Ir con los malos o los perdedores, en una peli, es como ser del Atleti. O del Estudiantes. La casa de papel es uno de tantos ejemplos en los que uno se equivoca como afición. Sufrir por sufrir.
Cuando yo era pequeña iba a un colegio que se llamaba Beatriz Galindo. Tenía cuatro años. Iba paseando mis lorzas por los chalecitos de la Colonia, de la mano de mi madre a veces, otras, de María; mamá María la llamaba mi hermana segunda. La pequeña aún no había nacido. Otro camino era por Doctor Esquerdo. Todo seguido. Yo llevaba una cartera. Con mis tesoros, bolis, lápices y cuadernos. No era una mochila, no, y menos una con ruedas, era una cartera preciosa, de mayor. Me lo pasaba bomba en el colegio. Mi profe, que me enseñó a leer, a sumar, a restar y a multiplicar y dividir, se llamaba Juanita. Y un niño de mi clase, Jesús. Habíamos nacido el mismo día, Piscis los dos. Yo pensaba que teníamos que casarnos. Y no me gustaba que tuviera el pelo largo. Cosas de una niña con las rodillas al aire y falda escocesa. Sujetas las capas con un imperdible en dorado y cuero. Para el frío del cuerpo un abrigo con el cuello redondo, de terciopelo, igual que los bolsillos. Azul, o fresa.
Cada día en el cole pasaban cosas fascinantes. La infancia es eso, la alegría de empaparse de lo nuevo, descubrir a cada paso un trozo nuevo en el camino ancho del aprendizaje. Me faltaba tiempo para contarlo todo en casa, mi refugio, donde teníamos una terraza enorme en la que jugábamos a la pelota. A mi madre se le daba genial. Con lo poco deportista que era, hubiera sido una gran tenista. Eso sí, de falda larga, nada de enseñar las piernas. Y pelo corto, a lo "garson". Elegante y moderna. También había un columpio. Eso antes de convertise en el jardín de la alegría, donde madre sembraba tulipanes, maravillosas hortensias, algarrobos, olivos, laureles.... Al principio solo eran unos geranios muy entretenidos, por los colores, necesidad de riego y la cantidad de hojarasca que saltaban. Socorridos geranios. Esa era la terraza de mi casa, con su todo azul. El caso es que al volver del cole siempre había ocurrido algo y yo estaba deseosa de contarlo. Porque era real, a pesar de que fuera imposible. Esta niña, hay que ver la imaginación que tiene. Me daban ganas de no volver a hablar. Pero pensaba, pobres, con lo divertido que ha sido, se lo van a perder. Y vuelta a empezar.
El colegio miraba a lo que ahora es la M30, de Madrid, entonces un paisaje abierto y vasto, era el patio del recreo, de mi recreo, donde corríamos y jugábamos con supervisión adulta pero sin ñoñerías, columpios de aristas vivas peligrosísimos según las reglas del presente. Jugar al látigo o a las canicas, a la comba y a la goma. Juegos fáciles, donde se aprenden muchas cosas importantes de la vida. No es el azar quien los mantuvo a lo largo de la historia. Eran juegos espontáneos, ahora prohibidos casi todos. Si hasta han prohibido los balones. Sí. Todos nos hemos llevado un balonazo, y por mucho que con el de fútbol podías perder el sentido, el de baloncesto dejaba unas marcas que picaban, esos circulitos huella de la pelota. Pero aprendimos, aprendíamos. La excesiva protección no desemboca necesariamente en el aprendizaje sino en el miedo. Miedo que nos hace blandos y frágiles. Como este cordón umbilical no roto que supone poner un GPS a nuestros hijos, les hacemos portadores de un móvil con el que podemos geolocalizarles cada minuto; van cogidos de una cuerda muy larga, nunca libres del todo. Nunca solos y enfrentados a las pequeñas sorpresas que la vida y la noche nos tienen preparadas. Es un Gran Hermano continuo, nos pueden relatar en directo y buscar soluciones en nosotros como respuestas en Google.
Pero en los años 70 no había nada de eso. Solo la imaginación. Y yo veía cada día, en mi camino al colegio, la Casa de la Moneda. De la Moneda y Timbre, se dice ahora. Me parecía fascinante que allí se hiciera el dinero. No podía haber pobres ni ricos, porque el dinero se hacía. En mi casa hablar de dinero era de mala educación. Una ordinariez. Así es que soy una analfabeta económica. A conciencia me formaron así. Mi padre jamás hablaba de dinero. Se peleaba por pagar en las comidas de amigos. Era generoso sin medida. Y no necesitaba nada para él. En esos tiempos sus "debilidades " eran los Ducados. Y las corbatas de lana. Mi madre era tan generosa que se lo gastaba todo. Cuando ella me recogía volvíamos en taxi, negro con raya roja. El caso es que siempre me fascinó la visión de la casa de la moneda. En medio de Madrid, al lado de mi casa. Tan fácil, tan discreta, un edificio convencional. Al llegar a casa mi tío Felipe salía de su cuarto o esperaba en el salón, yo anunciaba cuando estábamos todos juntos que se había quemado la Casa de la Moneda. Cada día. No sé porqué. Todo ese papel dentro me parecía susceptible de que una chispa lo prendiera. Y un día tras otra se quemaba la casa de la Moneda. Las llamas se alojaban en mi memoria, calientes y buscando el cielo con grácil agilidad.
Sospecho que ha sido Jesús, el que iba a ser mi marido, quien ha maquinado todo esto de la Casa de Moneda o de Papel. La peli. Pero me pongo mala. Porque los protagonistas son malos. Sí. Son ladrones. Roban, matan, son de los malos. Y vas con los malos. Porque les conoces y te identificas con ellos de alguna manera. Son buena gentes, no tuvieron oportunidades. Porque ves su punto de vista, y no son tan malos. Son personas que hacen las cosas por algo. Con sus padres y sus madres que lloran por ellos y que se preocupan porque les han encarcelado o porque no saben qué es lo que han hecho mal para que hayan acabado así, porque siempre el padre o la madre es culpable. Así es que no yo no quería ver la casa de papel. Porque en las pelis, no como en la vida, siempre ganan los buenos. Y los buenos en las pelis son los polis. Y me voy a pasar la serie temiendo el día que les pillen o como diría la nieta, Nairobi, que todo se vaya a la mierda.
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