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04/10/2022

CLAUDIA Y EL TAXISTA

Aterrizó Claudia en Normandía una mañana de noviembre. Nada más desembarcar sus enseres en el dormitorio de la pensión, se sentó en el borde de la única silla de la estancia. Con prudencia, temiendo alterar un orden desconocido, un equilibrio ajeno. Y entonces dejó que le saliera todo lo que llevaba dentro.  Pensó que se inundaría el edificio entero con  tanta lágrima sobre ese suelo de baldosa, helado. ¡Qué pena!. ¿Por qué?.  ¿Quién me manda a mí? No sé hablar francés. En el aeropuerto no estaba segura de si me estaban pidiendo los papeles de la vacuna o el pasaporte. Al llegar al maravilloso pueblo de postal donde iba a disfrutar de un paso hacia delante en mi vida, llovía a cántaros. Esa imagen de un periodo idealizado de crecimiento personal, se esfumó. No era tan bonito. No era bonito. Era gris y oscuro. La casa de piedra con jardín coloreado de hortensias, de fachada con madera vista en balcones y ventanas, contraventas verdes, e interiores caldeados con fuego de enebro, resultó ser un edificio algo decadente, con manifiesta necesidad de actualización. Hacía frío, olía a frío. Y Claudia, sentada en la silla buscaba las razones de su viaje. Echaba de menos su vida ayer mismo, las comidas en familia (incluso el hígado), levantarse y encontrar a mamá trajinando en la cocina, el beso de papá al despedirse o que la esperara para llevarla a clase; discutir en casa, el desorden, a sus hermanos chinchándola, las restricciones a la hora de llegar por la noche; echaba de menos las preguntas por su estado de ánimo. Eso y mucho más, bueno y no tanto, le faltaba nada más llegar. 

Todo se arreglaría al día siguiente, pensó cuando se calmó con su propio llanto.  Había que esperar a que saliera el sol. En efecto. Mañana será otro día, arrópate y duerme. Tras una noche de tormenta, de rayos y truenos juntos, el amanecer fue sereno, regando el sol de tenues rayos la tierra empapada y caldeando al aire. Acude Claudia guapísima a la universidad donde está becada. Encuentra su laboratorio. Todo parece fácil hoy. Se cruza en un pasillo con el chico más guapo que ha visto en su vida. Sonríe hacia dentro.  Por fuera sus mofletes se vuelven encarnados. Él la mira y hace una leve inclinación de cabeza, insinuando un saludo con los ojos. 

Al cabo de unos días, ya va adaptando su vida y su rutina al vino y la mantequilla que sustituyen a las cañas y el aceite de oliva. Compra cruasanes recién hechos y fruta por unidades. Madruga más, se acuesta antes. Es la Europa occidental, con sus costumbres y sus horarios. Alquila una bici. Usa boina y bufanda. Fuma tabaco liado. Trabaja sin parar y disfruta su estancia.

Una tarde, camina hacia su casa.  Se le están alargando los brazos porque ha comprado demasiadas cosas. Acaba de cobrar y todo lo que ve en el pequeño economato, le resulta apetecible. Compra con el estómago vacío.  En contra de las normas más elementales de buena práctica. Cuando empieza a llover, levanta la mano en cuanto ve un taxi. ¿Quién era el taxista? El chico más guapo del mundo, que vio el primer día en la universidad. Hace ya casi una semana. Cuando todavía no era francesa, como hoy. Se vuelve a poner colorada como un tomate. No le salen las palabras. Él sonríe, la ayuda con las bolsas y sin hablar, la lleva a la pensión.  Es un pueblo chiquitito. Todos conocen a la italiana que investiga como se defiende del frío la fresa. El chico más guapo del mundo resultó vivir en la pensión  de Claudia. Ese día había echado unas horitas en el taxi de un pariente para sacarse un cuartos. Pared con pared con Claudio. Cuando Claudia vio que el chico aparcaba el coche, la ayudaba con la compra y se quitaba el abrigo, no sabía si reír o llorar. El se presentó, también era investigador, belga.  Claudia sonrió, se acordó de Tintín, las patatas fritas y Axtérix. Recordó Bruselas, Brujas. Este fue solo el principio de una larga historia. 


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