Tenemos que hacer algo, me
dijo Diego en el entierro de Elsa, la pequeña del Abeto.
En una ciudad no se va a un entierro a no ser
que el muerto sea de tu familia. La familia incluye algunos amigos y para bien o para mal, no a todos a los que nos une la sangre. Hay quien teme inferir. No ser oportuno. Aunque en un duelo nadie sobra. Cualquiera que hay pasado por uno, lo sabe. Todos los abrazos son bienvenidos. Todos los besos. Nada reconforta lo bastante, pero no se trata de eso. En un pueblo las cosas son distintas. En un pueblo se
para la vida por la muerte y no hay nadie comiendo, ni haciendo la compra, ni
nadando cuando están enterrando a Elsa, la hija pequeña de Emilio. Las manillas se atascan y solo tañen las campanas. Se cierran puertas y ventanas. Se llena el aire de silencio. En el
monte no salen ni los bichos. En un pueblo no hay ruido cuando se llora. No hay aplausos por las
bellas palabras. Corren los escalofríos por las pieles de todos cuando el
sacerdote recuerda que Elsa le comentó esto o aquello. Cuando le dijo que quería
estar más cerca de Dios. Todos callan. Algunos cabecean asintiendo. Hasta los animales respetan el mute. Como en el momento de reconocer nuestros pecados, cada uno acerca sus recuerdos de Elsa,
la niña, de Elsa la adolescente, de Elsa adulta, pero nunca cerca del final.
En Navacerrada, el pueblo y la terraza entera del Abeto, subimos al cementerio. Llenamos calle cerrada, la iglesia, y luego el Campo Santo. Las banquetas de tres patas están vacías. Las sillas de director, naranjas, dobladas. Como cuando llueve. Como cuando no abre. Todavía. Las cortinas indias echadas. No cabe luz por ninguna contraventana.
Sus
hermanos, Marta, Emilio, María. Marta y María consumidas. Se han adelgazado sus
siluetas, se han resumido hasta quedarse en llanto. Solo son sombras. Emilio sin voz.
Y Juanita, madre, viuda; de pronto he visto su pelo cano, blanco como la nieve. Blanco como
Navacerrada en invierno. Blanco. Blanco como el corazón de Elsa, que se ha ido. Corazón tan blanco. Queda Elsa la pequeña, la hija de Antonio y Marta. Es bonito y escalofriante
que lleve su nombre. Sabrá honrar a su tía.
Enfrente, en el cementerio, está
Javier, el Chino. Ha subido el ataúd con Emilio. A su lado. No podía ser de otra manera. Mira en shock a esos niños que ya no lo son. Él conoció a
Juanita embarazada de Elsa. Les mira sin pestañear, tiene el rostro lleno de lágrimas. Es un hombre curtido por fuera y por dentro. Ese hombre de bromas y frases cortas. Sin comentarios. Siempre atento. Pero este golpe le ha abierto en canal. Su piel serrana se torna transparente y vulnerable ante la daga.
Al salir del tanatorio nuestras caras saladas de la mezcla del dolor derramado. Las huellas de las lágrimas. Juntas habrían llenado el embalse castigado tantos años por la sequía.
Estábamos todos los que pudimos estar. Allí los mayores y los que no lo son tanto. Hemos pasado largas tardes en el Abeto. Con
botellines helados y montados de lomo. Coca colas perfectas. Y copas sin vaso de tubo desde hace años. Patatas la Montaña con salsa Perrins. Esa ensalada de tomate con
sal gorda. Juanita, tienes que volver. Emilio, no arregles ese congelador,
deja que esos botellines sigan saliendo helados, a punto de congelarse. Llama a
la mesa de los Cabo la de Baldomero. Atiende a los Carrero, Tato, Mancho, Herrero, Ferrero, Lafont, que Ramón ya no está, Pestaña, Barranco, Tomé, Joselín, Manzanares, Torres, Antón, Pinilla, Eymar, Antón y a los de Mesa. Guarda sitio a Pablo de Paz. En un rincón. Las Astigarraga, Llorden, Sánchez Fallos, Angel Fuertes quiere su codo en la barra, cerca de la cajas y la ventana, con ángulo para verlo todo. Los Amostegui.
Los que no tienen nombre. Atiende a Diego o su hermana que sus padres han dejado huella con ese pelo blanco de él, ataviado de motero, Alberto, Tejada, los
del Rey, los Perris, Faluco o su hermano, Capotes, Paco, los Rubio, los González (el Negro), Epi, Toronto, Juan Diego, sus hermanas, su hermano mayor; Dutilh, Myriam. Su familia. Si viene Vicky
trátala bien, que no suele salir, los Santamaria, Zaballas, García Bilbao. Los Marín tienen su mesa al lado de la
puerta, Martín Peña, Rafa o Javier. Los Muñoz, las de Virgen de Begoña, Cunillés, Maradona, Albesa, Monteros, las Farrah y sus hermanos. Gente de la Mata, La Colonia, Los Copos, Los Corrales, cercas Mayores, Prado Jerez, Prado Molero, de las urbas del embalse, del Reajo, de Urbanasa. Resérvame el banco que voy a
empezar pronto, con un café con leche como solo hacéis vosotros y no me pienso ir cuando se ponga el sol.
Ese último rayo me anclará a mis recuerdos más felices. El ocaso me dejará reflexionando entre
efluvios, acompañada o sola, sobre todos los que he visto pasar por aquí. Sobre
un día, como muchos otros, que he pasado en vuestras manos.
Vuelve Emilio, Juanita, Maria, Marta, Antonio;
Javier. No sé si puedo entender del todo vuestro dolor. Cada dolor es único.
Pero es tan injusto que Elsa se haya ido. Con toda una vida por hacer. Ella, siendo más pequeña, se lleva allá donde esté muchos de nuestros buenos ratos,
como testigo, a distancia. Estará entretenida. Lo siento en alma. Navacerrada no es Navacerrada sin
el Abeto y sin todos vosotros. Tenemos que hacer algo.
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