Hay tantas maneras
de adelgazar como longanizas. Tantas como personas. O más.
Personas. Está el que dice
que todo le engorda. Es un clásico. Que no come nada. Que es su metabolismo. Se
levanta café con leche desnatada, tostada de pan integral y un chorrito de
aceite de oliva. Pero llega a la oficina y se zampa un donut a las 11:00. A
mediodía ya está arrepentido y vuelve al pollo a la plancha y un poquito de
verdura hervida. De postre no puede evitar unas natillas. A media tarde se
ventila lo que dejan sus hijos del bocata de chorizo de pamplona que les ha
hecho. No se puede tirar. Mientras prepara la cena se sirve un vaso de vino. Ya
total. Pica un poco de aquí y de allá. Mañana empiezo. En el momento de
sentarse a la mesa no se sienta para disgusto del resto, pareja e hijos. Va de
acá para allá. Y ya viendo la peli se “aprieta” una tableta de chocolate. Sin piedad.
A día siguiente piensa que no cenó. En definitiva, se pasa el día sufriendo y
frustrado. Sin disfrutar y malogrando objetivos.
En el otro extremo
el racional. Cuando se pone, se pone. No atiende a ningún tipo de compromiso
social en época de régimen. Se excusa. No se salta jamás el régimen. Come
pesando cada alimento, es estricto. Filete a la plancha, pescado hervido,
espinacas. Y vuelta a empezar. Pasa de la 44 a la 36 y la cara se le vuelve
verde. Le cambia el carácter. Pero adelgaza. Y tiene una recompensa, ha logrado
su objetivo.
El que siempre está
a régimen. Lo ha probado todo, la dieta del melón, la de la piña y el atún, de la alcachofa. Comer solo
fruta. Comiendo manzana, en cuatro días cinco kilos, o al revés. La del tomate, crudo, frito, al horno. La de los alimentos disociados. Pechuga y lechuga. La dieta de la sopa mágica, a la que se le
van añadiendo componentes a medida que avanza el régimen. La conocidísima dieta
del Dr. Ferrucho. Las dietas temporales, la de los tres días, la de las dos
semanas. Y las que asocian tiempo y pérdida de peso. Tipo: pierda cinco kilos
en cinco días y no los recupere. Farsas que alimentan a la postre ilusiones y
desembolsos en herbolarios. Mágicas recetas que generan ilusiones y falsas
esperanzas.
Sí, que la ingesta
tiene que ser igual o menor que el desgaste. Pero es que el desgaste es poco en
personas normales. Por la mañana coche o transporte público. Sentados en silla
de respaldo de rejilla. Tres o cuatro veces se levantan con pereza a la
impresora. Si hay suerte salen a tomar café fuera. La vuelta a casa la misma. Como
mucho tareas de brazos, una o dos horas de plancha. De dedo, pongo la lavadora,
quito la lavadora. Compra. Cocina. Recojo. Las tareas diarias consumen pocas
calorías.
Pero la única dieta
eficaz que conozco es cerrar el pico. Comer menos. Comer poco. Y punto Hace falta
muy poco para nutrirse. Casi todo es superfluo. De vez en cuando comer más. Nada
engorda y mucho menos adelgaza. No hace falta comerse 10 croquetas. Ni tres filetes
empanados o rusos. Pero uno no engorda. Comerse una ensaladera llena de tomate
y lechuga no adelgaza. Sacia. Engorda ponerse morado. Acabarse bolsas de nachos
y patatas fritas sí, claro.
La
angustia que te lleva a devorar tres panteras rosas y dos tigretones al
terminar de comer. Eso es lo que te machaca. No engorda la comida en sí, engorda
lo mal que te sientes. Engorda la pena. Lo vacío que te notas, que te ruge algo
en tu interior pidiendo más. Y no se llena nunca ese agujero gigante. Porque no
se trata de ese nutriente. Engorda comer solo, sin compartir la mesa con tu
familia, sin hablar, mirando la tele. Eso engorda más que las cervezas y el
jamón de mono
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