Desde hace muchos años, esto es lo más bonito que me ha pasado. En un deseo desesperado de que suponga un punto de inflexión de este descenso al más oscuro de los dolores, engarzo este relato.
Era lunes, como muchos días de la luna, comí sola, o no comí, por no hacerlo sola. No me gusta comer sola. A padre tampoco le gustaba. Ponía la mesa para todos y siempre cuchara, por si había suerte y tocaba sopa. Todos los cubiertos, incluidos los de servir. Las servilletas y el pan, al final de su vida: sin cortar, un fallo lo tiene cualquiera. ¿O era un pequeño gesto de rebeldía? Quizá. Porque lo cortaba a mano, llenando todo de migas. Pues a mi tampoco me gusta comer sola. Me gusta comer con mantel, no delante de la tele, me gusta comer hablando, no de la comida necesariamente. Que también, pero ya me cansa, que si este taco es tal o este sushi es cual, que le falta gengibre o le sobra soja y por supuesto quitaría esa gota de vinagre de Módena que se le ha caído al cocinero. Me gusta la comida para en torno a ella compartir, alabarla y disfrutar de la compañía, reir o llorar. Educar y aprender. Siempre aprender.
Pero ese día comí sola, de pié, de cualquier manera, cualquier porquería, para saciar la angustia o matar el hambre. Sin ganas y con ansia. Con prisas y vergüenza.
Al rato, sentada en mi escritorio, entre llamadas de teléfono y correos, informes inconclusos, poniendo grapas en los pensamientos para juntarlos, archivando penas, para olvidarlas; sorbiendo mocos y lágrimas a pares, apareció una niña. Es una niña que es mujer, es una mujer que es una niña. Es un cóctel de belleza y alegría, de bondad y reflexión. Es cojonuda. Llevaba un ramo de flores en la mano. Precioso. Margaritas blancas y moradas. "Hoy es el día de la mujer y tu eres mi mujer favorita". Estoy agradecida. Muy agradecida.
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