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18/10/2018

YO TENÍA UN CINE

Si Meryl Streep tenía  una granja en África yo no voy a ser menos.  Yo tenía un cine en Segovia.  Buenos, yo no, mis abuelos.  Que no es lo mismo, pero es igual. Como Silvio, que amaba a una mujer clara que no le pedía nada o casi nada. Don Claudio,  mi bisabuelo,  compró un cine en Segovia.  El cine Cervantes. Teatro Cervantes, rezaba en la fachada. En unas letras en relieve sobre la piedra. En esa pared con su esgrafiado. Compró Don Claudio de un golpe La Casa de los Picos y el Teatro Cervantes. La casa de los Picos para hacer una casa familiar. No le dejaron hacerlo, hace casi 100 años. Dudo mucho que hubiera tocado Don Claudio los Picos o algo de valor cultural dentro del magno edificio. Dado el uso del Teatro desde que se "expropió" a la familia considero que lo mejor para ambos habría sido que se los quedara mi bisabuelo. Muerto por cierto por culpa del tabaco. A los 97 años, sano como un chaval, dio una calada a un Chester sin filtro antes de quedarse dormido para siempre. Se vendió el teatro por lo que le costaba a Segovia un camión de basura. Menos mal que no lo vivió Don Claudio.

Los domingos en Segovia con los abuelos eran comida ceremoniosa en el comedor de delante. El que daba a la Calle Real. Atendidos por María Luisa. Su ayuda se solicitaba con un timbre que se activaba en la tripa de un caballo colgado de una lámpara de lágrimas. Mi abuela era Sita Paquita. Y mi padre y mis tíos también eran señoritos. No recuerdo nunca a Mª Luisa dirigiéndose a mi abuelo. Mi abuelo, que era el más bueno y noble de los abuelos que pueda haber. Allí aprendí a apañármelas con los cubiertos y los vasos. Alucinaba del mogollón. Copas azules con superficie de picos. Vasos naranjas de la Granja. Otras copas que mi abuela hacía sonar al tocar su borde con esos dedos de pianista que tenía. La vajilla roja de la Cartuja. Las sobremesas eran fascinantes.i Los niños escuchando a los adultos departir sobre los temas posibles o los imposibles. La familia, las anécdotas, las notas de los nietos. Los logros de unos y las dificultades de otros.

Si comíamos solo los nietos con los abuelos lo hacíamos en el cuarto de la tele. Un ventanal desde el que se veía el cuarto de los chicos. En el centro, una mesa camilla redonda, con faldones y brasero. Dos sillones orejeros, uno ocupado por mi abuelo, el otro por el nieto más rápido. Porque mi abuela se sentaba siempre en una silla. Su espalda de pianista hacía innecesario el respaldo como referencia de la vertical. Mi abuelo nos partía el filete perfecto, que parecía que no estaba partido. Eso nos hacía siempre mucha gracia. Siempre había primero y segundo plato y postre. Después de esas comidas o nos quedábamos jugando con los abuelos a las cartas, o al bingo, o haciendo crucigramas, o nos íbamos al cine. Entonces mi abuela llamaba al Cervantes para saber que ponían. "¿Es de las que me gustan a mí?" "Sí, Doña Paquita". Enfilábamos la calle real repitiéndonos las palabras mágicas, "Somos los nietos de Ramon M, vamos a la platea nueve o 11". Al entrar en el cine, el acomodador nos guiaba diligente a la platea, que abría con una enorme llave. Detrás de las cortinas de terciopelo rojo estaban las butacas igualmente forradas. Un tío mío que era un poco gamberro nos animaba a comer pipas, cosa que mi abuela, junto a masticar chicle, nos tenía terminantemente prohibido. Podíamos ver la peli varias veces. Sesión continua. Salíamos al jardín en el intermedio. Siempre pasaba algo, se cortaba la película. Encendían las luces. Entonces abucheábamos hacía arriba, sin saber muy bien a quién. Gritábamos "que empiece ya, que el público se va, la gente se marea..." Yo y mi sentimiento de culpa ocupábamos una de las butacas temiendo ir directa al infierno o a comisaría por haber mentido, porque mis primos no eran nietos de ese abuelo mío. Y yo había dicho que sí. 

Mis recuerdos, aunque intensos, son pocos. Porque el cine se cerró. Pero mi padre y mis tíos, y sus primos, iban a diario al cine, se sabían los diálogos, recorrían en teatro con los ojos cerrados. Después mi padre no ha disfrutado igual de los cines, minicines. No le gustaba. Especialmente Cinema Paradiso. Me lo voy a inventar: fue la última película que vio, porque era de él, con Alfredo, de quien hablaba el italiano. Y ya no quiso volver.

Un día, mayor ya, mi abuelo me dijo que fuera al teatro. Me dio una llave, porque ya estaba cerrado. Recuerdo recorrer el cine entero, ver los proyectores, entrar en el patio de butacas, el gallinero vacío, la platea 9, desvencijada la cortina. Frescos en el techo. Los adornos dorados de los balcones que sobresalían. El escenario, con un hueco para el apuntador. Y los afiches, "mañana estreno Botón de Ancla". Recuerdo los olores a papel y a cerrado. El jardín arborescente descuidado. Y la pena del abandono. Imaginé entonces estrenos, luces y vestidos largos. Aplausos. 

Sí, yo tenía un cine en Segovia, que ahora no es cine ni es nada. Ni es nuestro, Era un espacio maravilloso. El cielo decorado casi invisible. El patio rojo de butacas y el gallinero. No entiendo qué ha impedido a los sucesivos  gobiernos hacer algo en ese lugar. Su ubicación es única, privilegiada, a medio camino entre la catedral y el acueducto. La casi plaza, que se abre en ese recodo que permite ver un paisaje segoviano abierto. El viento da la vuelta en ese córner. Se ve desde alli la Mujer Muerta, embarazada y sola, y a la vez, San Millán. Puedes bajar si quieres, está expuesto el Santísimo.  Los valientes se sientan en el pollete a charlar o a fumar. Segovia es una ciudad única desde la que se ve el campo y el paisaje castellano cuando se pasea por ella, cuando se recorre.

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