Me
escribe un amigo de la infancia. Tan cerca, tan lejos. Y me dice que se ha
muerto un amigo suyo. No busca mi compasión, es solo para excusarse por no haber llamado. Y encima en tan elegante que lo que me cuenta de su amigo es
que era un fuera de serie hasta para morirse.
Él sí que es un fenómeno.
La
verdad es que mi primer pensamiento fue: ¿Cómo va a morirse un amigo tuyo? Somos
“cincuentañeros”. Unos chavales. Pero sobre todo es que somos, como dijo Javier
Marías, niños disfrazados de mayores.
Cuando te conoces desde pequeño hay una conexión que impide el
envejecimiento. Hay un vínculo que activa no sé qué neuronas que hacen que te veas y te sigas sintiendo niño. Es así. Vamos, así lo siento yo. Me parece que no
puede morirse nadie de mi edad. Se han muerto unos cuantos. No estoy ciega. No tapo la realidad, ni vivo en una burbuja. Tampoco estoy majareta. Es que me parece
fatal. Se me han muerto unos cuantos. Hay gente que lo dice así, como si
fueran suyos los muertos, como si le pertenecieran. Hay quien a su vez se toma a mal tal forma de hablar. Como si el que hablara así estuviera en cierto modo siendo más protagonista de la muerte que el propio muerto. Como si su dolor fuera mayor que el de los otros. Como si fuera el único hombre de luto ante la pérdida. En realidad, cuando alguien
se muere hay un trozo tuyo que también muere. Para mí, se muere la gente. No
fallece. Fallecer lo siento tan cerca de desfallecer que temo usarlo de excusa para no asumirlo
completamente si uso ese verbo para nombrarlo, para decirlo. Fallecer me resulta más lejano, en el sentido afectivo, que morir.
Es
inevitable pensar en uno mismo, en nuestra propia muerte, cuando se muere alguien de tu quinta. ¿Qué
legado dejas tu? Emocional. No lo sabemos. No lo sabremos nunca. Cuando ocurra no
seremos testigos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario