
Segovia es una ciudad única en el mundo. No por su acueducto romano, de 28m de altura máxima, hecho en granito sin argamasa hace 2000 años. No por su bella catedral, que no preside la plaza mayor, sino que deja disfrutar del espacio de ésta, la ensaladilla del Jai y el tapeo en los soportales o al sol si hace bueno. Se queda a un lado, discreta y majestuosa aunque parezca imposible combinar ambas cualidades. Sólo al ir hacia Daoiz para bajar al Alcázar se es consciente de su volumen, la entrada, el patio de lado. Las cigüeñas aprovechan las flechas para anidar en un equilibrio imposible.
Empieza la bajada por la calle del que fue valiente militar en mayo hace tiempo y el viento se junta en una encrucijada y da la vuelta, el agua helada de la fuente a un lado y al otro puestos de recuerdos, colgantes metálicos de los arcos, espadas, manteles, delantales,...se abre por fin la calle en la plaza de la Merced.

El Alcázar, tras pasar el cruce de Velarde se vuelve a abrir el camino y se avista por fin, detrás de las verjas, de los jardines...cómo se yergue el castillo de las princesas. Sus almenas de pizarra parecen falsas, de cartón piedra. Los balcones donde la nodriza mecía al bebé almidonado que se le escurrió de las manos detrás del cual ella voló hacia el foso para morir junto a su protegido.
Desde los bordes del jardín, cansados del cuento de hadas miramos al horizonte y antes de llegar a Zamarramala y con el mismo estilo discreto que el resto de la ciudad se levanta sin disimulo una iglesia Templaria. Dentro hemos jugado a oírnos sin vernos hablando en las paredes para probar que el misterio es cierto.
Y es que Segovia alberga historia, historias, la atmosfera de invierno impregna las piedras de frio. Cuéntanos.
Y es que Segovia alberga historia, historias, la atmosfera de invierno impregna las piedras de frio. Cuéntanos.