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02/09/2019

JUGAR EN LA CALLE


Lo de jugar en la calle es un mito. Está sobrevalorado. Ahora resulta que todo el mundo, en su infancia, ha jugado en la calle. Y sin zapatos. “Enguarrinao”. Y era maravilloso. Vamos a ver. Ni tanto ni tan calvo. Había límites: los naturales, se va el sol, hace frío. Si llego más tarde no ceno. La vida misma. Te quedabas sin frenos en la bicicleta y te estampabas. O te dolían las rodillas de tanto caerte. El tema de cualquiera tiempo pasado fue siempre mejor tiene su gracia. Nos pasa a todos. O no. La invasión de la nostalgia tiñe de alegría recuerdos de situaciones que en realidad muchas veces eran puro tedio o angustia. Pero es lo que tiene la memoria, que maneja el pasado a voluntad. Y cada uno tiene derecho a vivir su pasado como le dé la gana. Y a redecorarlo como se le antoja. Ese es un grado de libertad que no te pueden quitar, cómo lo viviste. También hay quien disfraza de cielo el infierno de su pasado. Cada uno hace lo que puede. Y si la memoria te anima a mejorar tu historia: Ole tú. Porque los hay que las alegrías del pasado las tiñen de negro. Allá.

Pero lo de jugar en la calle es una exageración. A las canicas, balón prisionero, chapas, churro, clavo, jugábamos en el patio del colegio, o en el parque de al lado de casa, vigilados por adultos. ¿Pero en la acera? ¿Qué me estás contando? Con la que te caía encima si te veían sentado en el suelo. Otra cosa era la arena. Misterios, pero la tierra valía para sentarse. Por cierto; que el mérito lo tienen aquellos adultos con temple de acero y maravillosos que nos permitían, a pesar de su propia preocupación,  desarrollar nuestra imaginación con juegos tan peligrosos como los citados, para canalizar venganzas o pasiones, amores imposibles o búsqueda incansable de los límites. Cualquiera se podía haber roto la espalda en el churro media manga “mangotera”. Para ganar había una estrategia, y era que el más gordo se tiraba a la chepa del enclenque del grupo. O se amontonaba el equipo sobre el frágil. Guiados por las señales de la “madre”, que hacía con los dedos. Ahí estaban profesores y directores, fumando mientras nos vigilaban. Atentos a la evolución de la inquina o las maquinaciones de los más atrevidos de cada curso. El clavo, juego que convirtió los saltitos discretos que las chicas hacíamos cuando llovía en el barro marcando una T (o sobre el suelo con una tiza) y recogiendo una piedra; transformó esa ingenuidad en un deporte de riesgo, que consistía en lanzar un destornillador al suelo e ir ganando territorio. La guerra. Sí, llevaban los chicos un destornillador en la mochila. No había detector de metales a las entradas de los colegios. Por otro lado, un compás podría ser un arma en según qué manos. Y era legal. Balón prisionero habrá dejado sin sentido a más de uno. Por no hablar del látigo, que la gracia era volar y estamparse. Eso no se puede idealizar mucho más. Era así. Pero no estábamos en la calle. Tipo abrir la puerta y sentados en el negro, donde se aplastan las colillas. Yo es que cuando oigo lo de jugar en la calle veo imágenes en blanco y negro y niños con gorra huyendo por el ruido de las bombas en la guerra mundial. Fumando sin haber crecido, y ya nunca crecieron. En un paisaje sin adultos. Ni en las ciudades pequeñas, ni en los pueblos. No nos echaban a la calle y ahí nos dejaban. Íbamos de una casa a otra a buscarnos, eso sí, bocadillo en ristre. Y si estábamos en el campo, investigábamos, subíamos a los árboles, bajábamos al río, temíamos la tormenta, nos partíamos de risa si nos pillaba, o de miedo si los truenos estaban cerca de los rayos; pero no nos pasábamos el día en la calle. Es cierto que estábamos al aire, yendo de un lado a otro. Nos sentíamos libres y salvajes por las dimensiones del entorno. Nos creíamos aventureros y estábamos a 100m de casa. Sí, nos metíamos en una cueva, subíamos a una montaña. La escala es lo importante. Los adultos estaban ahí. No existía el control que hay ahora porque el egoísmo se ha adueñado de la paternidad. Y un padre prefiere que un niño se aburra como una mona delante de una máquina, pero él pueda estar tranquilo y hacer su vida. Porque dejar que el chaval fuera al río implica que, si a la hora pactada no ha llegado, es que ha pasado algo. Y hay que ir a por él. Esa angustia paterna se calma teniendo al niño atado a la pata de la mesa. Y el padre, y la madre, realizándose. Porque de eso se trata. Nos extraña el egoísmo de nuestros hijos. Es lo que han visto. El yo de sus padres. El control no es otra cosa hoy que la comodidad. Es acotar el peligro por el propio confort del adulto. Sin dejar que el niño se enfrente con los límites que le marca el padre desde la distancia, le otorga la confianza y se va enfrentando a ellos alejándose poco a poco. Le mira y sigue. Se da la vuelta, el padre sonríe. Tu puedes. En casa, delante de la tele, eso no ocurre, pero tampoco hay peligro. Es muy tranquilizador. Pero el niño no crece igual y su burbuja es la de la tranquilidad del padre. Somos los padres los que tenemos toda la culpa. No nos extrañemos de que no valoren las cosas importantes. No les hemos dejado descubrirlas. Es una suerte que sobrevivan a nuestra paranoia mezcla de egoísmo y de miedo, condensada en comodidad.


Pero no nos echaban a la calle los padres, sin control, no; diferenciaban adulto y niño. Soportaban la tensión de la cuerda de la independencia con la madurez que corresponde a un adulto. Otro post para el uso del teléfono como prolongación del cordón umbilical.

6 comentarios:

  1. Muy gráfico, conmovedor y, en lo último, más razón que un santo.
    Da gusto leerte!!!!!

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  2. Me ha encantado. Verdad, verdad. Gracias por escribir tan bien y compartirlo.

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  3. Me encanta tu punto de vista, muy certero y compartido

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