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16/04/2022

UCRANIA EN EL CORAZÓN. LAS COSAS DE LAS QUE SE ACUERDA UNO

Las cosas de las que uno se acuerda. Son por lo menos curiosas. Yo, que práctico el automaquillaje, es decir, salgo sin maquillarme de casa. Cuando me veo, si es que me miro, en el espejo del ascensor, descubro un careto que precisa, cuando menos, un retoque, aunque sea un pellizco en las mejillas. O comerme un chicle bazoka, como cuando éramos pequeños, o una piruleta de fresa, que me tiña los morretes. 

En el coche tengo recursos: mi kit de supervivencia consiste en un rímel que normalmente está un poquillo duro y no se ablanda por mucho agua que le eche y me ponga perdida, el agua solo consigue pegotes en mis pestañas; un pintalabios, un lápiz de ojos y set de “moreno”. Me lo aplico en el coche con la destreza de la experiencia, a pesar de la miopía que no me permite comprobar resultados, consigo no salir con cara de payaso. Entre paradas en los semáforos y por atascos varios voy rematando la faena, evitó badenes y sorpresas que estropeen el resultado. Si me ayuda algún alma caritativa que llevo de copiloto, pues me apoyo en ellos. El caso es que cada vez que entro en el coche y cada vez que practico el automaquillaje, que a veces consiste en una aplicación de alguna muestra de crema que me han regalado, recuerdo lo mismo. Yo nunca en la vida me había echado crema en la cara. Según el Vespas yo tenía cara de culo de bebé. Ahora sí llevo crema en el coche, y a veces algo más que muestras, crema de caviar de Mercadona, recomendada por una suegra solícita, estupenda y baratita (crema y suegra). Cada vez que entro y me acuerdo, aunque ya no sirva para mejorar ni evitar arrugas o manchas, me la aplico, y siempre, siempre, siempre me acuerdo de mi padre que me decía “ahora no cojas el coche” cuando ya muy malito me dejaba darle masajes en los pies embotados por su pobre corazón, y esa crema le calmaba. O sabía él que a mí me calmaba tocarle y poder hacer algo. Y en su generosidad, me dejaba creer que lo hacía. Como a mi hermana pequeña, que le pedía ayuda con las palabras escondidas de los crucigramas. Ella siempre sospechó que sabía las respuestas antes. Pero a ella le gustaba ayudarle. Me decía “ahora no cojas el coche que se te pueden resbalar las manos en el volante” Nunca le pregunté qué le había pasado, porque estoy segura de que alguna vez había tenido una mala experiencia. Y, como dice Marian Rojas que es una señora muy sabia (aunque es una chavala, en realidad), un pensamiento me lleva a otro y me pregunto ¿Quién inventó el volante? Pues creo que era un fenómeno, y probablemente pensó en ese asunto de que se le resbalan las manos al conductor y dispuso esos travesaños intermedios, que hacen que puedas conducir casi solo con los pulgares, y las manos por crema que te hayas echado, nunca resbalen lo bastante como para que el volante se te escape. De ahí paso a los inventos del hombre, de la humanidad. Se me ocurren montón de tonterías. ¿Que por qué el volante se llama “wheel” en inglés, porque es también rueda? Y por qué por qué se llama volante, como el fruncido de la falda. Pero "wheel" suena a "will", entonces me viene a la cabeza el testamento, la voluntad última. Y vuelve la turra. Y vuelve la melancolía.

Voy pensando en el coche mientras intento llegar a tiempo alguna cita que llego a olvidar por el camino. Voy distraída. Recuerdo que incluso he llegado a pasarme la salida para ir al trabajo: un día, que yendo a las torres de la Castellana, ya pasado Monte Carmelo me di cuenta de que no iba a Navacerrada, que era donde realmente estaba mi corazón. Era donde quería volver. Donde siempre quiero volver. Tuve que dar la vuelta en algún lugar extraño, y muy a mi pesar, primero por no ir a Navacerrada a darme un paseo por el río y segundo porque, para una vez que llegaba pronto no le podía contar a nadie que me había pasado la salida cuando llevaba 15 años yendo al mismo sitio a trabajar cinco días a la semana todas las semanas. No tenía  excusa.

Se me va la cabeza a pensar en vidas que ya son ajenas, y de ahí inmediatamente me pongo a llorar. Y es que yo soy muy de llorar, no soy enfadarme. 

Y las lágrimas me llevan a la guerra. Aparte de los datos y el relato de los acontecimientos y la inexorable destrucción que va asolando ciudades y vidas; veo en las imágenes la miseria de las relaciones humanas. Otra muestra de incapacidad de llegar a acuerdos. La estupidez del hombre y su afán de conquista y destrucción que desplazan al diálogo y a la felicidad. Me aturde la incomprensión. La guerra de Ucrania es un espejo en el que el hombre debería mirarse.  Porque cada acto, cada disparo, cada muerte, es responsabilidad de un hombre, que aprieta el gatillo, que da una orden. Cada violación, cada asalto es cometido por un ser humano llevado por una maldad que no nos es ajena. ¿Dónde están las palabras? ¿Cómo hemos llegado a esto? Se ha abierto una espita de maldad. Somos así, los humanos, destrozamos vidas, costumbres, amores, arrasamos con hambre y fuego valles y corazones donde las lágrimas quedan como único abono.

Pero yo me he acordado de mi padre. Otra vez. Que tenía un jefe ucraniano. Toda su vida. Un jefe al que admiró y quiso y fue su amigo. A su muerte, mi padre le sucedió. El resto del personal de la administración pensaba que el ucraniano, que no ruso, era un extraterrestre. En los años 60 nadie sabía exactamente dónde estaba Ucrania, en primer lugar porque no era un país como tal, sino parte de la Unión Soviética. En los juegos de geografía no te podían preguntar la capital de Ucrania, de Islandia sí, Reikiavik y de Madagascar, Tanarive, por cierto que ahora es Antananarivo. Ojo. En segundo lugar, por eso mismo, porque era parte de la Unión Soviética. Y en España poco se sabía entonces de la URSS. 

Un día tuvo que defenderle, mi padre, al bueno de Néstor. Llegó éste al despacho con la cara azul. El estupor de todo el departamento y del edificio completo no era mayor que la capacidad de encontrar una explicación plausible, imaginación al poder. Algunos pensaron que por fin al ucraniano se le había visto el plumero. Que era un extraterrestre de verdad. De la URSS se sabía lo del teléfono rojo, películas de espías, ¡mucho frío en Rusia! (se mezclaba Rusia con la URSS). Algo de un barbudo llamado Marx, un lio. Y algunos chistes, de la ensaladilla, los filetes rusos y los polvorones de la Estepa. Cuando además, los ucranianos vinieron huyendo de todo eso. Siendo chavales.

Nadie quería mirar al jefe, ni entrar en su despacho, una mezcla de miedo y respeto embriagó el ministerio esa mañana. Y a pesar de que mi padre también infundía si no temor, sí deferencia, fueron a él a quien acudieron los funcionarios para que pusiera fin a los rumores. Mi padre, de voz ronca y barbas pobladas entonces, con un humor que le sujetaba las entrañas, siempre fue valiente. Y bueno. Él sabía mantener el centro de carena en su sitio, no se tomaba nada excesivamente en serio, consciente de la transitoriedad de nuestra existencia. A ver si aprendemos.

Mi padre fue el que le dijo al jefe “¿te has mirado en el espejo Néstor?” Y él, que brindaba con un “esto sin vodka no se entiende” (en ucraniano) y que era un señor chiquitito pero matón; muy fuerte, como han demostrado ser sus compatriotas, se fue al cuarto de baño, se miró y se vio como un Pitufo, la cara y las manos azules. Muerto de risa. Llamó a su mujer para decirle que tirara las toallas que habían comprado en Portugal. Eran muy baratas, y tanto, Desteñían. Mi padre, igual que el Antonio, era capaz de no quedarse amarillo. Nadie se atrevía a comentarle al jefe el rumor que corría por los burladeros Más vale una vez rojo. Mi tío sí. Y es que ellos intentaron enseñarme a ponerme colorada y no quedarme amarilla. Pero me resisto.


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