Que ya tiene ochenta y tantos, y lucha, como su madre,
por seguir lozana, mientras van cayendo, a su alrededor, sus coetáneos.
"Es que era muy mayor", dice, de alguien que se ha ido, de su quinta.
"Estaba fatal". Si se entera de que la llamo Charito me mata. Porque
Charito la llamaba mi tío Antonio, su santo, a veces. Cuando se ponía serio. O
para tomarla el pelo. Como mi padre, que a mi madre la llamaba Sarita. Igual.
En momentos especiales. Cuando tocaba techo. Que cada uno lo entienda como
quiera. Los amigos, más amigos, de broma, también la llaman Charito.
Son instituciones las hermanas. Que son cuatro. A cada
cual más intensa. Ana es la diferencia. La pequeña. La que se llevó montones de
achuchones y estuvo más solita en la infancia. Don Luis murió joven, siendo ya muy
mayor. Un padre de pelo blanco. Serio y fumador, como debe ser. "Sofi,
fúmate pitillo", le decía a su mujer, abogada desde el 36 (1936). Era
moderna. Él más, que pidió su mano, la enamoró y fue su compañero desde ese día
hasta el final, cuando la tos y los pulmones tiznaron su voz y su tez. Sofía,
una guapa segoviana que hacía girar los cuellos en la calle Real. Don Luis,
médico de pueblo, sabio y discreto, al lado de la mujer que se cortó la trenza
el día de su boda. Don Luis, médico en un tren, curando heridas de bala y otras
lindeces. Sara y Charo en un carromato tirado por caballos, ellas levantaban un
palmo del suelo. Sara, la mayor por un año y un poco, tendría cinco entonces.
Iban a ver a los padres, a Ponferrada. Acababa de nacer Marisa, la tercera.
Marisa es la que más manda, tan callada, decía Antonio. Y era verdad. Lo sigue
siendo. Después vino Luis hijo, de caída fácil, en la línea del riesgo, y por
fin Ana. Y una niña en medio que murió cuando aún no sabía andar, pobrecita,
llena de luz. Ninguna con oído para la música, mas con un arte infinito para el
desafine, casadas todas con virtuosos de las melodías. Marisa ha acabado en un
coro, ¡si tendrá mando en plaza! Le dicen que cante bajito. Ella sonríe.
Siempre sonríe, y se sale con la suya.
Charito se casó la primera, aunque era la segunda, con
su novio de toda la vida. Es lo único en lo que accedió Don Luis a que una
hermana hiciera antes de que lo pasara Sara, la mayor. Enviudó también con
medalla, antes que ninguna, antes de jubilarse. Luego enviudó Sara. La más
dura, la mejor. La más interesante, la más guapa. La primera. Es que es mi
madre. La que sin duda disfrutaba de la menor dotación de continencia en la
palabra. ¡Y todo lo que se callaba!, según ella. El caso es que, "si Sara
no se saca el carné de conducir, no se lo saca nadie". Y así fue. Ya
casadas empezaron a conducir las hermanas. Que, "si Sarita no aprueba todo
en primero de medicina, no estudian las niñas". Sarita aprobó, salió del
primer colegio mayor, de monjas, donde conoció a Maria Luisa, aire salado
marbellí, que la invitó a conocer el mar siendo ya mayor de edad. Eligió la
Residencia de Señoritas, con olor a Lorca y a Dalí. En los asientos de la
biblioteca hundidos por la huella de la Generación del 27, largas
conversaciones, poesía y propósitos. Mari Carmen, amiga madrileña, alegría y
aire en estado puro, la llevó de la mano. Allí conocieron a Maripi Peña, a las
Manrique, Ana y Mª Jesus, Ana Sastre, a María Gabaldón, las Casinello, Jimena, Alicia
de la Riva, Herminia, Blanca Yagüe, Elena Aperte, Carmen Gauguer, y muchas más, todas mujeres
de bandera.
La Sastre, un día que había quedado con el amor de su
vida y le esperaba en el jardín. En eso llegó el novio de otra residente, que
la pidió un consejo. Salió con él a dar un paseo, mientras la amiga se
preparaba. La directora informó al novio de Ana, cuando éste llegó, de que Ana
se había ido con un amigo. El chico se dio la vuelta y se fue. Ana nunca se
casó, hizo sus votos y se dedicó a Dios y sus asuntos. Charo y Sara pidieron a
Don Luis y a la abuela que por favor las separaran. Compartían habitación, se
querían como las hermanas que eran, pero mejor cada una en un cuarto. Tan
distintas, con tanto en común, tan
iguales, tan únicas.
La calle Fortuny llena de candidatos, de amigos,
esperando a las chavalas de falda a media pierna, de provincias, cogidas del
brazo, andando rápido en invierno con las cabezas juntas. Antonio, Ramón,
Felipe, Bartolo, Pepe, Santiago, Rodolfo, Manolo, Agustín, Jose Antonio, con
sus mejores galas llegaban al barrio de Almagro, a proponer planes y promesas a
las chavalas más modernas de Madrid. Ellas compraban el tabaco por pitillos, al
dueño del kiosco de la esquina de Martínez Campos con Miguel Angel, desde la
ventana de María. Gastaban suela con los amigos, participaban en obras de
teatro, hablaban y fumaban. Y estudiaban como brutas. A la facultad llegaban en
tranvía, el pe-pe.
Terminó esa etapa, pasaron unos años, llegaron los
hijos, y Charo y Antonio se compraron una casa cerca de la playa. Una casa que
disfrutaban los hijos de Charo y las hijas de Sara, y la familia entera.
Ubicada en una ladera verde de la costa levantina. Cada verano había una
novedad: Un botijo nuevo, las buganvillas renovadas, la desaparición de los
geranios. Sustituidos por hibiscus. Mucho más elegantes. El fin del patinillo
que se inundaba en septiembre con lo que ahora se llaman danas, antes, gotas
frías; y su conversión en fabuloso patio cubierto, punto de encuentro para el
desayuno. Una habitación más, un recrecido por aquí, otro por allá. Otro cuarto
de baño. Muebles de hogar en una casa de verano. Nada de retales, cómodas de
caoba y alfombras, sofás y teléfono fijo. Un refugio. Horarios establecidos
para las comidas y aperitivos, laxo rigor en las llegadas nocturnas, cercanas
al amanecer en ocasiones.
Cuando llegó a su configuración final temporal, no sé
si antes o después de hacer la piscina, punto de inflexión casi obligado tras
la desaparición del Club; en ese momento o en otro, Charito fue de compras con
una amiga, o salió al vivero, o a tomar un gin tonic a casa de los Bourne, de
vuelta de un paseo con Paulina, cualquier cosa; pasó por una tienda de muebles
y la amiga en cuestión la convenció para que comprara una alacena. Cuando llegó
a casa, no Charo, si no la adquisición, se dio cuenta, Charo, de que el color,
de la alacena, no era el que esperaba. Ni corta ni perezosa pintó la casa
entera para que armonizara con la novedad. De verde pistacho acabaron ventanas
y contraventanas, rodapié, puertas. Incluso los faroles que pintó Carlos un
verano.
Charito poco a poco cogió afición al hospital, siendo
su padre y su hermana médicos. Desde un incidente que se asoció a un partido de
tenis, y acabó con pelucas y pañuelos de seda y viajes al extranjero, hasta la
última galleta que se dio bajando las escaleras de la casa de la playa; ha
pasado por intervenciones varias. De una tardó en despertarse. Buena era su
hermana Sara, de vuelta y media puso al pobre residente que interpretó como un
coma su lento despertar de la anestesia. En tres años se ha roto dos codos
(porque no tenía más), le han puesto una rodilla biónica, se partió la nariz, y
luego la cadera. (Una caída tonta en aparcamiento del Corte inglés, un domingo
de una compra urgente) Ha tenido que aprender a andar a los 80, le han dado de
comer haciendo aviones, porque tenía los dos brazos escayolados. Le llamaban
croissant. Y lo parecía. ¿Qué diría mi tío? Que se ha enamorado de un celador.
Que le ha hecho ojitos y no sabe qué hacer para volver a la zona de batas
blancas.
Pero no está
Antonio. Y Charito a lo mejor se ha echado novio. Pero lo que seguro que hace,
es poner una barra en las escaleras que tan ágilmente bajaba. Lo que me temo es
la consecuencia que esa barra puede tener en el conjunto de la vivienda
familiar. Esa que empezó siendo un chalecito en cuya parte de atrás, ajena a
las miradas, tomaban el sol a cuerpo mis tíos; ahora tiene cuatro fantásticos
dormitorios, dos en suite, un apartamento, valla para que no se escape Vira, la
galga de Tania, hamaca, piscina en la que se usan toallas iguales, como en un
spa, una naya fantástica que dista mucho de ser un porche, y hasta dispone de
una barbacoa, muy en contra de su voluntad.
En fin. La instalación de la barra, dependiendo del
tipo que sea, del color, la textura, el estilo, puede o no desembocar en una
nueva modificación de la casa entera. Que de cómoda es comodísima. Pero nunca
dejes de confiar en la imaginación de Charito para hacer un cambio en esa casa
de la cuesta. Cualquier detalle puede alterar el equilibrio y hacer
imprescindible una renovación inmediata y general, que ni los años ni las
heridas, ni la pereza pueden vencer a la voluntad férrea de Charito. Ya
veremos. ¡Cuánto siento que Sara, Sarita, madre, mi madre, mamá, no sea testigo
de la novedad!
Además de Charito te llamaban algunos cuando profe del
Liceo, la Troska de Loewe. No hace falta explicar más. Pero cuando te lo
conté, con tu impecable humor Rodríguez,
me soltaste. ¿De Loewe? ¡Qué bobada! Yo no visto de Loewe, si acaso de Armani
tengo algún pantalón. Genio y figura.