Nada más impresionante que la fe de un hijo en un padre (a progenitor me refiero, tanto monta, monta tanto. Y no lo vuelvo a repetir) Esa confianza sin fisuras, solo comparable al enamoramiento, que tiene un hijo en su padre, es algo que casi pesa. Porque el padre lo sabe todo, es todopoderoso, con la distancia y respetos debidas al de Arriba. El padre sabe. Puede.
Desde que nace, el hijo mira en el rostro del padre y es ahí donde
encuentra las respuestas. Por su actitud sabe si una situación es de miedo o de
vergüenza. Si es una broma ese exabrupto que alguien ha soltado. Si hay o no
que preocuparse. Siempre estamos mirando a los padres. En ellos están las
soluciones de las más complicadas ecuaciones de la vida. Por eso la enfermedad
del padre, de la madre, produce una incredulidad que solo comparten los
hermanos. Los padres no se pueden poner malos, tenga yo la edad que tenga, mi
padre siempre estará ahí para decirme: "ya era hora de que pidieras algo,
hija", mi madre estará ahí, para escuchar mis retahílas, nunca te pueden
fallar. Son súper héroes, nuestros súper héroes. Son fuertes y flexibles a la vez. Tienen grandes orejas y chisteras llenas de consejos e historias. Por eso nos enfadamos cuando equivocan las palabras. Por
eso nos desespera que mezclen los recuerdos. Por eso les regañamos incluso si actúan con torpeza. Es más difícil admitir su declive que el propio. Porque no son de carne. Son otra
cosa. Son nuestros padres. El mío no volvió a Segovia desde que murieron sus
padres. Era como si con la muerte de ellos también la ciudad donde vivió su
infancia, hubiera fenecido. Enterrados los padres, los recuerdos solo cabían en
su cabeza inmaculada.
Los hijos que somos padres, tenemos que asumir que, si bien que nuestra
condición de niños de mamá no cambia, y siempre tendremos nuestra comida
favorita en la cuna de la infancia; para nuestros hijos no somos vulnerables.
Somos su roca, anclada firme en las profundidades del magma. Siempre vamos a
estar ahí. Tristes o contentos. Arruinados o millonarios de amor y otros
enseres. Estamos ahí para nuestros hijos.
Ayer un amigo ingeniero y poeta, nacido en medio de las melodías de un
piano de nieve, me pidió que leyera en voz alta y con público, uno de sus poemas. Una actividad que me da
un inmenso pudor. Recuerdo a la profe de literatura del colegio, cuyo apodo no
me atrevo a repetir, por miedo a herir susceptibilidades lectoras. Recuerdo a
esa profesora que lloraba al leer ese poema de la muerte del amigo, con quien
tanto quería. Esa elegía salvaje del que quería ser, llorando, el hortelano de
la tierra que ocupas y estercolas. La
tierra que abonas. Y la clase adolescente, estupefacta ante el espectáculo, quedaba
muda. Chavales con mochilas cargadas de hormonas, enamorados hasta las trancas
del amor, veían llorar un poema y no sabían si reír o llorar también. Pasmados
ante la emoción compartida, sintiéndose polizones de la turbación ajena. Mirones
involuntarios de la pasión adulta. Ese ser que debería contenerlos a ellos,
enseñarlos, darles guía, resulta que también tiene sentimientos que no controla y le desbordan. ¡Qué sorpresa!
Es la caída brusca del telón realidad en esa imagen del maestro que no es
imbatible, que tiene sentimientos. Él también precisa consuelo. ¡Qué
desconcierto! Los padres son más que maestros, lo son todo el rato. Desde el
cachete primero para arrancar el llanto hasta el suspiro último. Y el ejemplo
más auténtico lo tengo en casa.
Ayer, el ingeniero poeta, me pidió leer uno de sus poemas en alto, me
envió un abanico de tres, para elegir. Yo, que temo mis gallos, no reconocer mi
voz patosa, siento un pudor adimensional a la lectura en voz alta. No es miedo,
es rubor y respeto al texto y al escritor. Al ensayar delante del hijo ese
poema que ensalza a una mujer que no conozco y que encadena con ritmo
sentimientos y escenas, describe con música silábica al ser querido, ensalza con armonía palabras que se
juntan y alejan en el poema para traer aquí a esa mujer enorme; la hija pregunta ¿pero seguro que no está escrito para ti?
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