Manterola, Javier. Javier Manterola Armisen. Profesor. Manti, apelativo con el que muchos de sus alumnos nos referíamos secretamente a él con todo cariño. Recuerdo el primer día de clase. Puentes I. 1990, entonces se podía fumar, no sólo en la Escuela, dentro de clase, también. Por supuesto Manterola fumaba y daba clase en un estado que nos parecía cercano al éxtasis. Nadie, ni siquiera el Vespas, llegaba tarde a clase, por temor a la mirada del maestro y a la posible ironía resumida en breve comentario. Había apuestas y pagos a los atentos estudiantes de la fila cero respecto al hecho cierto de que tenía los ojos cerrados mientras hablaba. Tal era su concentración, tal su pasión.
Ese primer día preguntó "¿alguno me puede decir qué es un puente?". Ahora no recuerdo si nos tuteaba. El silencio se podía tocar. No sé si fue la primera vez en esa larga carrera de obstáculos que supuso la carrera en la que se nos dio voz a los alumnos. Estábamos en 5º curso y ni el más listo, que no hizo el trabajo de Mecánica, por llevar media de 10, osó a responder. Se levantó un muro macizo de ignorancia entre la tarima donde Manterola hablaba y las sillas metálicas en las que los alumnos no nos atrevíamos a respirar.
Después de eso fueron muchas clases más. La losa ortótropa, los apoyos de neopreno, algún secreto o consejo para simplificar lo complicado. Pero, sobre todo transmitiendo pasión. Recuerdo que un día nos contó que estaba harto de no hablar bien inglés. Era una traba en los congresos, para hablar con colegas con fluidez. Se fue un verano, no sé si a Irlanda o a Inglaterra. Pero no con 20 años. No. Yo creo que tenía hijos. Desembarcó en un pueblo cualquiera, donde una pareja se convirtió en sus “padres” británicos.
Cuando acabé la carrera le pedí que fuera mi tutor y me aceptó. Porque él era así, generoso. Llegué a la calle Grijalba con mi bolso enorme lleno de apuntes e ideas hoy ya olvidadas. Llegué a la calle Grijalba emocionada y sin palabras. Me senté a una mesa y con mi bolso gigante tiré una maqueta. "Lo que no han hecho las riadas casi lo consigues en un momento ". Era una maqueta del puente del Ebro. A mí corazón, ya ajetreado, le faltaba hueco para el latido. No recuerdo sus recomendaciones. Dibujó, me preguntó sobre mi idea del puente. Me habló de otros ingenieros. Me habló de otros puentes. Muy digno el puente de Raimundo Fernández Villaverde que yo pretendía rehacer, con la osadía del incauto. Sus cimientos rozando las cúpulas de Torroja. Me venía grande hacer con él el proyecto. Me lo perdí. Me intimidaba de tal modo la presencia de Manterola, la sabiduría, la fuente de conocimiento, que no fui capaz de volver a ese chalecito donde Don Carlos tuvo su estudio. Recuerdo la luz filtrada por unas persianas vencidas. Recuerdo el ambiente acogedor, cálido, sabio.
Después coincidí con el profesor en un congreso en Segovia y como él era así, nos invitó a tomar algo en El Negresco. Estaba Arenas también. Y sus mujeres. Nosotros, una panda de chiquilicuatres ya ingenieros, si, pero solamente porque un papel lo ponía. Nos trataron como colegas, hablando como si les entendieramos, sin darse importancia.
Me impresionó muchísimo el discurso que escribió, o dictó, casi ciego, cuando hace unos días le homenajearon e hicieron Colegiado de Honor. Cuando su hijo terminó de leer sus palabras, que el no pudo dar, por motivos evidentes, llegó un punto en que le cogió del antebrazo, como solo quien bien te quiere puede hacerlo. Con firmeza, con cariño. "Ahora sigo yo" y lo que él quería era dar las gracias personalmente, agradecer. Fue tan bonito, tan noble. No ha pasado ni un mes desde ese momento hasta su muerte. Se estaba despidiendo. A pesar de su aspecto frágil, su voz, su entonación, sus palabras eran las mismas que aquel primer día de clase. Un toque de alegría, una sonrisa, porque se ha dedicado a hacer puentes, que es lo que quería. Fue todo agradecimiento y humildad. Agradeció a su padre, a su familia. Habló de la suerte de tener a Lolacha, su mujer. Que siempre le ha acompañado. En los viajes, me lo imagino parando a escuchar la música de los tirantes. Bajando a inspeccionar un pilar. A tocar el latido de un tablero. Agradeció a Leonardo, su compañero, a cada una de las personas con las que ha trabajado. Dio gracias a la vida, al cabo. Dar las gracias es de lo mejor que se puede hacer y la manera más bella de decir adiós.
Introduzco aquí una anécdota prestada que es más ejemplo de lo mismo. Un compañero, de primer apellido Armisen, me contó que siempre le decían que si era sobrino suyo, de Manterola, por la coincidencia de apellidos. Cuando le conoció, mi amigo se lo comentó a Manterola, y él le dijo que estaba seguro de que algún día le pasaría lo propio a él. Eso no ocurrió. Pero así era. Otra historia que refleja igual la humildad del profesor me la cuenta un amigo:
El puente del que le tocó hacer el proyecto fin de carrera era de Manterola, sobre la carretera de Colmenar, enfrente de La Paz. Mi amigo le pidió si tenía alguna información que me pudiera ayudar. Le respondió que seguro que lo que él proyectara iba a ser mejor que el suyo. Así era, especial.
Gracias a ti, profesor. Y volvemos al principio, porque los puentes, se definan como se definan, tienen la utilidad de salvar obstáculos. Y el reto al que tu te enfrentaste, desde el Puente Ingeniero Fernandez Casado, el Ebro, la Pepa, con valentía y reflexión lo salvaste con elegancia y humildad. Tu sí que fuiste puente, profesor. Gracias.