentando el camino de las palabras. Veo que sube la leche y el pan. Las hipotecas y la vida. Y es que la vida es cara. Más cara sin amor, sin objetivo, porque entonces es sólo el calvario. El camino a la muerte. Necesitamos la brújula que está imantada. Hemos perdido el rumbo. Y es uqe hay que quererse mucho. Es el único remedio. El solo secreto. El ingrediente secreto. 


16/04/2022

UCRANIA EN EL CORAZÓN. LAS COSAS DE LAS QUE SE ACUERDA UNO

Las cosas de las que uno se acuerda. Son por lo menos curiosas. Yo, que práctico el automaquillaje, es decir, salgo sin maquillarme de casa. Cuando me veo, si es que me miro, en el espejo del ascensor, descubro un careto que precisa, cuando menos, un retoque, aunque sea un pellizco en las mejillas. O comerme un chicle bazoka, como cuando éramos pequeños, o una piruleta de fresa, que me tiña los morretes. 

En el coche tengo recursos: mi kit de supervivencia consiste en un rímel que normalmente está un poquillo duro y no se ablanda por mucho agua que le eche y me ponga perdida, el agua solo consigue pegotes en mis pestañas; un pintalabios, un lápiz de ojos y set de “moreno”. Me lo aplico en el coche con la destreza de la experiencia, a pesar de la miopía que no me permite comprobar resultados, consigo no salir con cara de payaso. Entre paradas en los semáforos y por atascos varios voy rematando la faena, evitó badenes y sorpresas que estropeen el resultado. Si me ayuda algún alma caritativa que llevo de copiloto, pues me apoyo en ellos. El caso es que cada vez que entro en el coche y cada vez que practico el automaquillaje, que a veces consiste en una aplicación de alguna muestra de crema que me han regalado, recuerdo lo mismo. Yo nunca en la vida me había echado crema en la cara. Según el Vespas yo tenía cara de culo de bebé. Ahora sí llevo crema en el coche, y a veces algo más que muestras, crema de caviar de Mercadona, recomendada por una suegra solícita, estupenda y baratita (crema y suegra). Cada vez que entro y me acuerdo, aunque ya no sirva para mejorar ni evitar arrugas o manchas, me la aplico, y siempre, siempre, siempre me acuerdo de mi padre que me decía “ahora no cojas el coche” cuando ya muy malito me dejaba darle masajes en los pies embotados por su pobre corazón, y esa crema le calmaba. O sabía él que a mí me calmaba tocarle y poder hacer algo. Y en su generosidad, me dejaba creer que lo hacía. Como a mi hermana pequeña, que le pedía ayuda con las palabras escondidas de los crucigramas. Ella siempre sospechó que sabía las respuestas antes. Pero a ella le gustaba ayudarle. Me decía “ahora no cojas el coche que se te pueden resbalar las manos en el volante” Nunca le pregunté qué le había pasado, porque estoy segura de que alguna vez había tenido una mala experiencia. Y, como dice Marian Rojas que es una señora muy sabia (aunque es una chavala, en realidad), un pensamiento me lleva a otro y me pregunto ¿Quién inventó el volante? Pues creo que era un fenómeno, y probablemente pensó en ese asunto de que se le resbalan las manos al conductor y dispuso esos travesaños intermedios, que hacen que puedas conducir casi solo con los pulgares, y las manos por crema que te hayas echado, nunca resbalen lo bastante como para que el volante se te escape. De ahí paso a los inventos del hombre, de la humanidad. Se me ocurren montón de tonterías. ¿Que por qué el volante se llama “wheel” en inglés, porque es también rueda? Y por qué por qué se llama volante, como el fruncido de la falda. Pero "wheel" suena a "will", entonces me viene a la cabeza el testamento, la voluntad última. Y vuelve la turra. Y vuelve la melancolía.

Voy pensando en el coche mientras intento llegar a tiempo alguna cita que llego a olvidar por el camino. Voy distraída. Recuerdo que incluso he llegado a pasarme la salida para ir al trabajo: un día, que yendo a las torres de la Castellana, ya pasado Monte Carmelo me di cuenta de que no iba a Navacerrada, que era donde realmente estaba mi corazón. Era donde quería volver. Donde siempre quiero volver. Tuve que dar la vuelta en algún lugar extraño, y muy a mi pesar, primero por no ir a Navacerrada a darme un paseo por el río y segundo porque, para una vez que llegaba pronto no le podía contar a nadie que me había pasado la salida cuando llevaba 15 años yendo al mismo sitio a trabajar cinco días a la semana todas las semanas. No tenía  excusa.

Se me va la cabeza a pensar en vidas que ya son ajenas, y de ahí inmediatamente me pongo a llorar. Y es que yo soy muy de llorar, no soy enfadarme. 

Y las lágrimas me llevan a la guerra. Aparte de los datos y el relato de los acontecimientos y la inexorable destrucción que va asolando ciudades y vidas; veo en las imágenes la miseria de las relaciones humanas. Otra muestra de incapacidad de llegar a acuerdos. La estupidez del hombre y su afán de conquista y destrucción que desplazan al diálogo y a la felicidad. Me aturde la incomprensión. La guerra de Ucrania es un espejo en el que el hombre debería mirarse.  Porque cada acto, cada disparo, cada muerte, es responsabilidad de un hombre, que aprieta el gatillo, que da una orden. Cada violación, cada asalto es cometido por un ser humano llevado por una maldad que no nos es ajena. ¿Dónde están las palabras? ¿Cómo hemos llegado a esto? Se ha abierto una espita de maldad. Somos así, los humanos, destrozamos vidas, costumbres, amores, arrasamos con hambre y fuego valles y corazones donde las lágrimas quedan como único abono.

Pero yo me he acordado de mi padre. Otra vez. Que tenía un jefe ucraniano. Toda su vida. Un jefe al que admiró y quiso y fue su amigo. A su muerte, mi padre le sucedió. El resto del personal de la administración pensaba que el ucraniano, que no ruso, era un extraterrestre. En los años 60 nadie sabía exactamente dónde estaba Ucrania, en primer lugar porque no era un país como tal, sino parte de la Unión Soviética. En los juegos de geografía no te podían preguntar la capital de Ucrania, de Islandia sí, Reikiavik y de Madagascar, Tanarive, por cierto que ahora es Antananarivo. Ojo. En segundo lugar, por eso mismo, porque era parte de la Unión Soviética. Y en España poco se sabía entonces de la URSS. 

Un día tuvo que defenderle, mi padre, al bueno de Néstor. Llegó éste al despacho con la cara azul. El estupor de todo el departamento y del edificio completo no era mayor que la capacidad de encontrar una explicación plausible, imaginación al poder. Algunos pensaron que por fin al ucraniano se le había visto el plumero. Que era un extraterrestre de verdad. De la URSS se sabía lo del teléfono rojo, películas de espías, ¡mucho frío en Rusia! (se mezclaba Rusia con la URSS). Algo de un barbudo llamado Marx, un lio. Y algunos chistes, de la ensaladilla, los filetes rusos y los polvorones de la Estepa. Cuando además, los ucranianos vinieron huyendo de todo eso. Siendo chavales.

Nadie quería mirar al jefe, ni entrar en su despacho, una mezcla de miedo y respeto embriagó el ministerio esa mañana. Y a pesar de que mi padre también infundía si no temor, sí deferencia, fueron a él a quien acudieron los funcionarios para que pusiera fin a los rumores. Mi padre, de voz ronca y barbas pobladas entonces, con un humor que le sujetaba las entrañas, siempre fue valiente. Y bueno. Él sabía mantener el centro de carena en su sitio, no se tomaba nada excesivamente en serio, consciente de la transitoriedad de nuestra existencia. A ver si aprendemos.

Mi padre fue el que le dijo al jefe “¿te has mirado en el espejo Néstor?” Y él, que brindaba con un “esto sin vodka no se entiende” (en ucraniano) y que era un señor chiquitito pero matón; muy fuerte, como han demostrado ser sus compatriotas, se fue al cuarto de baño, se miró y se vio como un Pitufo, la cara y las manos azules. Muerto de risa. Llamó a su mujer para decirle que tirara las toallas que habían comprado en Portugal. Eran muy baratas, y tanto, Desteñían. Mi padre, igual que el Antonio, era capaz de no quedarse amarillo. Nadie se atrevía a comentarle al jefe el rumor que corría por los burladeros Más vale una vez rojo. Mi tío sí. Y es que ellos intentaron enseñarme a ponerme colorada y no quedarme amarilla. Pero me resisto.


13/04/2022

QUE ME GUSTAN LAS HISTORIAS

El relator de historias es como el payaso. Un héroe que consigue vivir a través del relato. Así como el payaso camufla su tristeza ganando la sonrisa ajena, el relator de historias capta el pasmo y la atención del público a través del disfraz de la mísera vida que le acompaña. De esa forma el contador de historias colorea su biografía para esconder su pena. El contador de historias vive una vida anónima que comparte vestida de alegría y de misterio, o de según.

A mí de pequeña siempre me pasaban cosas. Iba a un colegio sin más vallas ni límites que el arbolado de un parque cercano a una carretera. Confundía sin querer fantasía y realidad, en ese espacio enorme que albergaba mi recreo. De vuelta a la seguridad de mi casa, donde siempre recuerdo a mis padres. De vuelta a casa, al sol de mi terraza, llena de flores que me encantaba cuidar. De vuelta a casa intentaba compartir mi jornada, ante el desconcierto de mis progenitores que pacientes escuchaban que la Casa de La Moneda había ardido. Esta vez sí que sí, por enésima vez ese mes. Pero para mí eran cosas de verdad. Y es que la vida interior es lo que tiene, que es verdadera, lo que pasa es que no se puede demostrar.


Por eso sé que me gustan las historias. Así, si un día se va la luz en casa no es que se haya ido la luz. No. Tengo que contarlo desde el principio. "Era un día de diario, los chicos habían llegado tarde, o pronto, según se mire. Ante el asombro de los progenitores,  aparecieron acompañados por amigos o conocidos, que viven lejos mamá, ¿se pueden quedar a dormir? Pues claro. Ni mención a la ingesta que les pudo impedir, con sabia prudencia, poner manos al volante. Ni falta que hace. Yo juro y perjuro que les voy a despertar a la hora de siempre, y que van a clase todos, de eso me encargo yo. Buena soy cuando me pongo. Si me viera vuestro padre se sorprendería de mi estricta educación. Acabáramos. Dispuesta estoy al Quinto Levanta. Por lo visto entran a las diez, que falta un profesor. Acepto como bueno el argumento. Yo a la hora de siempre, vestida de marrón, ibas a clase sin protestar, cigarros en un balcón, antes de que salga el sol, justo cuando terminan de acomodar colchones y camas plegables en el cuarto de la plancha, que no caben todos en uno, ya les hubiera gustado. Se separan en chicas y chicos. Yo, sin despertador, oyendo ronquidos de paz, me dispongo al aseo propio y a seguir mi rutina. Últimamente juego a rellenar espacios en una suerte de reto para encontrar una palabra escondida. Algo parecido al ahorcado, que practicábamos es clase, para desespero de un profesor de filosofía cuyo puente de la nariz no sujetaba sus enormes gafas de concha. Mientras degusto un café recalentado pruebo letras hasta el acierto o el fracaso. La casa está llena de luz, ventajas de los áticos y casas con vistas. El agua de la bañera está tibia, me he entretenido regando los pensamientos, los reales y los propios. Abro el grifo para disfrutar un rato más del agua. Al principio sale templada, al momento es un témpano, ya quisiera la casa de las escaleras, donde una época fuimos, quizá felices sin saberlo, tener agua tan fría. Allí no había agua en la nevera. No hacía falta. El agua helada me impulsa a acabar con los enjuagues. Salgo dispuesta a enfrentar la jornada. Revisión de correos y agenda a punto con mi Moleskine de turno. Pero antes, algunas tareas propias de mi sexo y condición; voy a poner una lavadora y el friegaplatos, así voy avanzando y está todo seco para la plancha de por la tarde y los enseres limpios para la comida. Jabón, suavizante, un poquito de KH7 a ver si se va esta mancha. Programa de hora y media, temperatura 40º, tampoco te pases que luego encoge todo. Solo ropa del mismo color. Nunca es tarde para aprender. ¡Vaya!, no funciona la lavadora. Está bien cerrada la puerta, sí. No se enciende ninguna luz. Bueno, estará desenchufada. En la radio parlotean, el embajador de Rusia argumenta en contra de los tertulianos. Días de luto en Europa y en el mundo. Me voy a tomar otro café, o a volver a calentar el que me he dejado a medias. ¡Vaya!, no funciona tampoco el microondas. En casa de los padres, de los míos, no había microondas, por el corazón de padre. Cosas nuestras. Lo curioso es que se ha fundido la luz de la nevera. ¡Todo pasa a la vez! Me siento en la mesa de trabajo, aún pueden dormir un rato los chavales. ¡Qué raro no tener correo! "No hay conexión" me avisa san Google. ¡Coño, que se ha ido la luz!

Y es que a mí me gustan las historias y por eso los chavales no fueron a clase ese día de abril, no porque yo sea una blanda que no sé poner límites. Sino porque me parecía un despropósito que salieran sin ducharse después de una noche de farra. ¿Qué? Es que me gustan las historias.


11/04/2022

LA FIRMA

Las hermanas son cinco, y una es un chico. Un chico, un señor nada femenino. Pero son las hermanas. Porque ellas cunden mucho. ¡Y tanto!

Las hermanas. Las hermanas fueron al Teresa, en la calle Fortuny, flor y nata de la aristocracia lectora y sapiente madrileña. Por allí se habían reunido Lorca y Dalí. A ellas, como eran de Segovia, les parecía lo normal estar allí. Con ese jardín vallado con una forja que ni la enredadera más pertinaz ha logrado doblar. Ese jardín donde los niños bien disfrutan de gintonics y comidas refinadas dependiendo del promotor del evento que allí se celebre o de quién sea el arrendador del maravilloso rincón de Madrid hasta que una fundación limite el acceso a unos cuantos. Las hermanas mayores hablan del San Juan Evangelista, (Johnny, no el güisqui); hablan del Johnny como si fuera un antro de perdición. Que no digo yo que no lo haya sido. Pero solo nombrarlo parece que se les ensucia la boca. Las hermanas tienen sus nombres y sus sobrenombres, que no motes. Sara, la Doctora. Sara es Sara, Sarita las menos veces. Lo fue. María del Rosario es Charo, o Charito; María Luisa es Marisa, pero firma como su nombre completo.  Marisa que se conserva entre los algodones del tío Pepe y el aire fresco de un pueblo de Castilla la Vieja, donde el vino y el paisaje ancho mantienen su lozanía y su inocencia. Ana Mari, a la que solo llamamos así el primo Pablo, el tito Luis y yo, es Ana. La abuela Sofía también la llamaba Ana Mari. La tía Ana, siempre arropada por los cuñados, ingenieros todo. Sale riéndose en todas las imágenes. Un forestal para tanto agrónomo. El humor y el amor fueron sus lazos. Ana y Menche de histórico pelo níveo, que emigran a Soria a ratos. Y el tito Luis, con María de las Nieves: todo alegría tito por el primo Juan, que le dio el título, en una época pasada ya, pero no olvidada. En una época en que unos éramos más felices y otros mucho más infelices. Aun no sabíamos lo que debíamos perdonar. 

Las hermanas aparecieron por partes en Carbonero el Mayor, provincia de Segovia. El objeto de la reunión era una firma. Poner en regla las posesiones. Una tierra que el abuelo Luis afirmaba que no valía ni para que le enterraran a uno. La primera que llegó fue Charo, claro. Charo siempre va deprisa, sale movida. Aunque la lleven, como fue el caso, es la primera. La doctora se hubiera entretenido, sobre todo con padre, que como el tío Pepe a Marisa, todo se lo consentía. Hubieran dado una vuelta para pasar por Mozoncillo, Aguilafuente y de paso probar las delicias de la tierra. Madre un café con leche con un pincho de tortilla y padre una caña. Charo con Ana. Ana Mari. Ana es la que se lo había estudiado todo, llevaba impresos planos del catastro, con límites y acotaciones. Por si acaso. Como si se fuera a examinar. Luego llegó la hija de Sara, porque Sara no está. Sara ya no está. ¡Lo que le hubiera gustado ir a Carbonero en un día de abril de cielo impecable! La sierra nevada, parecía que hubieran regado el monte con azúcar fina, sobre los pinos de Guadarrama, (parque Natural, ojo) oscuros tras el paso de invierno, un gentil cocinero había esparcido glas, parecían brownies gigantes en el horizonte. ¿Cómo no iba a confundirse el Ingenioso Hidalgo, si en la naturaleza surgen tantas veces figuras que atropellan nuestro entendimiento porque mezclan realidad y ficción? Besos al aire, que no son de mucho besar, las Rodríguez, pero la hija sí, ha salido al otro bando. Media hora antes de la cita, ya estaba Charo llamando a los que faltaban. Marisa, que padeció de niña en sus piernas, tiene en Pepe a su báculo. Es su bastón, su risa, su todo. Yo voy donde vaya Marisa, eso es lo primero que nace de su escueta conversación. Que Pepe escucha más que habla. Marisa vino andando, desde lejísimos según ella. Santa Ana, la prima, conducía. Porque Pepe ya no quiere conducir grandes distancias y para pocas no renuevan el carné. Santa Ana pide el día libre y se embarca en la aventura del evento familiar. Ha llegado ya Luis, al que la moto hizo estragos en piernas y nariz. Charo le recrimina por las muletas. Que si no me caigo, se excusa, con un taco en medio. Ponte recto, le dice, que se te va a torcer la espalda. Se yerguen Ana Mari y la hija de Sara. Por si las moscas. Se miran y sonríen. ¡Cuánto tarda el notario!. Es que han llegado media hora antes de la hora acordada, pero con una hora de tiempo sobre la que les dijo el notario.

Marisa está de guardia para que nadie se cuele. Parece mentira la cantidad de gente que va al notario en Carbonero el Mayor. Marisa vigila y da codazos o levanta las cejas, acusica, chivándose cuando algún espabilado osa cruzar la calle, vaya a donde vaya. Pepe la tranquiliza. En realidad Ana, Ana Mari, se ha ocupado de todo. Ha ido al registro, ha hablado con propios y extraños. Se lo sabe todo. Se lo ha contado a Pepe. Pepe la escucha atento en medio de las interrupciones por la inquietud, a pesar de la impaciencia y los gestos de las Rodríguez. Las Rodríguez, que son cinco, eran. Y cunden. 

Son unas tierras que según el abuelo Luis no valían. Pero son sus tierras y allí están las hermanas para arreglar lo que haga falta con tal de que sigan siéndolo y todo quede en orden. Los líos de la familia del abuelo Luis, la abuela Sofía los intentaba contar, pero nadie le dejaba. resulta ser que eran ciertos. Que había un señor que era malo, decía Marisa, desvelando un secreto a voces. 

Por fin les hacen pasar a la firma. Tras la espera en la sala de reuniones, larga. Que cuándo llega, que vamos a llegar tarde a comer, que hemos reservado, que habrá que llamar al sitio. ¡Un miércoles! Como si fueran a perder la mesa. Ana de los nervios tras la mascarilla. Y por fin aparece la notaria. ¡Madre mía del amor hermoso! La cara de Charo ante la susodicha, enarca las cejas, miro a Marisa, lo mismo, se bajan un poquito la mascarilla liberando la expresión, para que entendamos lo que está clarísimo. Una cosa es vivir en provincias y otra relajarse. No se puede. Es incompatible la pinta de la letrada con la profesión que ejerce. Y el sueldo que levanta, dicho sea de paso. A mi que me registren, a mí que me disculpen. Con una permanente que ya la hubiera querido Olivia (sí, la novia de Travolta), un flequillo en forma de medio cilindro, mechas de rigor y ese vestidito camisero que llevaba, de cintura fruncida, y falda a media pierna, que se le ven las rodillas. Descansa el esqueleto sobre unas plataformas de hebilla. No le falta detalle. Se encaja en el puente unas gafas que de milagro no colgaban de una cadenita. Gracias a la mascarilla no se delata nuestra complicidad y susto ante semejante aparición. Luis está callado, contenido. Marisa y Charito observan murmurando bajito. Ana a punto de estallar. Les susurra a las hermanas, que se revuelven en la silla. No se da cuenta de que ella las oye, pero a ella solo la oye la hija de Sara, que echa de menos a Sara. Que se ha perdido la reunión. La notaria se toma en serio su trabajo, lee el documento completo, lo comprueba todo. Dista mucho de las notarías del entorno del Teresa, la zona de Almagro, con sus portales señoriales, caramelos a la entrada y Nespresso en la espera. El notario, corbata ancha y manicura se parece poco a esta buena mujer que se esfuerza, lápiz en mano en ejercer con propiedad su oficio. Y no tiene una Mont Blanc para firmar, sino que rubrica su demandada firma con el mismo Bic que el resto de comensales. Eso sí, constató, para estupor de los firmantes, que los terrenos valían menos que lo que les iba a costar el "chispún" que vino a continuación, sin sumar el viaje, que como está la gasolina, sale a devolver. El abuelo Luis no decía nada en vano. Fuera esperan Pepe, Menche y Nieves, pacientes consortes. Antonio y Ramón y Sara faltan.

A la vuelta la mujer muerta, espléndida, le recuerda a la hija los viajes del pasado. Sonrisas y lágrimas.