Claudia es una veinteañera que ha conseguido una beca de investigación en un renombrado instituto y está pasando una temporada en un pueblo perdido de Francia. Esta a punto de volver a casa por Navidad.
A pesar de que todo parecía fruto de la casualidad y la mala fortuna, resulta que va a ser verdad eso de que por algo ocurren las cosas.
El vuelo de vuelta de Claudia salía de París el día 24, Nochebuena, por la mañana. El plan era llegar en tren el 23 a la ciudad del Sena, la de los puentes; cenar con los primos, dormir en su casa. "Hace tanto que no nos vemos". Volver a casa el 24, cual tableta de 1880, el turrón mas caro del mundo.
Recibió un mensaje en el correo electrónico el día 20 de diciembre por la mañana.
La entrega y presentación de los resultados de su investigación durante el semestre, estaban previstas para el 21 a las 9:30. Un tribunal especializado haría las preguntas: abiertas, sin límite de número. Una horita corta, esperaba Claudia, más cercano a un parto que a una lectura de tesis le parecía el momento. Cuando acabara, prepararía el equipaje con tranquilidad. Luego tenía tiempo para comprar regalos y algún detalle para los primos parisinos. El mensaje era escueto. "Su vuelo ha sido cancelado " ¿Perdona? Claudia es muy dispuesta, no pierde un segundo: llama a la compañía aérea para pedir explicaciones. Que hay huelga, la invitan a elegir fecha de vuelta de modo gratuito, a partir del 26, que acaban las reivindicaciones. ¿Perdona? La teleoperadora es una infiel. Con perdón. No tiene noción (o sí) de lo que significa ni el 24/12 ni el 25/12, ella trabaja los domingos y fiestas de guardar. Esos días no tiene competencia. Puede pedir el doble del salario habitual, que se lo van a dar, y encima parece que se está sacrificando. Nada más lejos. Claudia cuelga el teléfono sin ganas de discutir.
Sin entrar en detalles y para hacerlo corto, consigue Claudia con eficacia cambiar el billete para su día H. Le queda claro que no se puede planificar nada. Ni regalos, ni laundry, ni visita sorpresa a los parientes, ni nada de nada. Mejor. La estancia en el extranjero estaba siendo una experiencia tan maravillosa como agotadora. Vivir sin mochila tiene grandes ventajas y también algunas pegas.
El caso es que defendió su trabajo, bien, resuelta y ágil, a pesar de las trabas del idioma. Voló con su bici alquilada hasta llegar a su casa, de piedra, con flores en los balcones. Ni regalos ni regalas. Ahí estaba Claudia: empantanada con su maleta, tratando de cerrarla cuando oye golpes en la puerta. ¿Quién podía ser? El chico más guapo del pueblo. El taxista. Y ella con un moñete en lo alto, hecho con un lápiz, no encuentra las gomas. La cara lavada y vestida de batalla, con sus mejores galas: calcetines gordos a falta de zapatillas, sudadera gigante, pantalones de pijama de corazoncitos. Abre la puerta y ahí está, su taxista, su compañero de trabajo, con el que el trato que tiene no va más allá del hola y el adiós; que a ella le ponen nerviosa y le dan energía para pasar un día de tedio con la sonrisa puesta. Ahí está, oliendo a fresco, el pelo mojado, despeinado, la mirada limpia, verde. Tiene algo en la mano. Claudia ha entrado en parálisis, que no permanente. No oye lo que él dice, como si hubiera estallado una bomba y sus tímpanos se hubieran colapsado. Pero él parece no ver su desastre, la mira dentro, como si tuviera rayos equis en los ojos. Y dentro Claudia sonríe, como siempre que le ve. Extiende el brazo y le hace sostener el paquetito que lleva, sus manos se rozan por un instante. Un calambre le recorre entera. Ve literalmente la electricidad entre los dos. El rayo. Tiene una visión en ese momento, su taxista favorito se arrodilla y le pide matrimonio. Tal cual, con las dos manos le ofrece un anillo en una cajita, hincada una rodilla en la baldosa y su ancha mirada iluminando el camino hacia una isla desierta con palmeras y playas kilométricas. Tal cual. Ni vuelta a casa por Navidad ni turrón ni qué ocho cuartos.
La caja no es una caja, es un "mandao". Pero la alegría y el nervio no se lo quita nadie. Tras un intercambio de sonrisas grandes, de película muda, se ha ido. Sin más. Otra oportunidad perdida con el belga de sus sueños. ¿Qué pensará de mí? se pregunta Claudia, que soy idiota.
Termina de recoger y trota a la estación, sube al tren, vigila su maleta. De la estación al aeropuerto. Hace una escala, por la huelga se han eliminado los vuelos directos. Tarda en llegar a casa más que si viniera del mismísimo reino del marsupial, como Amalia, sin exagerar. Por fin, después haber hecho uso de casi todos los medios de transporte conocidos, llega. Luces de colores, olor a bienvenida, calor.
Lo mejor del viaje ha sido la compañía. Claudia se ha sentado en el avión donde le ha tocado, sin elegir, sin mirar. Una señora mayor ocupaba el asiento de al lado. Era su abuela, la siente, que murió hace unos años. Era ella. La ha mirado cándida, la abuela, la señora. Claudia de pronto se ha dado cuenta de que no había comido en todo el día, se mira las manos, las tiene blancas, sabe que va a perder el conocimiento. Entonces la abuela saca de su bolsa de Pandora una chocolatina. "No gracias". Pero ella insiste. Claudia acepta. Se siente mucho mejor. Charlan. La abuela va a visitar a sus hijos, que ya le han dado nietos. Lleva regalos con la inseguridad que a veces dan los parientes políticos y la paz de aporta la edad. La abuela reacciona tarde ante los avisos, vete tú a saber si son los años, o es que siempre ha sido así. Es la última en ponerse el cinturón, se levanta al baño cuando no se puede. Las azafatas le han llamado la atención con gesto de hartura. ¡¿Cómo se atreven?! Piensa Claudia. Su abuela era igual. Pedía un café cuando ya les habían traído la cuenta en el restaurante, y media mesa estaba levantada. No era por ahorrárselo, era cuando le apetecía. Y el porque yo lo valgo lo llevaba tatuado y hasta sus últimas consecuencias. Las azafatas pasan un carrito enseñando productos sin IVA, colonias y relojes que casi nunca son los que a uno le encajan. El caso es que la abuela suelta un "señorita", cuando ya habían guardado todo, habían cambiado de atuendo y se disponían a prepararse para el aterrizaje. Se miran cómplices entre ellas y ponen cara todas de pocos amigos, "señora, haberlo dicho antes". Claudia es escorpio, y por sus venas fluye sangre de mar, fulmina con la mirada a las uniformadas señoritas. "por supuesto". La abuela se toma su tiempo, elije, no le funciona la tarjeta, se ha olvidado del número, "espera hija que lo tengo aquí apuntado". Claudia no quiere saber su nombre. Sabe que es su abuela, que la acompaña a casa. Por eso piensa en ella como la abuela, no porque sea mayor. Han pasado el viaje de charleta intermitente. Se han acompañado durante la escala porque compartían destino. Solo cuando se ha despedido de ella, y se ha levantado para bajar del avión, Claudia se ha dado cuenta de que en asiento de atrás viajaba su belga favorito. ¡Menos mal que no le ha contado nada de él a la abuela! Ha estado a punto. ¡Qué casualidad! Esa sonrisa otra vez, clara y ancha. No han parado de hablar esta vez, mañana nos vemos. Tras recoger el equipaje se han despedido.
Al día siguiente, la cena en casa, como siempre en Navidad, y cuando al abrir la puerta han aparecido ellos, la señora del avión y su marido: Claudia ha reconocido al abuelo también, que se fue antes que la abuela. Su abuela era una mujer entera. Y su abuelo. Se sienta a su lado y les cuenta su estancia en Normandía. Ellos escuchan fascinados. Nos tienes que presentar a ese chico. ¡Qué pícara!