Cualquier cosa, por pequeña que sea, puede hacerle volver al sitio de donde viene. Una mota de polvo cuyo infinitesimal peso desequilibra la balanza. Una pluma, como en la película de Kunfu Panda tan ligera que no acaba de posarse. La sola amenaza es bastante para desatar las alarmas. No puede ni imaginar lo que sería volver a pasar por ahí, retroceder a cualquiera de los momentos oscuros donde el llanto y el dolor le atenazaban. Por eso se aferra a la costumbre. Da pasos cortos sin alegarse en exceso de su dolor, que se ha convertido en su zona de confort.
Dormir en casa ajena, beber otra copa de ese vino tan rico, un chupito de vodka helado. Unas risas extras, que piensa que no puede permitirse, que no merece, y luego va a tener que pagar. ¿Quién sabe a dónde el dispendio, la anarquía, la falta de control le puede llevar? No, no, no.
Supone quizá dar un cambio, significa que a lo mejor esté de verdad más contento. Pero el precio de esa alegría efímera no lo puede pagar con volver a bajar al hoyo. Solo de imaginar la oscuridad, las paredes angostas y resbaladizas de ese agujero, no sabe si lo va a conseguir hacer otra vez, reunir las fuerzas. Prefiere una vida miserable. Las voces le dicen que sí, pero ellos no han estado ahí.
Se convierten en amuletos determinadas costumbres y paisajes, gestos míseros y pequeñas detalles de la vida diaria que piensa que si desaparecieran, aunque tristes, aunque feos, a lo mejor cambiaba su vida a mejor. Pero si es fugaz esa mejora, no cambiaría la paz por un fogonazo de alegría. Aunque en la tranquilidad haya muchísima tristeza.
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