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17/07/2022

DON RAMÓN, LOS INCENDIOS SE APAGAN EN INVIERNO

Erase una vez un capataz, hace mucho tiempo.  Érase una vez un capataz que departía con mi padre. Esa relación que los años habían solidificado en un cóctel de respeto mutuo, admiración y cariño. ¿Qué es sino amistad? Don Ramón siguió siendo el ingeniero. Nino nunca se apeó al tuteo. Hablaban mi padre y Nino . Nino seguía viviendo en el Ventorrillo y bajando a diario al pueblo, andando. Ese día nos encontramos, nosotros subíamos a la Bola por placer. Un grupo de vejestorios, chavales de 70 años que en verano quedaban en la barandilla de Urbanasa a las 9:00. Quien estaba, iba a andar. Sin compromiso. 

Subíamos a la Bola ese día los veraneantes por gusto y Nino, por oficio. Él tenía vacas, se le había escapado una. A pesar de sus quilos, que eran muchos; y de sus mofletes colorados que delataban su afición, era el más rápido, que no el más joven del grupo. No era precisamente su indumentaria la de un montañero, ni zapatillas de andar, ni camiseta isotérmica. Ataviado con camisa abierta que dejaba ver el pelo cano del pecho, unas chirucas y pantalón largo, claro. Mi padre, a la par, con el morral y gorro que tapaba su ilustre coronilla. Yo, que bajaba la media de edad del curioso grupo, con las carnes al aire dentro de la decencia, para aprovechar del sol de la montaña con un bronceado que las noches de fiesta no garantizaban, les seguía con dificultades. 

El capataz, mientras cuidaba cada piedra del camino, sin alterarlo, decía: "Don Ramón, los incendios se apagan en invierno". Movía con desazón la cabeza, de un lado a otro. Sabiendo lo que había que hacer, sabiendo que sus manos estaban atadas por la incompetencia de otros. Decían entonces "Cuando el monte se quema. algo tuyo se quema" Y es verdad. Cayado en mano, como mi padre.  Los forestales miran el monte como se mira  a un hijo, que es tuyo pero no te pertenece. Forma parte de tu yo profundo, pero es un tesoro que no puedes guardar en ningún cofre. El monte te da. El monte es regalo de perspectiva y vida. No es sólo aire fresco y luz. No es una forma de ejercicio ni manera de ejercitar el músculo. El monte son los caminos, son las sendas, que nunca son iguales a la ida y a la vuelta. Son las jaras que se pegan a la ropa, las acículas que alfombran el piso. Las orugas, las víboras, las vacas que pastan. El monte late y te guía. A mi padre no le gustaba llevar agua, sabía donde encontrarla. Para disgusto de mi madre, "no está clorada", a saber las bacterias que tiene. Un tinto de verano, llamaba mi padre a las mejores cascadas. En el morral solo tiritas y una navaja, el pañuelo de caballero en el bolsillo del pantalón. Los incendios acaban con la vida, con la historia. 

Hoy está ardiendo el monte, padre. Monfragüe, las Hurdes, Collado Mediano, Teruel, La Sierra de la Culebra en Zamora, en Málaga Sierra Bermeja, Alhaurín el Grande, de la Torre, Mijas. Allí trabajé en una época muy feliz, cuando vivía al borde del mar y los chanquetes estaban prohibidos, cuando me pasaban las cervezas muy frías del chiringuito a mi terraza. En casa mejor que en ningún sitio. Cuando me quedaba dormida en la arena. Arde Jerez, Olvera, Cádiz; Alhama de Murcia, Cartagena, Elche; Idiazabal, donde el queso, en Gipuzkoa; Basauri, Sestao, Trápaga. Arden los pinos y las llamas son tan altas, tan inmensas, que encienden la noche. Padre, está ardiendo el monte. Y mis amigos en la sierra se despiertan de madrugada y ven las llamas detrás del embalse. No pueden respirar, no es el humo, es lo incapaz que uno se siente ante el coloso que es el fuego. Y la pena, los paseos, árboles que daban olor al camino, que refrescan las lomas, que dan sombra al silencio. Matorrales y flores y todos los animales, los pájaros, los nidos. El pasto que la avidez ha convertido en carbón, al borde mismo del seto de una casa. No queda nada. 

Yo no sabía dónde estaba la Sierra de la Culebra, ni de su existencia era consciente. Igual que otros no sabrían de la existencia de Teruel, o Cervantes, en Lugo, o la misma Baiona, en Pontevedra. Se está quemando el monte. Y nosotros aprendiendo geografía. Como aprendimos de virus, de vacunas, de volcanes hawaianos y estrombolianos, como aprendimos de la levedad de la lava ardiente, del frío de Filomena y de la intendencia que llega a Ucrania, para enterrar a sus paisanos, potentemente armados, hasta los dientes. Se está quemando el monte. Esos aviones que cogen un poquito de agua parecen liliputienses frente a la magnitud del incendio. Está perimetrado, y luego deja de estarlo. Este ecologismo de pacotilla hace mucho. Que las vacas y rebaños de ovejas pasten a sus anchas no es políticamente correcto. Deben comer un cóctel de vitamina y ser amasajadas antes de la siesta. Este ecologismo de pacotilla, tanto hablar de lo rural, del pueblo, que no son las casas rurales. No. Los caminos llenos de rastrojo, las cunetas secas, los cortafuegos sin cuidar, son pasto para la voracidad de las llamas. El "chao chao" y la palabrería es lo que llena todas las bocas. Regalos para los oidos. Y avanza el fuego. El infierno.

Todos recordamos algún incendio, y dónde estábamos en ese momento. Es como el día que mataron a Miguel Ángel. Ese chaval en blanco y negro cuya cara empapeló las ciudades. ¿Cómo olvidar el horror, la indignación que sentimos? Los ertzainas se quitaron la capucha. Ese día no hubo un fuego. Pero las lágrimas asomaban cómo cuando arde el monte. Esa impotencia ante el desastre, ese pinchazo. Es un acto de terror el fuego, como lo fue el asesinato de MAB. Esa impotencia ante la barbaridad, ese vacío es lo que nos deja huérfanos. El cielo gris, una extraña Calima densifica el aire. 

Cuando ardió el Windsor, vimos las llamas desde casa. Las pavesas cubrían la terraza al día siguiente. No sé si era verano o invierno, subían las llamas detrás de las Salesas. Cuando ardió Robledo, mis amigos impotentes; cuando ardió Jávea, detrás del Tosalet. Cuando ardió Armuña, yo era una niña que iba a recoger agua con mis compañeras de tienda. Las llamas eran lucha de gigantes. Y ahora, llegan a la frontera de Nava. Las piscinas se cubren de negro. Huele a hollín. A pena. 

Un incendio es hambriento. Es voraz. Devora a su paso sin distinguir. Arrasa la vida. La paz que da un fuego en el hogar tan lejana a la observación del incendio que avanza sin que nada esté en nuestra mano. Don Ramón, los incendios se apagan en invierno. Es el que no quiere mirar.

3 comentarios:

  1. María me ha encantado y emocionado al mismo tiempo, por lo bien narrado, por el sentimiento...Solo me surge una duda, vivo en la comunidad de Castilla y León donde gobierna el PP hace ya cuarenta años. Estamos seguros que la gestión de los montes está en manos de ecologistas de pacotilla? Yo no lo creo. En mi opinión
    está en manos de ineptos, ecologistas, o no.

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  2. Gracias por leerme y por tu comentario. La verdad es que no sé qué se hilos mueven las decisiones. :)

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  3. Ayyyy tu padre....

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