Quien no haya ido nunca a
un fisio, debe ir; porque no se puede dejar este mundo sin haber pasado por
ahí. La típica expresión; tras un gesto de dolor, mano en cuello que gira en
cono sobre su base; ya sea del médico, amigo, pariente bata blanca es: Vete al
fisio, a mí me dejó nueva. Si el médico en cuestión es misericorde y tiene
piedad te dotará de munición para que te drogues en el mientras tanto. Sabe que
no vas a hacer los ejercicios que te recomienda y que aun no estás preparado
para pasar la línea.
La línea. Se abre la puerta
del fisio-rehabilitador y esa es la entrada a un universo paralelo. Un espacio
tiempo diferente. Un universo sin pudor, de confesiones y confidencias. Ríete
del vestidor de un gimnasio, donde se descubre ropa interior imposible, figuras
y detalles del cuerpo humano que no sabías que podían acabar así; donde el exhibicionismo
se amalgama con la prisa. Éste de la rehabilitación es un mundo que nadie
comenta fuera. Es estanco. Lo que ocurre en la rehabilitación, se queda en
rehabilitación.
Entra un individuo
trajeado. De un mal gusto exquisito. No mide uno setenta, pero él flota por
encima de la media. Se ha luxado el hombro haciendo culturismo. Se pasó de
peso. Sin calentar. Ni corto ni perezoso se deshace de la impecable chaqueta
gris clara, brillante y entallada. Fuera esa corbata delgadita que parece del
lejano Oeste. Fuera camisa rosa cien por cien licra. Fácil de planchar. Torso depilado
descubierto se dirige resuelto a la lámpara del calor. Luego irán los masajes,
láser, su ritual.
Hay una niña camboyana que
se ha hecho un esguince jugando al bádminton. La madre amantísima rubia
natural, mayor y cansada, con la que forma una familia monoparental, pensó que
su hija tenía los genes se Carolina Marín. La niña es lista, buena y atlética.
Estudia sociales mientras le hacen perrerías de todo tipo. Ayer sacó un 10 en
mates. Todos la han felicitado. Ella dice que el examen ha sido muy fácil. Es
simpática y resuelta.
Al cabo aparece una chavala
estupenda. De esas que no saben que lo son. Melena al viento, secada al aire,
sin esfuerzo. Perfecta. Rostro terso y luminoso sin maquillar. Vaqueros
ajustados, camisa blanca y collar y pendientes de perlas. Zapatillas John
Smith, All Star perdón. Se ha torcido en el pie un algo de nombre irrepetible.
Se la pide el rehabilitador macizo. Tenga lo que tenga. Está hasta el gorro de
masajear espaldas blandurrias, mollas y lorzas. Necesidad de contacto. Ausencias
de dolor real. Calambres somatizados por falta de caricias y abrazos. La
estupenda es maja y discreta. Todos fabulan sobre el origen de su lesión. Un
ángel no debe padecer. Ella, ausente al interés suscitado, mantiene el
misterio.
Mucha tendinitis, rodillas
doloridas, escayolas recién desaparecidas se intuyen en piernas escuchimizadas.
Dolor y placer se juntan en la sala. Cuando un músculo por fin encuentra su
sitio, al recuperar un grado en la garra de la mano. “Ayes” y “ohes” en una
sola exclamación. En un gemido. Agradecimiento y rabia. Los nuevos pacientes son
recibidos con mezcla de emociones también. Por un lado está la inevitable
curiosidad. Por otro el recelo de compartir un tesoro.
La complicidad entre
paciente y rehabilitador nace espontáneamente. La posible vergüenza por el
contacto en un principio se camufla con charlas dirigidas por los quitadores
del dolor. Ellos manejan con habilidad la situación. Tienen más temas de
conversación que los peluqueros. Saben de todo, están al día. Escuchan las
confidencias con atención real. Son una mezcla de psicólogo y confesor que
aporta el ingrediente necesario para la conexión paciente curador que hace
posible la sanación. Hay una televisión siempre encendida para los más
asociales. Pero incluso el tímido auténtico, con un tirón alrededor del
omóplato por conducir sin parar para ver a su chica, incluso él participa
animado. Se hacen cortas las horas en la sala. Amortigua el dolor el masaje, el
cuidado, la charla. Y nace la fe y confianza que conducen sin titubeos a la
cura. El secreto está en la comprensión. Por fin alguien entiende que eso que no se ve te está doliendo. Que aunque no haya sangre ni heridas abiertas, hay dolor. Que no es cuento. Que estás sufriendo. Que estás enfermo.
Si no has ido a
rehabilitación invéntate un dolor de cuello y apúntate. Merece la pena. Pide
cita.
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