Quiero hablar de los chalecos. No de los chalecos
amarillos del diciembre francés del 18. No. De esos chalecos que tan de moda están en los últimos años. Chalecos impermeables, de morcillitas horizontales, que abarcan el arcoíris entero. Vestidos tanto por ellas como por ellos. (Políticamente correctos) Esos chalecos acolchados que no son más que una burda evolución de los “plumas”
de los años 70 y 80. En aquellos años los anoraks se usaban para esquiar. Punto. Los
plumíferos se podían remendar con escudos y símbolos de las estaciones de esquí
visitadas. Muescas en tu pechera. Ese estilo muñeco Michelin, con lorzas, era muy popular. Los beige
eran los que más molaban, a pesar de que eran permeables; para el frío eran
estupendos, eso sí, si te caías estabas perdido porque te empapabas. Para eso
estaban los jerséis azul marino con la bandera francesa acolchada a lo largo
de los brazos. Esos jerséis eran perfectos, para el frío, el agua. Pero estos chalecos de los que hablo, en cuanto se acerca el equinoccio de invierno, salen del armario a invadir las calles.
Es la evolución del anorak que ha acaparado la escena metropolitana en la última década. Son los chalecos, anoraks con y sin mangas, se quitan y se ponen, michelines de distintos tamaños. La policromía maneja distintas escalas de
color. El paralelismo, la equidistancia, es importante también en ese equilibrio. Hay una gama de colores petróleo, no solo el azul de tal apellido; ahí
encaja el berenjena, con un intenso olor a gasolina, el verde, con plomo; un
rosa, sin plomo; un amarillo de 95 octanos, un rosa gasoil. En este caso el espaciado entre michelines es no mayor de cinco centímetros. El acolchado perfecto que rellena su interior mantiene el segmento circular constante en el tiempo. Los portadores varones siempre
llevan el chaleco, cerrado (ya sea con cremallera oculta o abotonadura perfecta, y encima, chaqueta inglesa de lana, gordita,
de cuadro inglés por ejemplo. O traje de chaqueta gris marengo. El casco de la moto en la mano o puesto. Si en la mano, cabello
revuelto o cabeza despejada, ni un pelo de tonto. Los dedos libres enredan con
un cigarro tras mesarse la cabellera para atusarla con desenfado. Lo voy a dejar, tío. Pantalones chinos de pana, claro. Es invierno. Corbata invisible. Zapatos
castellanos, calcetines licencia a la libertad. Estos hombres están cómodos.
Son triunfadores. Juegan al golf entre semana, deportes "in door" antes de que salga el sol.
Pero hay mucho imitador. Y el hábito no hace al fraile,
no. La ciudad se puebla de chalecos equivocadamente colocados encima de la
chaqueta de vestir. Los colores rojo, verde, amarillo difieren de los auténticos. Rojo labios, verde botella, amarillo limón.
No es lo mismo. Esa prenda debe quedar pegada al torso, da igual que estés
gordo o delgado; lo importante es el orgullo de tu casta, de tu sangre, espalda recta, andar
firme. Tienes derecho. La altura del cuello no está calculada al azar, los
bolsillos de cremalleras ocultas y el abotonado sobre el cierre están estudiados y calculados. Son de tu talla. No hay detalles casuales, por mucho que lo parezca. Ese berenjena no se encuentra en tiendas populares de deporte
donde en las cabeceras de los lineales pone: esquí, montaña, deportes de
raqueta, no. Ni siquiera en zonas más elitistas de los grandes almacenes. Ese azul petróleo es exclusivo de tiendas escondidas en calles donde
los árboles que sobreviven en los alcorques de la ciudad son centenarios y dan
una sombra espesa a las aceras alfombradas. Recintos de venta exclusivos, al
abrigo de patios interiores de viviendas del XIX, donde siempre han vivido las
mismas familias. Los establecimientos están ahí, cual andén 9 y 3/4 de Harry
Potter, que no todo el mundo ve. Son invisibles a las almas comunes (como lo esencial es invisible a los ojos), al
público que divide sus días en trabajo y labores y fines de semana. Pertenecen
a un mundo de seres privilegiados o no, pero diferentes. Seres que se saludan
con palmadas en la espalda y abrazos. Andan un poquito por encima del suelo, es
inapreciable porque sus pisadas suenan al chocar con esos milímetros de aire compacto que queda entre sus suelas y el pavimento. Sus zancadas son firmes y abiertas.
Vuela ligero el bajo del pantalón cuando cruzan la calle. Cuando los imitadores
usan tal prenda, la llevan abierta, o medio abierta, que es peor, se ponen la
capucha; la distancia entre los michelines y la cantidad de pluma, que ya no es
pluma sino un relleno, no es la correcta. Se ven sombras y brillos en la falta de armonía del error. No es lo mismo.
La popularidad es lo que hace, intentar colocar a la población
en el mismo estrato, usando ropa y la moda, parece fácil. Siempre hay
detalles que delatan. ¡Que monótono el paisaje! No entiendo por qué todos
queremos ser tan iguales. Se pierde la riqueza. Desaparece la diferencia, la
variedad. ¿Qué queremos esconder copiando? Con lo bonito que es ser uno mismo. No
ir a la tienda a comprarte lo que está de moda. Sin embargo entrar a buscar lo
que te gusta. Lo que dice cosas de ti, lo que refleja lo que eres. Tanto ser
todos iguales siendo tan distintos me parece una traición profunda a nuestra
esencia. Genera muchas dificultades en las relaciones porque no hay símbolos que
permitan dar información de uno mismo, esas pistas inconscientes que facilitan
el dialogo, la comunicación. Que son tan importantes como las palabras. En fin. ¡Qué cretinos! Como diría H.
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