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03/05/2021

DE CHARCOS Y OTROS

Yo tengo una amiga a la que su novio dejó por un tema relacionado con los charcos. Sin entrar en detalle de lo que tal tragedia supuso, y con propósito de mantener el suspense hasta el final de este relato, tengo que contar algunas vicisitudes de su retrato. Mi amiga dejaba ver sin pudor un desordenado interior, común en la especie humana. Este grupo animal que de evolucionado se torna atormentado con la estulticia. Una estupidez asociada al individualismo, que, aderezada de narcisos comportamientos, de codicia y envidia pone en peligro de extinción la vida en sí. Mi amiga no tenía recato en ese asunto del destape sentimental que otros ocultan con disciplina y con rubor se alarman si son descubiertos. Era, eso sí, un foco encendido a voluntad. Sólo ella y amigos más que especiales disponían de acceso al interruptor de su alegría.  Su espontaneidad la convertía en el centro de la atención allá donde fuera. Que si congreso de tecnología interestelar, que si bar de barrio o puerto de mar, barrio de pescadores. Tanto daba. Sin que fuera su más importante característica, era guapa, y lo es. Era simpática, y lo sigue siendo. Pero fundamentalmente era un torrente de vida. Llevaba consigo el núcleo duro de la energía. Era centro de gravedad de las risas y las fiestas. Un misil de fuerza, una cascada de complicidad y buen humor. La sonrisa ancha y el pelo largo. Medio guiri en cualquier país. Huérfana de raíces. Pero su maravilloso novio la dejó por el tema de los charcos. Por tratarse de un asunto personal e intransferible, ahí lo dejo. Investiguen en la hemeroteca, rebusquen en jurisprudencia, buceen en su interior y quizá encuentren el motivo del fracaso de su propia relación. Yo estoy suspensa, por ahora. Todo llegará.

El caso es que el tema de los charcos favoréceme sacar a colación un asunto que me inquieta sobremanera. Mi hija teen bebe agua como recomiendan los estándares del siglo disparatado en que vivimos. Creo que la disciplina de vida sana obliga a la ingesta de entre dos y tres litros diarios del incoloro, insípido e inodoro. ¿Qué diría María, la de Don Victoriano, que sólo bebía café y vino, de tan remilgada pauta? Descubro al levantarme y recorrer la casa fría de amanecer, una botella junto al sillón donde ayer la vi leyendo, junto al libro abierto, el tapón rojo señala el momento en el que el sueño venció a la intriga de la trama. Un par de vasos casi vacíos, en la mesilla de noche, al despertarla a besos, que el despertador no es eficaz. Tres botellas de plástico con restos variables, centilítricos, en el estudio, tanto en la librería como en el propio escritorio. “En total”, recojo diez envases o recipientes, sin exagerar. No es la primera vez, ni será la última. Se oscurece y revuelve mi humor de madrugada y decido dar la vuelta al asunto y enfrentarlo en positivo. Eso que es tan manido ahora, que amontona las estanterías de la autoayuda, como si con la actitud, todo proyecto fuera posible. Ese menosprecio al trabajo me atormenta. Es la gran engañifa de la mediocridad, caldo de cultivo de la frustración, curva de excusa para evitar el fiasco, que existir existe. Pienso en la educación y concluyo que no hay mejor enseñanza que el ejemplo. Topo con la incongruencia de que a mí eso no me lo ha visto hacer en su vida. No importa. Mantengo mi tono de resolver en vez de enfadarme. Quiero dar soluciones, ser constructiva. Entonces, suplo el enojo por el color y el calor. Opto por sustituir las botellas de plástico por bonitas botellas de cristal, termos que mantengan fresco el contenido, que sustituyan esas birriosas botellas de plástico que siembran alfombras y maderas de calidad variable. Resulta que no es lo mismo. Los lindos envases ocupan su lugar en la nevera y siguen apareciendo botellas cual setas por todas las esquinas del bosque del otoño. Al teen le gustan sus botellas de plástico que puede chuperretear, que espachurra a su antojo, despojadas de etiquetas. ¿Será una necesidad de volver a la teta materna?, ¿A ese biberón abandonado antes de tiempo? Me atormento. No creo, en particular mi teen tomó teta casi en demasía, según algunos, por razones y circunstancias que no vienen al caso. No entiendo pues el sembrado de Fontvellas, Lanjarones, que acontece en mi hogar cada mañana. ¿De dónde sale este afán de vivir botella en mano? ¿es acaso resaca de felicidad? ¿será ausencia de la misma? ¿Es una deshidratación crónica la que sufre, quizá por el exceso de calefacción en esta casa envejecida y friolera?

Comparto tras la celosía, con vergüenza, mi confesión por la creciente preocupación que tan confundido tema me está causando. Para mi sorpresa, amigos y terapeutas alivian su postura ante mi confidencia, resulta que sus teen tienen idéntico comportamiento. No me consuela el mal de muchos. No por inteligencia propia sino porque no me ayuda al hallazgo de respuesta al marchitamiento que acecha a nuestros vástagos. Me asusta aún más que sea acertijo generalizado. Una brecha generacional tal vez. En los tiempos que corren me atacan palabros manidos: pandemia, epidemia. Calamidad, sin más. Valoro si es que sustituyen afectos con esa compulsión constante de hidratarse, cual si en una prueba de esfuerzo participaran. Y por supuesto, me siento culpable. ¿Quizá un grifo de mimos instalado con prudencia en su mochila, bolso, calmaría esa ansiedad encubierta que solo el amor y la paz pueden calmar? En efecto, para cerrar el círculo concluyo que, como en otras cosas, mi amiga se adelantó a los tiempos. Su fantástico novio de rizos acarbonados la abandonó por lo que él llamaba charcos, que no eran sino tazas pérdidas de café o te inacabado con las que mi amiga marcaba su rastro. Él nunca entendió que lo que ella sembraba eran las migas de Pulgarcito, para que pudiera encontrarla, en la habitación secreta del Castillo, donde sólo los puros de corazón tienen cabida. Y como colofón el último el misterio, de cómo las botellas se rellenan solas y solas van a la nevera. Donde esperan, fresquitas, a ser objeto del deseo y compañía de mi teen o de otros. 


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