La facultad de saber cocinar tendría que ser innata como necesidad que
supone para la supervivencia. Como no lo es, debería ser asignatura
obligatoria. Porque más importante que las leyes de Mendel o la Quinta
Enmienda, mucho más que saber lo que es una mitocondria o dominar el Código
Penal, una integral por partes o la historia de Chipre, es saber cocinar. Porque
cocinar hace hogar.
Y saber hacer galletas enamora. El olor a azúcar y a bizcocho de
almendras que sale del horno es, junto con el olor a cocido o a tortilla de
patata, lo que más caracteriza e identifica a la casa de uno.
En mi casa, de mis padres, la cocina olía a sofrito. Todo empezaba por
freír cebolla, ajos, pimientos. En casa de mis abuelos olía a croquetas, a
menestra. Las escaleras de madera recién fregadas hacían de tiro y jugábamos a
adivinar el menú. En casa de mi abuela olía a matanza y a torreznos por la
mañana, a patatas fritas casi siempre. En casa de una amiguilla mía de la
sierra, a Nocilla, en casa de otra a barbacoa, a sardinas. En casa de tu
hermana a limpio, y si eso, a cocido y quiche, ¡qué ricos! De otra hermana a
pollo empanado. ¡Qué bueno! En casa de tu madre a puchero, judías para ti o a
salmorejo. En la playa a maricos, bien de sal en los gambones y una mijita de
aceite. En nuestra casa, ahora huele a tarta y a brownie, a galletas de
mantequilla. Huele a tortitas con chocolate y azúcar glas. Huele a dulce, a
mermelada casera, apunto de quemarse el azúcar. A veces huele a tomate frito, a
pimientos asados. Huele al humor del cocinero.
El olfato es lo que más directo te lleva al recuerdo. Las escaleras
mojadas de casa de mis abuelos, cubiertas con papel de periódico hasta que se
secaban tenían su propio olor. Llegar a casa cuando aún estaban los papeles
puestos indicaba que era pronto. Una alegría, porque podías entrar en la cocina
a curiosear, a probar algo. Ir a los dormitorios a investigar entre juguetes
antiguos y tebeos de tus padres. Podías utilizar la máquina de escribir
portátil, verde, con su funda. O incluso podías tener la suerte de que te
encargaran ir a Colón, la panadería, a comprar unos colines y una hogaza de pan
blanco. Las vueltas eran tuyas. Ventajas de la puntualidad.
En las casas donde hay un bebé todo huele a infancia. Todo huele a
limpio, a colonia, a polvos de talco. No se puede camuflar el olor de la vida.
Me ha encantado lo de “huele al humor del cocinero”. Muy bueno, María, el olor evoca la infancia y crea recuerdos que espero me despierten en caso de Alzheimer.
ResponderEliminarTu nunca vas a enfermar de olvido
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