Desayunar un café en
vaso de papel con tapa de plástico en el camino al trabajo y luego un estupendo
donut glasé comprado en un puesto callejero es lo más anti familiar que
conozco. Es comer mientras tanto. A mí eso no me gusta. Como no me gusta comer
en el trabajo a la que termino un informe. Un sándwich (de máquina) de
contenido confuso. Si hay que hacerlo, se hace, pero eso no es comer para mí. Es
comer mientras tanto. Zampar conduciendo una hamburguesa comprada en el camino,
desde el coche, no me gusta. Te pones perdido, además. Y queda un olor que te traiciona, pegado a la tapicería. Pero lo más importante
es que no lo disfruto. Esa gente que se compra una palmera de chocolate gigante
y se la va engullendo por la calle antes de llegar a casa. Con la ansiedad en el gesto. O sintiéndose culpable. Devorando. Espérate hombre, compra
unas cuantas y haz una merendola cuando llegues. Seguro que alegras la tarde a
tu gente, o provocas. Mamá, papá estoy a
régimen, siempre haces esto. O. ¿no
había torteles? No te lo tomes a mal, aprovecha. Las voces y la charla siempre son buenas, a la postre. El silencio de la soledad y la comida individual es el principio del fin.
La comida es un
proceso que empieza mucho antes del acto en sí de comer. Está la planificación,
el cambio. Pensar en el otro, los otros, lo que les gusta, el equilibrio. Variar cada día. Hoy comemos comida rusa (ensaladilla y filetes). Anuncio mañanero. Abres
la nevera y te encuentras con un mogollón que te invita a cambiar de opinión. Dudas entre la expectativa creada y la conveniencia. Se
enfada tu gente, por el cambio, o lo aplauden. Previo a la comida es la compra.
El disfrute de elegir entre un pescado y otro, mirándole a los ojos. Los ingredientes olvidados. Vuelta a salir. Y el
tiempo empleado en preparar. Cocinar es un acto de amor, alquimia y química, pasión
y educación. No solo los días especiales. Especialmente todos los días.
Después viene poner la
mesa. Quien colabora, obligado o voluntario, quien remolonea. Una jarra, elegir
la vajilla y los cubiertos. Este cuchillo no corta. Mantel y servilletas, de
tela, por favor. Cubiertos de servir. Y agua. Y vino. Mi padre siempre ponía
dos platos, uno hondo, y cuchara. Pero
padre si no hay sopa. Él decía, por
si acaso. No perdía la esperanza. En casa de los abuelos cada día se cenaba
sopa. De fideos, de letras, de estrellas, de pescado, de cocido, o de según. Quizá
alguna noche se hizo trampas, con tropezones y Avecrem. Siempre con pan. Un
poquito. Una mesa bonita al abrir la puerta y el olor que dispara tus recuerdos
intentando adivinar de qué se trata. O sabiéndolo. Eso une. Abraza.
Cocinar hace hogar, me
dijeron. Y es verdad. La recompensa es comer y compartir mesa, para el
desayuno, la comida, la cena, es familia. Esperar al otro a que llegue. Con su alegría o sus problemas. Comentar
el día y sus avatares o callar. Disfrutar de la mesa, prueba esto. ¡Qué rico! Te ha salido mejor que nunca. Repetir, no probar bocado porque tienes un nudo en el estómago. Ponerse morado, rebañar. Me gusta. Comer con la tele puesta es igual que
comer solo. Solo vale si interrumpes todo el rato al locutor, si de telediario
se trata, para comentar. Entonces es ver las noticias para charlar. Eso mola. Porque
comer es hablar, discutir, compartir. Son votos que se hacen en la vida. Comer
es reírse y llorar a veces y educar. Esa
boca, los codos fuera de la mesa. Espera a que todos se sirvan. Regañar, alabar,
ordenar, colaborar, aprender. Comer juntos no es llenar la barriga como el
depósito. Es vivir y es querer y es crecer juntos.
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