La bechamel es uno de esos placeres de la vida. Cómo se podía vivir sin ella es uno de los misterios de la misma. Si no te gusta la bechamel, allá tú. Es como si no te gusta el queso. No presumas de ello, es mi único consejo.
Un día de esos de verdura, cocinas una birria de espinacas. Te salen fatal. Les has puesto unas pasas, sus piñones, que cuestan un "congo", pero no le sacas la gracia. Venga. Le añades una bechamel con un poco de parmesano y la cosa cambia. No un poco. Se enciende la luz. Cubiertos de plata, mantel de hilo. Vamos a brindar. ¿Qué has hecho una carne picada que está más sosa que la comida del hospital?, dale alegría a tu cuerpo Macarena. ¡Ay Macarena! Una bechamel la metamorfosea y la torna en plato de fiesta. Saca un vinito y lo celebramos. Por los viejos tiempos. Por el amor, que el alma llena. Un mejillón puede ser una birria, a no ser que provenga de las mismas rías, o de la sección de encurtidos de un puesto del mercado de la Paz o del de Chamartín. Acabáramos. Viva el "fondo norte". Pero ese mejillón tamaño normal del Mercadona que no te dice nada aunque lleves "sonotone", tu lo embadurnas, lo haces croqueta, rodeado de su bechamel, lo rebozas con caparazón y todo y una pasada por la freidora y ya lo poco puedes incluir en la carta, tigre.
En mi casa la bechamel pacientemente cocinada por mi madre,
que nunca ha tenido el mínimo interés por las proporciones en ningún aspecto de
su vida, y menos en la cocina, pero le sale exquisita, se guardaba en la nevera
para hacer croquetas al día siguiente. La cantidad era variable, ¡ay que he
echado mucha harina! y a alguna nos tocaba bajar a por leche. No existía más
receta que el ojo de buen Cubero de mi madre. Y su capacidad analítica para
saber cuando la mezcla era perfecta. Una vez guardada en la nevera era más que
posible que llegara mermada al día siguiente. Mi hermana segunda, la del medio, se la zampaba a cucharadas.
Así, la doctora, decidió con disimulo y sensibilidad hacer un pírex especial
para ella, que devoraba también a escondidas, pero con menos presión. El objeto
era que le llegara alguna croqueta a mi
padre, espíritu de la golosina y caballero castellano en toda su extensión,
pero fan de la comida que no deja huella y esconde al glotón. Lo bueno de las
croquetas es que no tienen espinas, ni cáscaras, así nadie sabe cuantas te has
comido.
Mucho se habla de los platos gourmet, que sí, muy ricos. Pero
¿Qué sería del hombre, genérico, sin las patatas fritas y la bechamel? Esa
bechamel que convierte un mísero filete de pollo en Pechuga Villarroy. Me han
recordado hoy los huevos encapotados, ojito que coge lo mejor de la croqueta y
del huevo frito. También recuerdo huevos cocidos con bechamel, la versión
veraniega y rapidilla era hacerlos rellenos y con mayonesa. Nada que ver.
¿Que engorda? ¡Nos ha jodido mayo con las amapolas! ¡Claro
que engorda!. Es como si se pides al torrezno que no engorde. Son lo que se
conoce como sucesos incompatibles. Si tomarte tres whiskies no te pasa factura,
o tienes 18 años o mucho entrenamiento. Que todo hace. En el mundo de Yuppie
puede ser que ocurra pero en esta España mía esta españa nuestra, España camisa
blanca de mi esperanza, las cosas tienen su coste. Y aquí es donde vais a empezar a pagarlo. Con sudor. Y lágrimas y
sangre.
Vamos a tomarnos una lasaña calentita. Venga.
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