Me viene a la cabeza tu orfandad. Cuando murió papá. Así se hablaba en
casa. En casa de tus padres, en tu casa, en casa. Cuando murió papá. Cuando
murió papá y tú te quedaste huérfano, con una madre cojonuda viuda.
Imagino escenas como si hubiera estado allí, siendo parte de mi propia
historia la tuya. Las risas saladas de la noche, cuando papá se retrasaba a
cenar. Que no llegaba más. Entonces llamaba al timbre de la puerta abierta ese
amor de amigo para haceros reír en el dolor. Una vez más. Con su corta visión y
su larga vista. Compartí tu dolor mucho después, con tu relato. Ya lejano en el
tiempo a los hechos. Pero siempre presente. Por esa unión inmiscible que
consigue el amor. Que hace entender la felicidad y el dolor del ser querido. En
esa suma, sentí la muerte de un padre que no era el mío. Pero lo fue, en la
sombra, en la luz. En la distancia. Desde la perspectiva que solo la muerte da.
Le he echado de menos, no como tú, claro. Pero me ha faltado, he notado su
silla vacía. Presidió nuestras celebraciones, nuestros éxitos, latía en la
incertidumbre. A él le reservo un lugar en mi corazón. Es hoy un hueco que está
lleno de las preguntas que nunca te hice, que ya nunca te haré. Porque tú
tampoco estás. Tu ausencia me sigue doliendo. Se junta el calor en mi garganta,
salen lágrimas para el refresco que no alivian mi duelo. Se nubla mi vista.
Desde mi mirada empañada te recuerdo. Y sé que nunca más podré abrazarte. Que
me faltarás para siempre. Que he soltado el cordón de la cometa. Y vuelas,
vuelas. Ya ni siquiera veo los colores. Ya casi ni los recuerdo. Pero los
recuerdo todos y los guardo juntos. Son ovillo de hilos que enredan mi alma.
Imagino y recuerdo a la vez. Imagino los días y los años de orfandad reciente. Recuerdo que otros se sintieron con más derecho al dolor que tú mismo. Hermanos, amigos, conocidos muchos, queridos todos, reclamaban un pésame concentrado en ti, en la madre y los hermanos. Reclamaban el consuelo que estaban obligados a dar, por condición y deber. Por edad, por responsabilidad ellos debían protegeros, cuidaros. Pero reclamaban el mimo que no eran capaces de dar. Y veo hoy un ejemplo igual y diferente. Ante el dolor propio de la pérdida y la ausencia, recibo llamadas que exigen mi consuelo. Que me asustan con el duelo ajeno de un sufrimiento que es mío. Ante la ausencia que te es propia, siempre hay quien se siente más protagonista y con más derecho al padecimiento.
Cedo dolores gustosa, que cansada estoy de llorar. Cedo al distinguido las quejas y las plicas. Que se quejen, que pataleen. Pero que me dejen. Estando ingresada la madre, en medio de esta pesadilla de pandemia que inhumaniza la vida, que aísla al enfermo sin piedad; le aleja del abrazo y de los ojos amigos, le deja desamparado y asustado en un rincón, ante su final inevitable. La peste nos afecta y todos somos sospechosos. Como si de una traición invisible se tratara, nos distanciamos con miedo y suspicacia. Acabaremos pidiendo un certificado de salud para besarnos, para tocarnos... Una pandemia que deja solo al paciente frente a su sanador, sin contacto con su vida ni su familia ni sus amigos. Inhumano para médicos, enfermeras, pacientes y parientes. Sobrecargados de angustia e incapacidad para abarcar. Para todos horrible. Sí. Que en medio de este mal sueño, te diga alguien que le horroriza pensar que tu madre, su amiga más antigua, se muere. Su amiga más antigua, ni siquiera la más querida. En fin. Es pa’ traicionarlo.
Amiga querida, llora, recuerda, ríe, echa de menos, sueña, coge fuerzas, conviértete ahora en la cabeza de familia, de tu familia.....haz lo que quieras y lo que sientas. Olvídate de los demás. Este duelo es tuyo.
ResponderEliminarUn beso enorme. Gracias
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