Digo cachorro sí, no pichón. Así hablamos los aficionados. Polluelo, pollo, pichón o pollito son nombres
usados para designar a las crías de las aves, llamadas
así desde que eclosiona el huevo hasta que
aprenden a valerse por sí mismas sin necesidad de
los cuidados de los adultos, y gracias al desarrollo fisiológico
correspondiente, que es lo que en realidad les proporciona independencia. Ese tiempo del que hablan los científicos
debe ser de duración cercana al instante, pues no se conoce varón o hembra, que
haya disfrutado de la preciada visión.
Resulta que mis primos tienen un nido de paloma enfrente mismo de su
ventana. Con la mano no se toca, pero con una escoba sí. A mí que me perdonen y
registren los ecologistas de pro, pero yo hubiera intervenido. ¡Hombre! Con
nocturnidad, sí, como cobarde que soy, que me gusta hacerlo todo bien y que me
doren la píldora. Y mis errores taparlos, que bien me vendrían unas alas para
esconderlos. Así es que, a escondidas y con un poco de alevosía, hubiera tomado
cartas en el asunto. Traduzco el término de intervención: significa que hubiera
destruido el domicilio que el ave construyó frente a la ventana, al albergue de
las ramas de un árbol callejero de cuyo nombre no puedo acordarme, porque nunca
lo he sabido. Es ésta una manera eufemística de describirlo, sí, no me atrevo a
más. Porque si hablamos de nido, de infancia, crianza, se acabó lo que se daba
y yo acabo entre rejas donde, por cierto, estarían mejor las palomas. Eso de no
poder abrir la ventana por miedo al monstruo, ¡no me digas! ¡Que la paloma en
cuestión mide dos palmos!, y no de envergadura, dos palmos en parado. ¡Da susto!
Está gorda tan gorda que no se le ve la cabeza, que esconde en su cuerpo orondo.
Los coches que aparcan debajo del susodicho árbol, van al desguace como le dé a
la palomita por aliviarse, que es súper tóxica la mierda de paloma y corrosiva.
Siempre hay sitio en la puerta de casa de mis primos, claro. Angelito, el que
se cree que ha tenido suerte de encontrar aparcamiento, no sabe lo que le
espera. La gente del barrio da aún rodeo al pasar por ese tramo de acera, a
pesar de que el árbol da sombra, y gusto.
Mis primos dicen que, si por fin llega el temido día en que, entre la
paloma en su salón, tienen que vender la casa. Solo de pensar en el destrozo,
el olor a palomar y la porquería, la escena es de pesadilla. Ya lo predijo Hitchcock
con sus pájaros, el miedo a su revolución es un fantasma que tenemos en nuestro
cerebelo incrustado, con una instrucción de peligro asociada. Y es que hemos
perdido el norte con la protección animal. Que una cosa es no cargarse la
fauna, arrasar con ese porque yo lo valgo, y otra es volvernos tontos. Eso de
alimentar a las palomas es propio de personas, pobrecitas, que han perdido la
cabeza, es similar a dejar comidita a las ratas, y luego sorprenderse de su
proliferación. Nos llevaremos las manos a la cabeza cuando, tras la pandemia,
venga la plaga de las palomas, que con nuestro majadero buenismo, nos hemos
entretenido en alimentar.
Las palomas han perdido mucho caché, desde que en tiempos se las usaba de
mensajeras, e incluso símbolo abanderado de la paz, hasta nuestros días, en los
que ni Harry Potter y sus amigos las utilizan para enviar sus cartas. Las
palomas ya no son lo que eran. Son nuestros parásitos. Se cuelan en bares y
restaurantes en los huecos que antes solo ocupaban los inocentes gorriones, a
base de migas de patatas y aceitunas, se ponen moradas. Ellas, grandes
depredadoras, han desplazado a los inocentes cantarinos y nos asuntan con su
zureo mientras coquetean entre ellas, de la mañana a la noche, sin pudor, sin vergüenza.
Han tomado posesión de bancos y aceras, de mesas y sillas en las terrazas de
los bares. De parques y jardines, terrazas y balcones. Llenan farolas y semáforos,
pasean coquetas por la calzadas y aceras. No son simpáticas ni interactúan.
Miran con ojos planos, imposible saber qué ven.
La corrosión que provocan sus deyecciones deteriora nuestro patrimonio, artístico, y menos artístico, arquitectónico y
urbano, de nuestras ciudades, desde Segovia a Venecia. Se utilizan sutiles
métodos para ahuyentarlas, como colocar pinchitos en las ventanas, de manera
que no puedan posarse tranquilas. Se inundan las ventanas de ingeniosos espantapájaros
sobre los que acaban descansando las pertinaces aves. Hay quien las ceba y caza
al cabo de los días, cuando han cogido confianza. Nada es suficiente, para cortar
de raíz el problema hace falta algo más que eso.
Y por otro lado ocurre que los cachorros de paloma, conocidos en los
ambientes como pichones, no existen. Se trata de un fenómeno de complejo
entendimiento, con mucho en común con el conocido de la ausencia de fallecidos
en la comunidad china que vive en Madrid. Probablemente asociado, el primero,
al tiempo que tardan en volar del nido los infantes.