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12/01/2021

SOY LA NUEVA


Yo era la chica nueva en la oficina. ¡Tenemos chica nueva en la oficina! Mi padre lo llamaba despacho. Porque él iba al despacho. A veces me preguntaba si yo había ido al despacho, en vez de decirme si había ido a trabajar. Nunca he tenido despacho, ahora que lo pienso. Pero he aprendido mucho. El caso es que éramos varias chicas nuevas, y muchos chicos, y no tan chicos. Traje de chaqueta sin licencia ellos. Corbata bastante generalizada, manga larga en invierno y corta en verano. Mocasines. Las chicas un poco más libres en el vestir. Pero poco. La gente se cree que las oficinas son sitios superdivertidos, donde se habla muchísimo y se comparten experiencias. Y se hacen amistades. Algunos amigos nacen en el entorno de trabajo, y los que son, son muy buenos. Pero no es un lugar idílico donde se pasea y se pasa el tiempo. No.

El caso, que éramos unos cuantos, llegamos de sopetón. Nos colocaron donde pudieron y nos fueron presentando poco a poco. La verdad es que el desembarco no fue del todo bien recibido. No fue una bienvenida con serpentinas y confeti. Se detectaba el recelo en el aire. Tuvieron que hacernos hueco, antes y después de que llegáramos, esto es, previo a nuestra aparición anunciada, hubo una verdadera escabechina y mucho pasarlo mal. Y cuando arribamos, ni éramos los que se habían ido ni nos conocían de nada. Así es que nos adaptamos, invasores e invadidos. Éramos todos indios, sin responsabilidad alguna sobre las decisiones de personas a las que no conocíamos prácticamente. Otros movían los hilos. Pasado un periodo de desconfianza y de medirnos unos a otros, intentando ver de qué pie cojeaba cada uno, tanteándonos como animales, decidimos convivir y hacernos la vida más fácil unos a otros. En general. Siempre quedan suspicacias, especialmente entre los que tienen mucho mando. La tropa se adapta fácilmente.

Es un ritual generalizado parar a media mañana en casi todas las oficinas. La verdad es que debe ser herencia de trabajos más duros, porque si has desayunado a las 7:30, tampoco te suenan las tripas de las diez. Pero se trata de un momento litúrgico. Los más madrugadores, para diferenciarse, sueltan el lápiz, metafóricamente, a las 9:30. Algunos jefes están llegando a esa hora. Es un modo de intentar avergonzarles, por parte de la tropa. La verdad es que las siete de la mañana es una hora indecorosa para empezar a trabajar. Pero cada uno se consuela con lo que puede. ¿Tu llegas ahora?, pues yo me voy, porque llevo dos horas trabajando y además lo dice el estatuto de trabajadores. Somos así los humanos. Cabezotas y orgullosos. Y absurdos. Porque si el jefe dice a un indio que quiere hablar de algo en ese momento de asueto, el currito se queda, se quita el abrigo, y se queda sin su pincho de tortilla o las porras, que tocan por ser jueves, por muy enfurruñado que lo haga. Se puede pasar todo el día farfullando conjuros, que al día siguiente saldrá un poco antes para que no le pillen, por muy valiente que se vea.

Las opciones para tomar un café en el nuevo vecindario eran escasas. Los veteranos las tenían exploradas a fondo. Nosotros, que veníamos del meollo, del Parque de las Avenidas, del barrio de Salamanca, de la calle Alcalá: Con bares baretos, restaurantes, cafeterías, para elegir. Caros y baratos, feos y cutres y cursis y elegantes. Imposible hartarse o aburrirse. Pero en aquella oficina ubicada en las afueras, la oferta era sí, escasa, por decirlo con generosidad. Había quien se cogía el coche para ir a desayunar. Lo llamábamos irse “a la Tubería”, tiene una explicación, por una historia del pasado, imposible de confesar. Tengo que censurarme a mí misma.

El “barrio” se caracteriza por enormes casas individuales, rodeadas de verjas muy altas de hierro, jardines ocultos bajo muros de madreselva o cipreses, seguridad privada. La urbanización carecía de aceras, los vecinos podían deambular por sus propias parcelas, de dimensión suficiente para ello, así como para albergar piscina, tenis, ellos no paseaban por la calzada. Los coches más modestos que circulaban por esas nobles calles eran los nuestros. El resto, de los habitantes, los que llegaban cuando nosotros nos íbamos, eran, en su mayoría, de exhibición. Pero se daba el caso de que, en medio de ese lujo, fuera de nuestro alcance, existía un centro de transformación y junto a él una pequeña caseta, de no más de dos metros cuadrados. Allí, un hombre había instalado un colmado, lo que se dice un economato en miniatura. Tenía de todo, desde el periódico, tabaco, latas de conserva, bebidas frías. Un espectáculo. ¿Qué cómo le cabían las cosas? Ni idea. ¿Qué si era ilegal?, seguro. El individuo en cuestión también tenía pan. Hacía unos bocatas de chuparse los dedos. De queso, chorizo, salchichón. Se atrevía con especialidades propia, lata de bonito con pimientos de piquillo. Se me hace la boca agua al recordarlo. En los días de sol, nos acercábamos a su tinglado y disfrutábamos del bocata y la compañía. Todos lo guardábamos en secreto, pero casi todos lo sabíamos. Así, cuando alguien te decía, “vamos a desayunar de verdad, que he encontrado un sitio que te vas a caer de piedra”, te hacías el sorprendido. El día menos pensado iba a llegar la guardia civil. Entre su clientela también estaban las chicas de servicio, que acudían presurosas, sin cambiarse el uniforme, en zapatillas de felpa, cruzando los brazos por el frio, con una rebequita, a por leche o zumo “para que desayune la señora, que no ha ido al Híper”.

También había una cafetería en el edificio gemelo, donde el café era regular, mejor que el de la máquina. Ojito al de avellana de la máquina, ese, para bajones de azúcar y subirte el ánimo resultaba imbatible. La cafetería era anónima, blanca. Un mostrador de cristal escondía bocatas de jamón, ensaimadas, zumos variados. Era funcional, eficaz y económica, lo que se le pide a una cafetería de oficina u hospital. Uno de los primeros días, haciendo de relaciones públicas, dije sí al ofrecimiento de desayunar allí por parte de uno de los oriundos de la oficina. Llegamos, era mi primera vez, y estaba lleno de gente de la empresa, pero lleno. En la cola, otro de los invasores dijo a la camarera que le cobrara lo nuestro. Mi anfitrión galante, se negó, “no puede ser, porque yo desayuno besugo a la espalda”. La estupefacta camarera siguió sirviendo cafés. ¿Qué no habría visto? ¡Siguiente!

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