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20/09/2020

EL PEINADO DE SOLTERA

El asunto de peinarse es de suma importancia. No es baladí. Mientras no lo es. No sé si se me entiende. Parece que el resultado viene de fábrica, que salimos a la calle estupendos, pero no. Cuando no se convive, él admira la melena de ella, su pelo liso, o sus magníficos rizos, sus ondas, rubias o morenas. Él adora la nuca desnuda que asoma porque lleva el pelo cortado a lo garzón. No sabe lo que hay detrás. Que si las mechas, que si el tinte, que si me pongo rulos, o me lo plancho. Porque hay una época de no aceptación y rebeldía en la que una quiere ser de otra manera, y no se ocupa de encontrar quién es de verdad y sacar lo mejor de sí misma. Envidia el pelo liso de su hermana y ella sus rizos. La duración de esta etapa, de autoestima baldía, es variable, de cero a para siempre.

Mi abuela, una belleza castellana con alta consideración de sí misma; tenía el cabello negro cual modelo del mismísimo Julio Romero de Torres. Lucía lozana moño bajo cordobés al otro lado de la Sierra de Guadarrama, donde el campo huele a cerdo, decía. El día que se casó se cortó la ilustre cabellera. Sin más. Tenía muchas cosas que hacer, además, ella no sabía hacerse el peinado con el que paseaba enhebrada a mi abuelo, calle Real arriba, calle Real abajo. Él era su mejor mitad, como decía Delibes de su mujer. Me pregunto lo que pensaría ese enamorado esposo al ver a la bella y joven Sofía despojada de su mata negra y brillante. Yo, como nieta, puedo asegurar que murió cerca de los 90 años, con un cabello que entreveraba canas, grisáceo, sin tintes, duro como ella lo fue.

Otra abuela que no fue mía, pero la quería como si lo hubiera sido, cada semana, hasta el final de su vida, iba a la peluquería. Los últimos tiempos la peluquera iba a peinarla a casa. Jamás se peinó sola. Ni falta que le hizo. Genio y figura. Solo la pandemia hizo enarbolar el secador a una amiga que escribió entre las capitulaciones matrimoniales acudir semanalmente a la peluquería, pues ella no era capaz de domar su melena. El recurso de ahorrar para que te peinen es bueno una vez asumida la propia incapacidad. Porque lo que a los 18 años es un gracioso despeinado, a los 50 se convierte en que parece que vas camino a pedir limosna en la Milagrosa. La pinta de chiflada se hace enorme con los años, cada vez más. Como dicen ahora, la curva no se dobla, al revés, es asintótica.

Recuerdo a mi padre diciendo que me peinara. Él que sólo nos recitaba lo de Maria Manuela: ¿me escuchas? Yo de vestidos no entiendo, pero ¿de veras te gusta ese que te estás poniendo? tan corta tan transparente que como salgas a la calle te vas a morir de frío. Sabíamos que nos insinuaba una falda más larga, un pantalón con menos rotos, o que no dejáramos asomar el ombligo. Era exquisito y delicado en sus críticas con el vestir, con mi madre también; siempre sabía cómo conseguir que nos cambiáramos de ropa. Con el pelo era insistente e inflexible. ¿Te has peinado? Cada vez que me decía eso, me venía a la imaginación la casa de mi otra abuela, que frotaba su cabello de Hada Fatina con un cepillo de plata y suaves púas, cien veces antes de acostarse. Frente al tocador. Cuando te peinaba, lo hacía con colonia, después de haberte colocado un peinador rosa con cenefas blancas atado al cuello con una lazada perfecta. Salías del baño oliendo a Álvarez Gómez, la raya perfecta, el cabello ligeramente mojado y los surcos de las marcas del peine. Yo, que un día decidí por unanimidad que tenía el pelo rizado, cuando en realidad era fosco, me resistía al consejo paterno. Le contestaba “pues claro que me he peinado”. “No se nota”. “Es que es así, papá”. No era así. Así era la pereza, la confusión, esa edad extraña, esa idea absurda de querer parecer que no nos cuidábamos. Como si las guapas no pudieran ser listas, o las feas necesariamente fueran inteligentes. Cuando el descuido, en realidad, requiere la misma dedicación que el cuidado. Es una rebeldía absurda, una autolesión. “Me he puesto la goma de los espárragos” dice la estupenda, para hacerse la coleta. Te la habrás puesto, pero antes te lo has currado, maja. Y no pasa nada. ¡Cuánta razón tenía mi padre! El pelo peinado es cómo ir limpio y bien vestido. Es un must, que dirían ahora los dos tallas menos. Lo contrario indica pereza y dejadez, falta de consideración con los demás. Si no sabes peinarte, haz como Doña Sofía, córtate la melena. Y no te avergüences de cuidarte. ¡Ole tú! Se es guapo por dentro, pero por fuera es una cuestión de respeto al otro y a ti mismo. Porque lo de ser feo por dentro, eso sí que no tiene arreglo.


2 comentarios:

  1. Totalmente de acuerdo. Se puede ir sin maquillaje pero nunca sin el pelo en orden de revista.

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