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26/06/2019

LA THERMOMIX Y LA RUEDA


Paseando con un amigo un domingo soleado de mayo, me desveló sin dar importancia a la revelación, esta gran verdad: "La Thermomix es mejor invento que la rueda". Me parto. Quitó la tapa de los truenos, o de la cazuela. Los vientos de Pandora escaparon sin rumbo. Tal cual. Estaba hirviendo el agua y yo no lo veía. Así son las verdades absolutas. Incuestionables.

En cierto modo, yo, que soy una romántica, no puedo más que revolverme en lo más profundo ante este comentario sin intención, pero con carga de profundidad. Mi mente jacobina me impide disfrutar de las ventajas del invento, este espíritu sufridor del que no sé desapearme, hace que considere más valiosa una bechamel en sartén. Con el brazo aterido de darle a la cuchara de madera porque me he equivocado con la cantidad de harina y me voy a pasar haciendo croquetas tres días; he mandado a mi hijo mayor a por leche, sale despotricando, es domingo y hace frío; he acabado con las provisiones lácteas de la despensa. La ilusión que la comida ha producido en su pituitaria y una zalamería que no me es propia han ablandado al chaval con, el súper está tan cerca de casa que no le da tiempo a oír una canción a través de esos auriculares que forman parte de su oreja. Dentro de poco no se los va a poder quitar. No se da cuenta de que se le están incrustando en la piel. Igual que el bolsillo del vaquero tiene forma de Samsung. Gasta espuma de afeitar y móvil, pero necesita ayuda para encontrar la harina. Tiene narices. Curiosa etapa la adolescencia, periodo de tiempo de duración no acotada, entre el niño y el adulto que a veces ocupa la existencia entera.

Es la tercera vez que cambio de sartén. He empezado por una pequeñita, “total, es un poco de bechamel para las espinacas”, cambio a la mediana y ya voy por la paella, que no paellera. Puedo hacer espinacas, lasaña, croquetas, lástima de catering. Pasan por mi imaginación cansada todas las recetas olvidadas de la Simone, la Marquesa, y no me atrevo a pensar en el libro plastificado en espiral. Conecto dos fuegos en mi súper cocina de inducción. Todo está controlado, pero mi brazo ya no responde. Soy imbécil, con un ego que no me cabe dentro. Lo he vuelto a hacer. Mi Thermomix está llamándome desde el armario. Se revuele, la oigo “¡Cógeme!” Y yo, erre que erre; con sartén, que está más rica. Mentira. Es igual. Se me ha pegado. Tengo el fregadero lleno de cacharros, harina en el desagüe y en la nariz. El libro de recetas ladra en la estantería, baten sus páginas satinadas. Aletean. Un cubilete de harina, cuatro de leche, sal y pimienta, aceite o mantequilla y clavo facultativo. Allá tú.

Me contaba mi amigo que su hija mayor un día le hablaba de irse de casa. Charlaban entre la pena y la alegría. Por la separación, por el buen trabajo y la hija estupenda que tiene. En ese espacio cavilan sus lágrimas, cuando nota que la niña quiere decir algo. Él, continente, la imagina preocupada por el paso que va a dar. Contrario al de Amstrong. Un gran paso para ella, insignificante en el curso de la humanidad. Necesario e inapreciable. La entiende dubitativa, por si hay marcha atrás. Le asegura que siempre tendrá su cuarto, que esa siempre será su casa. Ella se calla, baja la mirada y luego lo enfrenta con esos ojos redondos que solo un hijo puede dibujar; entre el amor, la dependencia y la distancia. Toma aire, coge fuerzas y saca la sinceridad, ese lado práctico, egoísta, que permite al hijo al cabo, crecer y avanzar a pesar de sus padres “¿Y me podré llevar la Thermomix?”. Se rompe el hechizo. El cielo de Madrid, que es el más bello del mundo, el que es azul de verdad, el Azul Madrid podría tornarse Mordor. Nubarrones y tormentas. Mi amigo es sabio y le dijo: “esta se queda en casa, pero te compraré una cuando te vayas.” Menos mal. Fusión en abrazo y alguna lágrima furtiva. Padre e hija..

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