Llega tu amiga
estupenda. Ha adelgazado 10kg. Está que parece otra. Los brazos, los
antebrazos, no le cuelgan. Desaparecieron las "bingo wings". Se
le ve la barbilla. La
piel no brilla
Luce. Como si
estuviera prendida. ¿Que no tendrá que haber hecho para lograr semejante resultado?
A partir de los 50 o eres monitora de Pilates o las bingo wings no se enseñan.
Ese colgajo al que la gravedad atrae con toda su fuerza, no perdona. Ataca a las
guapas y a las feas. A las listas y a las tontas. No hay genética capaz de
luchar contra eso. Y va tu amiga y se presenta con una camiseta Blanca de
tirantes. Pantalón vaquero. Cinturón de cuero, grande. Es de su chico, sonríe (él la adora, se siente querida). Tiene chico. Faltaría más. Como para dejarla escapar piensa el
susodicho. Los zapatos de discreto tacón. El Omega
de él en su minúscula muñeca no parece cadete. La melena al viento. Inmaculada. Pendientes pequeños a juego con sus
dientes y su collar de perlas. Está perfecta.
Con una muestra de
madurez. Con una generosidad que has
logrado a través de los años de análisis, de reflexión, de autocrítica, de confesión; sin envidia.
Con verdadera admiración. Y eso sí, sintiéndote pequeña, fea. Más fea.
Llevándote la mano al pelo que has intentado domar con secador y plancha, pero se ha enroscado al notar la lluvia en el ambiente. Palpándote las lorzas que afloran
bajo tu blusa. Juntando todos esos ingredientes en tu coctelera de inseguridad, sonríes y le dices: “Estás estupenda. Has adelgazado un montón”.
Y la bandida suelta. (Zas, melenazo, golpe de pelo que le queda así cuando
sale de la ducha, no se pone ni cremas, ni suavizantes. Usa el champú de Mercadona,
que es fenomenal.) "¿Siiiii? Hija ,pues no he hecho nada, como de
todo". Mentira. Mentira. Del cocido
te comes tres garbanzos y te quejas de estar llena. Cuando llegas a casa dices
que has picado en la oficina y no tienes hambre. A mediodía algo te ha sentado
mal. Has cerrado el pico y te has puesto ciega a abdominales. Y me parece fenómeno.
Ole tú. Pero confiesa, puñetas.
Por eso las chicas no
dicen cosas buenas a las chicas. Una mezcla de envidia y de rabia. Y porque no
sabemos aceptar los piropos. Es mucho mejor hurgar en la herida, la miseria.
Pues anda que lo que le ha pasado a Fulana, no me digas. Sí hija. Y zurra y
dale. Me planto: yo quiero cosas buenas. Y decirlas. Estoy harta de los que alimentan
al monstruo del “Pues anda que yo”.
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