El caso es que el tema de los charcos favoréceme sacar a colación un
asunto que me inquieta sobremanera. Mi hija teen
bebe agua como recomiendan los estándares del siglo disparatado en que vivimos.
Creo que la disciplina de vida sana obliga a la ingesta de entre dos y tres litros
diarios del incoloro, insípido e inodoro. ¿Qué diría María, la de Don Victoriano, que sólo bebía café y vino, de
tan remilgada pauta? Descubro al levantarme y recorrer la casa fría de
amanecer, una botella junto al sillón donde ayer la vi leyendo, junto al libro
abierto, el tapón rojo señala el momento en el que el sueño venció a la intriga
de la trama. Un par de vasos casi vacíos, en la mesilla de noche, al
despertarla a besos, que el despertador no es eficaz. Tres botellas de plástico
con restos variables, centilítricos, en el estudio, tanto en la librería como
en el propio escritorio. “En total”, recojo diez envases o recipientes, sin
exagerar. No es la primera vez, ni será la última. Se oscurece y revuelve mi
humor de madrugada y decido dar la vuelta al asunto y enfrentarlo en positivo.
Eso que es tan manido ahora, que amontona las estanterías de la autoayuda, como
si con la actitud, todo proyecto fuera posible. Ese menosprecio al trabajo me
atormenta. Es la gran engañifa de la mediocridad, caldo de cultivo de la
frustración, curva de excusa para evitar el fiasco, que existir existe. Pienso
en la educación y concluyo que no hay mejor enseñanza que el ejemplo. Topo con
la incongruencia de que a mí eso no me lo ha visto hacer en su vida. No importa.
Mantengo mi tono de resolver en vez de enfadarme. Quiero dar soluciones, ser constructiva.
Entonces, suplo el enojo por el color y el calor. Opto por sustituir las
botellas de plástico por bonitas botellas de cristal, termos que mantengan
fresco el contenido, que sustituyan esas birriosas botellas de plástico que
siembran alfombras y maderas de calidad variable. Resulta que no es lo mismo.
Los lindos envases ocupan su lugar en la nevera y siguen apareciendo botellas
cual setas por todas las esquinas del bosque del otoño. Al teen le gustan sus botellas de plástico que puede chuperretear, que
espachurra a su antojo, despojadas de etiquetas. ¿Será una necesidad de volver
a la teta materna?, ¿A ese biberón abandonado antes de tiempo? Me atormento. No
creo, en particular mi teen tomó teta
casi en demasía, según algunos, por razones y circunstancias que no vienen al
caso. No entiendo pues el sembrado de Fontvellas, Lanjarones, que acontece en
mi hogar cada mañana. ¿De dónde sale este afán de vivir botella en mano? ¿es
acaso resaca de felicidad? ¿será ausencia de la misma? ¿Es una deshidratación
crónica la que sufre, quizá por el exceso de calefacción en esta casa envejecida
y friolera?
Comparto tras la celosía, con vergüenza, mi confesión por la creciente preocupación
que tan confundido tema me está causando. Para mi sorpresa, amigos y terapeutas
alivian su postura ante mi confidencia, resulta que sus teen tienen idéntico comportamiento. No me consuela el mal de
muchos. No por inteligencia propia sino porque no me ayuda al hallazgo de respuesta
al marchitamiento que acecha a nuestros vástagos. Me asusta aún más que sea acertijo
generalizado. Una brecha generacional tal vez. En los tiempos que corren me
atacan palabros manidos: pandemia, epidemia. Calamidad, sin más. Valoro si es
que sustituyen afectos con esa compulsión constante de hidratarse, cual si en
una prueba de esfuerzo participaran. Y por supuesto, me siento culpable. ¿Quizá
un grifo de mimos instalado con prudencia en su mochila, bolso, calmaría esa
ansiedad encubierta que solo el amor y la paz pueden calmar? En efecto, para cerrar el círculo concluyo que, como en otras cosas, mi amiga se adelantó a los tiempos. Su fantástico novio de rizos acarbonados la abandonó por lo que él llamaba charcos, que no eran sino tazas pérdidas de café o te inacabado con las que mi amiga marcaba su rastro. Él nunca entendió que lo que ella sembraba eran las migas de Pulgarcito, para que pudiera encontrarla, en la habitación secreta del Castillo, donde sólo los puros de corazón tienen cabida. Y como colofón el último el misterio, de cómo las botellas se rellenan solas y solas van a la nevera. Donde esperan, fresquitas, a ser objeto del deseo y compañía de mi teen o de otros.
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