Las hermanas son cinco, y una es un chico. Un chico, un señor nada femenino. Pero son las hermanas. Porque ellas cunden mucho. ¡Y tanto!
Las hermanas. Las hermanas fueron al Teresa, en la calle Fortuny, flor y nata de la aristocracia lectora y sapiente madrileña. Por allí se habían reunido Lorca y Dalí. A ellas, como eran de Segovia, les parecía lo normal estar allí. Con ese jardín vallado con una forja que ni la enredadera más pertinaz ha logrado doblar. Ese jardín donde los niños bien disfrutan de gintonics y comidas refinadas dependiendo del promotor del evento que allí se celebre o de quién sea el arrendador del maravilloso rincón de Madrid hasta que una fundación limite el acceso a unos cuantos. Las hermanas mayores hablan del San Juan Evangelista, (Johnny, no el güisqui); hablan del Johnny como si fuera un antro de perdición. Que no digo yo que no lo haya sido. Pero solo nombrarlo parece que se les ensucia la boca. Las hermanas tienen sus nombres y sus sobrenombres, que no motes. Sara, la Doctora. Sara es Sara, Sarita las menos veces. Lo fue. María del Rosario es Charo, o Charito; María Luisa es Marisa, pero firma como su nombre completo. Marisa que se conserva entre los algodones del tío Pepe y el aire fresco de un pueblo de Castilla la Vieja, donde el vino y el paisaje ancho mantienen su lozanía y su inocencia. Ana Mari, a la que solo llamamos así el primo Pablo, el tito Luis y yo, es Ana. La abuela Sofía también la llamaba Ana Mari. La tía Ana, siempre arropada por los cuñados, ingenieros todo. Sale riéndose en todas las imágenes. Un forestal para tanto agrónomo. El humor y el amor fueron sus lazos. Ana y Menche de histórico pelo níveo, que emigran a Soria a ratos. Y el tito Luis, con María de las Nieves: todo alegría tito por el primo Juan, que le dio el título, en una época pasada ya, pero no olvidada. En una época en que unos éramos más felices y otros mucho más infelices. Aun no sabíamos lo que debíamos perdonar.
Las hermanas aparecieron por partes en Carbonero el Mayor, provincia de Segovia. El objeto de la reunión era una firma. Poner en regla las posesiones. Una tierra que el abuelo Luis afirmaba que no valía ni para que le enterraran a uno. La primera que llegó fue Charo, claro. Charo siempre va deprisa, sale movida. Aunque la lleven, como fue el caso, es la primera. La doctora se hubiera entretenido, sobre todo con padre, que como el tío Pepe a Marisa, todo se lo consentía. Hubieran dado una vuelta para pasar por Mozoncillo, Aguilafuente y de paso probar las delicias de la tierra. Madre un café con leche con un pincho de tortilla y padre una caña. Charo con Ana. Ana Mari. Ana es la que se lo había estudiado todo, llevaba impresos planos del catastro, con límites y acotaciones. Por si acaso. Como si se fuera a examinar. Luego llegó la hija de Sara, porque Sara no está. Sara ya no está. ¡Lo que le hubiera gustado ir a Carbonero en un día de abril de cielo impecable! La sierra nevada, parecía que hubieran regado el monte con azúcar fina, sobre los pinos de Guadarrama, (parque Natural, ojo) oscuros tras el paso de invierno, un gentil cocinero había esparcido glas, parecían brownies gigantes en el horizonte. ¿Cómo no iba a confundirse el Ingenioso Hidalgo, si en la naturaleza surgen tantas veces figuras que atropellan nuestro entendimiento porque mezclan realidad y ficción? Besos al aire, que no son de mucho besar, las Rodríguez, pero la hija sí, ha salido al otro bando. Media hora antes de la cita, ya estaba Charo llamando a los que faltaban. Marisa, que padeció de niña en sus piernas, tiene en Pepe a su báculo. Es su bastón, su risa, su todo. Yo voy donde vaya Marisa, eso es lo primero que nace de su escueta conversación. Que Pepe escucha más que habla. Marisa vino andando, desde lejísimos según ella. Santa Ana, la prima, conducía. Porque Pepe ya no quiere conducir grandes distancias y para pocas no renuevan el carné. Santa Ana pide el día libre y se embarca en la aventura del evento familiar. Ha llegado ya Luis, al que la moto hizo estragos en piernas y nariz. Charo le recrimina por las muletas. Que si no me caigo, se excusa, con un taco en medio. Ponte recto, le dice, que se te va a torcer la espalda. Se yerguen Ana Mari y la hija de Sara. Por si las moscas. Se miran y sonríen. ¡Cuánto tarda el notario!. Es que han llegado media hora antes de la hora acordada, pero con una hora de tiempo sobre la que les dijo el notario.
Marisa está de guardia para que nadie se cuele. Parece mentira la cantidad de gente que va al notario en Carbonero el Mayor. Marisa vigila y da codazos o levanta las cejas, acusica, chivándose cuando algún espabilado osa cruzar la calle, vaya a donde vaya. Pepe la tranquiliza. En realidad Ana, Ana Mari, se ha ocupado de todo. Ha ido al registro, ha hablado con propios y extraños. Se lo sabe todo. Se lo ha contado a Pepe. Pepe la escucha atento en medio de las interrupciones por la inquietud, a pesar de la impaciencia y los gestos de las Rodríguez. Las Rodríguez, que son cinco, eran. Y cunden.
Son unas tierras que según el abuelo Luis no valían. Pero son sus tierras y allí están las hermanas para arreglar lo que haga falta con tal de que sigan siéndolo y todo quede en orden. Los líos de la familia del abuelo Luis, la abuela Sofía los intentaba contar, pero nadie le dejaba. resulta ser que eran ciertos. Que había un señor que era malo, decía Marisa, desvelando un secreto a voces.
Por fin les hacen pasar a la firma. Tras la espera en la sala de reuniones, larga. Que cuándo llega, que vamos a llegar tarde a comer, que hemos reservado, que habrá que llamar al sitio. ¡Un miércoles! Como si fueran a perder la mesa. Ana de los nervios tras la mascarilla. Y por fin aparece la notaria. ¡Madre mía del amor hermoso! La cara de Charo ante la susodicha, enarca las cejas, miro a Marisa, lo mismo, se bajan un poquito la mascarilla liberando la expresión, para que entendamos lo que está clarísimo. Una cosa es vivir en provincias y otra relajarse. No se puede. Es incompatible la pinta de la letrada con la profesión que ejerce. Y el sueldo que levanta, dicho sea de paso. A mi que me registren, a mí que me disculpen. Con una permanente que ya la hubiera querido Olivia (sí, la novia de Travolta), un flequillo en forma de medio cilindro, mechas de rigor y ese vestidito camisero que llevaba, de cintura fruncida, y falda a media pierna, que se le ven las rodillas. Descansa el esqueleto sobre unas plataformas de hebilla. No le falta detalle. Se encaja en el puente unas gafas que de milagro no colgaban de una cadenita. Gracias a la mascarilla no se delata nuestra complicidad y susto ante semejante aparición. Luis está callado, contenido. Marisa y Charito observan murmurando bajito. Ana a punto de estallar. Les susurra a las hermanas, que se revuelven en la silla. No se da cuenta de que ella las oye, pero a ella solo la oye la hija de Sara, que echa de menos a Sara. Que se ha perdido la reunión. La notaria se toma en serio su trabajo, lee el documento completo, lo comprueba todo. Dista mucho de las notarías del entorno del Teresa, la zona de Almagro, con sus portales señoriales, caramelos a la entrada y Nespresso en la espera. El notario, corbata ancha y manicura se parece poco a esta buena mujer que se esfuerza, lápiz en mano en ejercer con propiedad su oficio. Y no tiene una Mont Blanc para firmar, sino que rubrica su demandada firma con el mismo Bic que el resto de comensales. Eso sí, constató, para estupor de los firmantes, que los terrenos valían menos que lo que les iba a costar el "chispún" que vino a continuación, sin sumar el viaje, que como está la gasolina, sale a devolver. El abuelo Luis no decía nada en vano. Fuera esperan Pepe, Menche y Nieves, pacientes consortes. Antonio y Ramón y Sara faltan.
A la vuelta la mujer muerta, espléndida, le recuerda a la hija los viajes del pasado. Sonrisas y lágrimas.