Si existe un sentimiento infinito, ése es la tristeza. Uno llena el vaso de pena y cree que ha llegado al límite. Que no le quedan lágrimas. Pero no, sorprendentemente, el ser humano tiene una capacidad para superarse enorme. Y en cuanto a la pena, ahí somos unos campeones. Porque cuando te duele tanto que crees que has llegado al límite, que ya no puedes más de verdad, entonces ocurre una cosita, otra, que suma. Y todo lo que tu creías que habías llorado se torna una lágrima única en el manantial salado que te queda por pasar.
Siempre se puede estar más triste, mucho más. Por increíble que parezca, no hay punto de inflexión en la pena. Va aumentando, y sigue, cuesta abajo y sin frenos. Porque aumenta y te tira al pozo, a lo hondo. Está negro como el fondo del océano. Es una noche que no acaba. No entiendes nada. Y no te repara nada. ¿Por qué? Y cuanto más triste estás más difícil es arreglar las cosas. Menos atractivo te tornas para tu gente. Más aburrido, absurdo. Sólo hablas de tu pena, de tu tristeza, de tu miseria. ¿Quién quiere a su lado a alguien así?
¿Para qué sirve la pena? ¿Para qué? es que no lo entiendo. Porque hay otros sentimientos que son buenos y muy útiles, la rabia te da fuerza, la alegría te hace más fácil vivir, el amor empuja. El amor y la alegría son estupendos porque van juntos, construyes con ellos. ¿Pero la pena? Te hunde, te hace sentirte miserable. No cura nada. Me preguntaba si serían las lágrimas reparadoras por ser saladitas, como el agua de mar. No. Las lágrimas tampoco sirven para nada.
No es bueno estar triste, no es bueno en absoluto. ¿Quién puñetas inventó la pena? El duelo, sí. Pero esa pena con la que uno se hace bola. Te meces, al borde del abismo, abrazando tus pantorrillas, la cara hundida entre las rodillas. Ropa vieja, pelo revuelto y un charco de lágrimas. ¿Y después? después más.
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