Yo era la chica nueva en la oficina. ¡Tenemos chica nueva en la oficina! Mi padre lo llamaba despacho. Porque él iba al despacho. A veces me preguntaba si yo había ido al despacho, en vez de decirme si había ido a trabajar. Nunca he tenido despacho, ahora que lo pienso. Pero he aprendido mucho. El caso es que éramos varias chicas nuevas, y muchos chicos, y no tan chicos. Traje de chaqueta sin licencia ellos. Corbata bastante generalizada, manga larga en invierno y corta en verano. Mocasines. Las chicas un poco más libres en el vestir. Pero poco. La gente se cree que las oficinas son sitios superdivertidos, donde se habla muchísimo y se comparten experiencias. Y se hacen amistades. Algunos amigos nacen en el entorno de trabajo, y los que son, son muy buenos. Pero no es un lugar idílico donde se pasea y se pasa el tiempo. No.
El
caso, que éramos unos cuantos, llegamos de sopetón. Nos colocaron donde
pudieron y nos fueron presentando poco a poco. La verdad es que el desembarco
no fue del todo bien recibido. No fue una bienvenida con serpentinas y confeti.
Se detectaba el recelo en el aire. Tuvieron que hacernos hueco, antes y después
de que llegáramos, esto es, previo a nuestra aparición anunciada, hubo una
verdadera escabechina y mucho pasarlo mal. Y cuando arribamos, ni éramos los
que se habían ido ni nos conocían de nada. Así es que nos adaptamos, invasores
e invadidos. Éramos todos indios, sin responsabilidad alguna sobre las
decisiones de personas a las que no conocíamos prácticamente. Otros movían los
hilos. Pasado un periodo de desconfianza y de medirnos unos a otros, intentando
ver de qué pie cojeaba cada uno, tanteándonos como animales, decidimos convivir
y hacernos la vida más fácil unos a otros. En general. Siempre quedan
suspicacias, especialmente entre los que tienen mucho mando. La tropa se adapta
fácilmente.
Es
un ritual generalizado parar a media mañana en casi todas las oficinas. La
verdad es que debe ser herencia de trabajos más duros, porque si has desayunado
a las 7:30, tampoco te suenan las tripas de las diez. Pero se trata de un
momento litúrgico. Los más madrugadores, para diferenciarse, sueltan el lápiz, metafóricamente,
a las 9:30. Algunos jefes están llegando a esa hora. Es un modo de intentar avergonzarles,
por parte de la tropa. La verdad es que las siete de la mañana es una hora
indecorosa para empezar a trabajar. Pero cada uno se consuela con lo que puede.
¿Tu llegas ahora?, pues yo me voy, porque llevo dos horas trabajando y además
lo dice el estatuto de trabajadores. Somos así los humanos. Cabezotas y
orgullosos. Y absurdos. Porque si el jefe dice a un indio que quiere hablar de
algo en ese momento de asueto, el currito se queda, se quita el abrigo, y se
queda sin su pincho de tortilla o las porras, que tocan por ser jueves, por muy
enfurruñado que lo haga. Se puede pasar todo el día farfullando conjuros, que
al día siguiente saldrá un poco antes para que no le pillen, por muy valiente
que se vea.
Las
opciones para tomar un café en el nuevo vecindario eran escasas. Los veteranos
las tenían exploradas a fondo. Nosotros, que veníamos del meollo, del Parque de
las Avenidas, del barrio de Salamanca, de la calle Alcalá: Con bares baretos,
restaurantes, cafeterías, para elegir. Caros y baratos, feos y cutres y cursis
y elegantes. Imposible hartarse o aburrirse. Pero en aquella oficina ubicada en
las afueras, la oferta era sí, escasa, por decirlo con generosidad. Había quien
se cogía el coche para ir a desayunar. Lo llamábamos irse “a la Tubería”, tiene
una explicación, por una historia del pasado, imposible de confesar. Tengo que
censurarme a mí misma.
El
“barrio” se caracteriza por enormes casas individuales, rodeadas de verjas muy
altas de hierro, jardines ocultos bajo muros de madreselva o cipreses, seguridad
privada. La urbanización carecía de aceras, los vecinos podían deambular por
sus propias parcelas, de dimensión suficiente para ello, así como para albergar
piscina, tenis, ellos no paseaban por la calzada. Los coches más modestos que
circulaban por esas nobles calles eran los nuestros. El resto, de los
habitantes, los que llegaban cuando nosotros nos íbamos, eran, en su mayoría,
de exhibición. Pero se daba el caso de que, en medio de ese lujo, fuera de
nuestro alcance, existía un centro de transformación y junto a él una pequeña
caseta, de no más de dos metros cuadrados. Allí, un hombre había instalado un colmado,
lo que se dice un economato en miniatura. Tenía de todo, desde el periódico,
tabaco, latas de conserva, bebidas frías. Un espectáculo. ¿Qué cómo le cabían
las cosas? Ni idea. ¿Qué si era ilegal?, seguro. El individuo en cuestión también
tenía pan. Hacía unos bocatas de chuparse los dedos. De queso, chorizo, salchichón.
Se atrevía con especialidades propia, lata de bonito con pimientos de piquillo.
Se me hace la boca agua al recordarlo. En los días de sol, nos acercábamos a su
tinglado y disfrutábamos del bocata y la compañía. Todos lo guardábamos en secreto,
pero casi todos lo sabíamos. Así, cuando alguien te decía, “vamos a desayunar
de verdad, que he encontrado un sitio que te vas a caer de piedra”, te hacías
el sorprendido. El día menos pensado iba a llegar la guardia civil. Entre su clientela
también estaban las chicas de servicio, que acudían presurosas, sin cambiarse
el uniforme, en zapatillas de felpa, cruzando los brazos por el frio, con una rebequita,
a por leche o zumo “para que desayune la señora, que no ha ido al Híper”.
También
había una cafetería en el edificio gemelo, donde el café era regular, mejor que
el de la máquina. Ojito al de avellana de la máquina, ese, para bajones de azúcar
y subirte el ánimo resultaba imbatible. La cafetería era anónima, blanca. Un
mostrador de cristal escondía bocatas de jamón, ensaimadas, zumos variados. Era
funcional, eficaz y económica, lo que se le pide a una cafetería de oficina u
hospital. Uno de los primeros días, haciendo de relaciones públicas, dije sí al
ofrecimiento de desayunar allí por parte de uno de los oriundos de la oficina.
Llegamos, era mi primera vez, y estaba lleno de gente de la empresa, pero
lleno. En la cola, otro de los invasores dijo a la camarera que le cobrara lo
nuestro. Mi anfitrión galante, se negó, “no puede ser, porque yo desayuno
besugo a la espalda”. La estupefacta camarera siguió sirviendo cafés. ¿Qué no
habría visto? ¡Siguiente!
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