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19/04/2016

SE IBA ENREDANDO, ENREDANDO, COMO EL MUSGUITO EN LA HIEDRA

No hay peor influencia en un hombre que una mujer. ¡Cuidado! ¡Que nadie se alarme ni se escandalice! ¡No dejes de leer! O haz lo que te de la gana porque soy una mujer y sé de lo que hablo. Esto no es contradictorio con el conocido dicho sobre que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer. No tiene nada que ver. Son cosas distintas.

Hombres y mujeres: no es una cuestión de género, somos especies distintas que la Naturaleza ha mezclado por un azar casi incomprensible. Se ha confundido por hechos banales y superfluos como el tener el mismo número de ojos, piernas o bocas. Por la absurda casualidad de digerir y respirar con órganos iguales. Estoy segura de que nuestro corazón incluso en lo puramente fisiológico es diferente. Si alguien encontrara el alma sería la prueba de fuego para anunciar el descubrimiento de una nueva especie animal.
Tenía que ser Eva y no Adán quien desobedeció a Dios en el Paraíso. Imposible el cambio de roles. Es mentira la igualdad, no somos iguales, somos de naturaleza diferentes. Ni mejores ni peores, distintos. Peores: a la mujer se le ocurre la maldad, la manipulación, la posibilidad de poner en el otro miserias que son suyas. Analiza la situación, desbroza el camino y hace al hombre actuar en la dirección que a ella más le conviene, haciéndole sentir y pensar a él que es idea suya, del macho. Me atrevería a decir que los hombres que son bichos, tienen algo de femeninos. En lo rebuscado, en lo mezquino
 
No hay peor influencia en un hombre que una mujer. Con matices. Hay mujeres que son bichos vivientes, que pervierten, que malignizan todo. Una situación que es un clásico es aquélla en la que un hombre tranquilo tiene un problema con su pareja. Y se le escapa, o deja ver por algún poro su debilidad. ¡Está perdido! Aparece la lagarterana, recién disfrazada y date por jodido. Estás en sus manos. Los ejemplos son innecesarios. El hombre que no detecta el engaño a tiempo es cebo seguro de estas pájaras. Oyen un quejido y cogen el hilo. Empiezan a malmeter, a agrandar el quejido y convertirlo en grito.

El quejido del hombre no es siempre contra su pareja, puede ser algo que le ocurre con un amigo. Esa especie de mujeres vestidas de víboras son capaces de cavar un foso enorme entre un hombre y su mujer, entre un hombre y su mejor amigo -a través, ladinamente, de la esposa de éste, entre un hombre y su madre o su padre (no es tan frecuente, las pécoras no suelen ver en el padre un enemigo a batir), entre un hombre y su familia. Esa mujer convierte en un discurso firme palabras aisladas que el hombre ha compartido en momentos de sinceridad, o de frustración. Une todos los pensamientos, los liga hábilmente, conforma un argumento y el resultado es demoledor: resulta evidente que el hombre es según la versión de la víbora, una marioneta de sus hermanos, un títere de su amigo, al que ayuda siempre sin ser correspondido, un esclavo de una esposa tirana...Todo esto es lo que elabora la bicha, con su lengua viperina llena de veneno en la oreja desprotegida de ese hombre que ha elegido como víctima. Y es persuasiva. Siempre engrandece la virtud del hombre, le hace verse como grande, generoso, dadivoso, con sentido de la familia, amigo de sus amigos. Le hace sentir víctima de su propia bondad, de la que el mundo entero salvo la víbora, se aprovechan. Hacen al hombre verse grande e injustamente tratado por aquéllos en los que confía.

Esto no quiere decir que esos hombres sean poco inteligentes. No. Son víctimas. Ellas son infalibles, implacables. No tienen nada que perder y son capaces de cualquier cosa con tal de lograr su objetivo. Serían útiles como inspectoras, como jefas de cuartel, directoras de prisión...cosas feas y malas. Pero ¡aléjate de ellas buen hombre, hombre bueno!. Si no quieres acabar devorado por sus colmillos. Solo.

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