Una reunión navideña. No sabíamos quién
iba a venir. Se suma a este dato la incertidumbre de la hora a la que quien
podía ese día, podía. Un abanico de opciones desde el desayuno a las copas, pasando por el aperitivo, comida, tardeo o cena. La cantidad de compromisos de unos sesentones es variada,
desde la afición al esquí, a la ópera, los hijos ausentes durante el año que
vuelven con el turrón, los nietos y las
necesarias carantoñas, los progenitores que resisten con lucidez y de
los que no nos queremos perder ni un suspiro; y también algunas cuitas, como el
cuidado de aquellos padres que aún nos acompañan, pero han perdido la luz en
sus ojos y se nos escapa su vida. O solo que siguen trabajando. O que tienen un ensayo con su banda, como todos los viernes. Una banda con nombre presunto en cocción.
En pleno diciembre en Madrid, reservar
una mesa parecía un imposible sin tener en cuenta la dificultad añadida de las
condiciones de contorno del caso. Véase número de comensales y hora del encuentro. Dos variables a la sazón importantes, casi diría fundamentales. De un
grupo de compañeros de clase del cole allá por 1975, uno contacta con otro. Que
si nos vemos. Uno vive en el extranjero y propone la Cava Baja o la Alta o el
‘centro’ para tomar unos caldos navideños. Se nota que este uno abandonó Madrid
cuando no existía la M30. Si ir al ‘centro’ es una locura, no sabe que en la
actualidad hay aceras de circulación obligatoria en un solo sentido, para
peatones, que se desaloja la Puerta del Sol en fin de año, previo a las uvas.
Que ir al centro es una locura siempre, pero en Navidad ni soñando te acercas.
A no ser que, junto con los votos matrimoniales, hayas jurado asistir a la
plaza mayor en Nochebuena con una pandereta y un gorro de Papá Noel a comprar unas figuritas para el
Belén. Una penitencia como cualquier otra, que en realidad tiene mucho de
romanticismo.
Dentro del grupo de asistentes a la
cena, que finamente tuvo éxito de crítica y público (se llenaron todas las asientos reservados) y que esperamos no sea última, si no la primera de muchas; entre los
asistentes, digo, más o menos confirmados había varios escapistas. Sí, se trata
de esos participantes entusiastas en la preparación de un encuentro que en el
momento justo del mismo hacen ¡puf! y desparecen. Carrasparra cartapacio me
disuelvo en el espacio. No cogen el teléfono, no llaman para cancelar,
simplemente no aparecen. Eso, siendo yo misma quien reservó la mesa y una de
las candidatas principales a rajarme en el último minuto, hacía del encuentro,
cuando menos, impredecible.
Se trataba como digo, de una reunión de amigos del cole. Hemos llegado todos a la sexta planta según mis cálculos, algunos nos hemos visto un poco, otros son grandes amigos, pero algunos no nos veíamos desde hacía más de 40 años. Se dice pronto. Tanto es así, que los primeros que llegaron al restaurante tuvieron que ser presentados por el camarero. ¡Hombre! Dijeron ambos que, por descarte, se identificaron a duras penas; pero que, hasta que no empezaron a hablar, no volvieron al patio cubierto del cole a ver la lluvia, al momento de salir al recreo y elegir equipo para jugar al fútbol, al látigo, al balón prisionero o a churro va. A preparar las chapas o las canicas. A los pupitres y a las clases llenas de vaho. A correr a la cola de la puerta de atrás de la cocina para coger el bocata de pegote de nocilla o chorizo de Pamplona. Denostados bocatas ¡oh! ¡Qué recuerdos!. Y así fuimos llegando todos.
Entre los comensales había viajeros y dobles nacionalidades, pero por unanimidad ganaban las orejas atentas escuchando atentas y caras alegres, ojos llenos de alegría. Qué gusto de risas y anécdotas. De profesiones variadas, más o menos técnicas, humanistas, contando historias, nos dimos cuenta de que, entre los ocho que éramos, cinco habíamos elegido como segunda opción para estudiar, la carrera de Matemáticas, la entonces (1983) Exactas. Ahora las matemáticas están de moda, porque ‘tienen muchas salidas’. En el 83, con una selectividad de pesadilla, solo hacían matemáticas los frikis o muy frikis. Pero, mira tú por donde, entre los hilos que forman el tapiz de nuestra infancia está un magnífico profesor de mates que nos hacía creer a muchos, que era una asignatura genial, que nos enseñaba trucos y apaños para resolver problemas que de otro modo resultaban verdaderos atolladeros.
Recordamos a cada uno de los ausentes,
así que, dense por aludidos y acudan a la próxima, amigos; que, si les pitan
los oídos sin parar, ya saben por qué es. ¡Qué bien me caen mis amigos del
cole! ¡Qué fácil es hablar con ellos! Parece como si estos cuarenta y pico años
hubieran sido un paréntesis, nada más. Tras un primer momento de duda, aparecen
las palabras, las risas, esas miradas, una complicidad divertida. Todos tenemos
nuestra mochila, y algunos de nuestros pequeños traumas tuvieron lugar cuando
estábamos juntos, en esa época convulsa entre la niñez y la edad adulta. Fuimos
testigos o culpables de los pequeños o grandes tropezones ajenos o propios.
Responsables inconscientes de las heridas de otros. Incapaces entonces de mirar
más allá de nuestra propio tribulación. Muchos salieron más o menos dañados. Pero
es que la vida es así. Ni el control actual del bullying, del acoso escolar, las
alarmas que hoy en día existen, impedirán jamás la realidad de las relaciones
entre niños y adolescentes, llenas de rivalidad, de enfrentamientos, de amor,
de amistad, de hormonas disparadas, de celos, admiración. En fin, un cóctel
difícil de manejar para el chaval y a veces opaco para el docente, que no
detecta el conflicto en la algarabía.
Quizá ya es hora de arrancar costras y
postillas, a quien le quede alguna, jovenzuelo que aún recuerda; no deben quedar escaras ni dolores, quizá es horas de sanar. Hemos
sobrevivido a mucho más. Hemos rebasado hace tiempo el Ecuador de la vida. Y
que lo que nos toque, que nos pille bailando, riendo, cantando, esquiando.
Brindo por eso. Brindo por dejar de ser rumiantes, que no es nuestra
naturaleza. Pocas experiencias son tan sanadoras como un reencuentro desde la
madurez, sin perjuicios, con alegría con los niños que fuimos. Con la mirada limpia de los que ya se han
quitado hasta las cataratas. Con la distancia y la serenidad que dan los años.
Somos los mismos, sin filtros.

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