Sin más. Eso me dijo un día un niño. Yo lo que quiero es que me escuches. En un descanso de su vendaval de anécdotas, de vivencias relatadas. En el centro del tropel de indignación y sorpresa que bozaba de esa boca limpia, todo vertido sobre la encimera de la cocina. En el epicentro del terremoto, cuando paró a tomar aliento y la veleta se detuvo, quizá saqué ese lado masculino que todo el mundo tiene, de solucionador, e intenté meter baza con un remedio. Al calor de la confesión, traté de colar un consejo.
No era miedo lo que
sentía, sino una necesidad imperiosa de calmar. De mi ombligo brotaban ganas de
ayudar. El niño sabio me frenó de inmediato. Yo lo que quiero es que me
escuches. ¡Qué razón tiene! Es la necesidad en bruto de sentirse escuchado lo
que prima en la emoción auténtica. Cualquier interrupción en la cascada del
relato puro, no nace sino de la necesidad del oyente de que se detenga el
caudal por miedo al desbordamiento. Y es que no pasa nada, el niño no me pedía
ser su dique, el niño quería un embalse donde las aguas turbulentas
pudieran acumularse. El niño quería contención, pero no cárcel, ni juicio. De
ese lago ya recogería él, cuando se calmaran las olas, los peces y las hojas,
ya volvería a pescar.
A veces somos nosotros,
malos oyentes, quienes con nuestras propias dudas y turbulencias mezclamos el
discurso del otro con nuestra angustia. Nos implicamos como si de nosotros
dependiera la vivencia ajena. Tratamos de acortar para zanjar e ir descartando. No dejamos que fluya la energía entera del universo que mana de la infancia, de esa virginidad intuitiva y animal que puede con todo. Boicoteamos nuestra trayectoria y la de otras imponiendo silencios y normas mal aprendidas. Vetamos la alegría y la espontaneidad. No dejamos espacio para pensar, para sentir al
otro. Por miedo a perdernos. Por miedo a encontrarnos. Por miedo a descubrir
algo que sabemos que está y hemos tapado. Por miedo a destapar a ese niño que
siente y vive dentro de nuestro cuerpo marchito, ese niño al que un día
traicionamos, tapando su intuición y las señales de alarma; pero que nos
recordará un día cuál es el eje de la vida. Qué nos duele y qué nos alegra. Y
no pasará factura, pero llamará a la puerta si le olvidamos, si dejamos de
sentir. Ese niño es la guía, la luz que nos lleva al puerto donde la paz
existe. Ese niño, por mucho que le tapen la boca, siempre estará allí, y solo
quien le escucha, tiene la oportunidad de estar en paz.
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