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21/06/2020

PONTE TACONES CINDERELLA


¿Por qué nadie lo nombra? Tenemos que hablar. Sí, no nos cabe la ropa. En Zara, en cuatro días, si son listos, cambian las etiquetas de la 40 por las de la 44, seguro, para animarnos un poco. Esas modelos esqueléticas que anuncian pantalones escuetos fueron fotografiadas pre-pandemia, las imágenes están tuneadas. No hay flacas. Son de cera. Es un bulo. Bueno, alguna asquerosa (con cariño) estará estupenda. Las hay que nacen de pie, “poverinas”. Y algún mozo también está estupendo. Algunos hasta tienen buen color. ¿Dónde han estado? No tanta gente tiene terraza y jardín. Lucen lustrosos, como recién comprados. Son a estrenar. Admirables especímenes que no nos representan.  Símbolo del autocontrol y la perfección. Esencia inalcanzable de la divinidad. El común de los mortales, a base de chocolate, chuches, vino, cervezas solitarias y patatas fritas nos hemos puesto fondones. Con dificultad nos embutimos en ropa que nos quedaba holgada hace cuatro días. Mi amiga Lourdes dice que ha sido el desinfectante, que ha encogido la ropa. Esa es buena. Parecemos muñecos Michelin, sin respirar para que nos salten los botones no estallen las costuras. Eso sí, que nos quiten lo “bailao” Es como cuando estás embarazada, el primo Carlos decía, “aprovecha y comételo todo ahora, que no se nota” Llegado el verano, cabe el disimulo si no te tienes que desnudar; que si un vestidito por aquí, que si falda ancha por acullá, pantalones campana. Notarse, se nota que estás gordo, pero la ropa te cabe. Esas gomas en la cintura, salvación de marcas en las mollas y acercamiento peligroso a la vestimenta “chandalera”, cómoda. Los hombres se sacan la camisa por fuera, un polo bien planchado sin meter por el pantalón, también pueden mover un par de posiciones el cinturón, eso hacía mi padre, pobre, cuando adelgazaba; americana que lo tapa todo y a correr. El estío es permisivo y flexible. Si se acompaña de un bronceado ligero nadie se fija en las lorzas, detalles insignificantes en el conjunto. Salvo los exquisitos. Allá ellos.

Pero no hemos llegado a los tacones. Ahí no cabe la capacidad de maniobra. No hay manera de meter el pie en esos salones que te ponías como si fueran zapatillas hace solo cuatro meses. Por no hablar de unas sandalias de escándalo, con las que bailabas pegado, al meter los deditos por el cuero se te han puesto rojos de los que te aprietan las cintas. Que no tenemos edad de que nos crezca el pie. Sorprendida le das la vuelta al zapato para comprobar la talla. Sí, es el tuyo. Cuando estás gorda, muy gorda, hasta los pies engordan. Parece que el peso expande hasta los metatarsianos. No sé si tengo el pie más cabo, más plano, si me ha crecido el tarso o el calcáneo. Pero no me caben los tacones. Y se me saltan las lágrimas. Es lo último. Sin ser materialista ni importarme un bledo mucho de lo superficial que encuentro en la vida, el que no me quepan los tacones es la gota que colma el vaso de mi aguante. De meses de encierro y soledad, de días iguales. De no saber si es lunes o domingo.

Estar deprimido es echarse a llorar porque cuando llegas a casa, después de un día para tirar a la basura al que has sobrevivido; la esquina donde sueles tirar el coche, está ocupada. Entonces se te viene el mundo encima y te das cuenta de lo desgraciado que eres. Las lágrimas te llegan al escote antes de sacar un kleenex. No es que tengas motivos más importantes que otros para la tristeza. Hay personas con razones de sobra para estar hundidos y sin embargo dan alegría. Pero no somos todos iguales. Estar deprimido no es que te ponga triste no encontrar sitio para aparcar, es rondar el abismo todo el rato, al borde del dolor y del llanto. Dentro de la maleza y arenas movedizas de la melancolía. Es salir a la calle, disimulando un poco y pasar desapercibido; hacer como que vives como los demás, que puedes andar y escribir, y comer, comprar el pan o el periódico,  trabajar,  cocinar. Pero todo está dentro de una representación, con alfileres sujetas tus emociones para que no se te escapen y se camuflan entre tus movimientos. Con cuidado de que nadie te vea de verdad. Maquillas la pena. Le pones mucho rímel y carmín a las mañanas. Y así pasas los días sin que nadie se de cuenta. Te mimetizas en la rutina.

Cuando te vistes de bonito, ya en el umbral te calzas los tacones a juego y ves que eres una de las hermanastras de Cenicienta, te cagas en el puto confinamiento. Con perdón.


20/06/2020

MARIDAJES IMPOSIBLES



No se puede tomar cerveza con queso. Me dijo una vez el señor Sobrón, de quien tanto aprendí. Cierto, maestro. A mi ex novio le confesé un día que no me gustaba el vino. Salvando las distancias, como cuando su abuela que era santa de verdad, le dijo a su abuelo, el único día que se enfadó en su vida “y que sepas que no me gusta la fruta escarchada”. Pues ya a mi novio el dije, que no me gustaba el vino. Sin enfadarme. Yo quería que me gustará. Quería ser perfecta para él. Y si tenía que gustarme el vino, me acabaría gustando. Pero no sabía. Así es que no sé con qué comer el queso. Porque si está prohibida la rubia y con agua no es lo mismo, no estoy dispuesta a renunciar a mi comida favorita. Que no entiendo a la gente que presume de que no le guste a el queso. Y hace ascos, encima. Vamos a ver. Te puede no gustar el hígado, las espinacas, vale, el bacalao, bueno. Pero el queso, que se ve claramente que es queso. Que puede no apasione el manchego muy curado, el Comte amarillo oscuro el de Cabrales con sus habitantes; o por el contrario, te puede parecer insulso el queros fresco, Burgos. Pero que no te guste el queso, así, como sentencia, no es de recibo. Es como si no te gusta el pan. En fin. Con el vino a íi me ocurrió que después de sesiones de amor incondicional y paciencia, buscando el que mi paladar de esparto disfrutara más, tuve que confesar. Yo era y soy una lengua de trapo. No distingo un huevo de corral de uno prefabricado. Pero él, estoico, trataba de educar mi gusto. Como cuando me enseñaba a conducir por Despeñaperros. Soy un saco leñoso de insensibilidad.

Al grano, debo aprender a beber vino. Vale. Igualmente hay palabras que no cosen con otras, ni con hilo fino. Pero mira tú por donde que se ponen de moda. Igual que las zapatillas de deporte con una falda. Pegar no pegan, pero echa un vistazo a tu alrededor. Yo antes cuando veía a una ejecutiva agresiva con su modelito escueto traje sastre de falda pantalón gris marengo de raya diplomática y en vez de tacón de aguja o salón ad hoc, unas deportivas, instintivamente calibraba el tamaño de su bolso imaginando dentro los charoles impolutos. Pero ya no. A mí no me hubieran cabido en ningún bolso, calzo un 42. Fui una vez a una boda en “bambas”, con un vestido negro precioso. Al principio fui foco de atención negativa, claro. A las dos de la mañana era la envidia de las que habían olvidado las tiritas para sus magullados pies después de seis horas de bailoteo.

Igualmente se usa la palabra puto, que no puta, al lado de cualquier cosita. Puede ser verbo, sustantivo o mediopensionista. El género es indistinto. Se dice por ejemplo “puto sola ó puto solo”. Que quiere decir muy, pero que muy solo. Vamos, que se trata de un superlativo al uso. El amigo de turno se queja de su suerte y al brindar sale un “tío, estás puto deprimido”. Así. Tal cual. “Date cuenta de que está puto divorciado. Ya no es su mujer” Volvemos al barullo entre intensidad e ignorancia. La sonoridad es lo que me descabala.  Porque es como si ningún argumento valiera. De ahora en adelante no hay excusas que valgan. Se acabó la conversación. Es puto verdad. ¿? Puto se dice con la boca llena. Punto. Romper el diccionario sale gratis en pandemia. Lo que no vale es tomar queso sin una colita de vino tinto.

Y ZURRA, Y DALE CON LAS CLASES






Cuando ya nada se espera personalmente exaltante,
más se palpita y se sigue más acá de la conciencia,
fieramente existiendo, ciegamente afirmando,
como un pulso que golpea las tinieblas…


Poco se habla de los niños.


Quiero daros vida, provocar nuevos actos y calculo con eso con técnica que puedo...Bueno. gracias Gabriel, que a mí me encanta que abran los bares, Por razones personales, me ensancho, me engancho.


Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren
y canto respirando.
Canto, y canto, y cantando más allá de mis penas
personales, me ensancho.

Me encanta ver terrazas llenas de gente bebiendo y fumando sin apenas entusiasmo, aunque yo no pueda ir. Me gusta que dejen volar,  mira que no tengo alas. Estoy a favor de los besos y de los abrazos, si bien los veo muy de lejos, lo que me deja la miopía. Me encanta que la gente vaya al mar, pese a yo vivir en el interior. La montaña donde tuve un hogar, me gusta desde el olor hasta el frío. Que no es por mí. Me encanta ver a la gente fumar, soy pro fumadores. Y eso que ya no sé ni cuánto vale una cajetilla. Que no es por mí. Que a mí me ha molado estar en casa. Ha sido una oportunidad. Así lo he vivido. No me han molestado las clases on line ni inventar comidas. Ateniéndome a un inventado lema hace años que he hecho mío, he adoptado que la arruga es bella. Eso me ha dado un poco de margen a la exigencia. He pasado de los informes a la purrursalda y de la lavadora a la levadura y a las dudas de mates. Para mí ha sido un lujo. No soy aprensiva, no me alcanza la obsesión del gel hidroalcohólico, eso es cierto. Respeto las distancias por respeto al miedo del otro. Yo ya me he hecho a estar dentro. Es lo que hay, para mí.

Pero lo que no entiendo es que los niños y adolescentes hayan sido castigados de esta manera. Y lo que les queda. La espada de nuestro miedo les mantiene cautivos. Las amenazas sobrevuelan las cabezas y las vacían de integrales y sintagmas. Que si el año que viene acudirán a clase en porcentajes variables, que si mascarilla y guantes si la selectividad es presencial en julio. ¿Estamos locos o qué? Madrid, 8/07…alguien se acuerda del calor que hace? ¿Alguien se ha examinado en julio? Yo sí. Es horrible. Que se laven las manos, antes y después, que haya gel a la entrada ¡pero con guantes! ¿Por qué son ellos el objeto final de la exigencia? ¿Por qué ellos tienen que ser estrictos en el cumplimiento de las normas si son los menos vulnerables? ¿Alguien ha visto a una pareja beberse un vino con pajita? ¿Se deja alguien la mascarilla para cenar? Pues ya está. Luego se alarman de que hagan botellón. ¡Pocos me parecen! ¡Que tienen 18 años, 20...! Si hasta en la guerra se toman vino, copas, hay bodas y amoríos. Achuchones y besos escondidos es el pan de cada día. Como para tener edad de llevar las hormonas en carretilla y quedarse tres meses en casa. Santos, es lo que son.

Santos. Son disciplinados, mascarilla en ristre, gel a modo de saludo. Lo han interiorizado y asumido mejor que nadie.

¿Cómo puede ser que los Bancos estén abiertos, que haya vuelto la liga, futbol en estado puro, que la gente vaya a las oficinas, que no haya sitio en las aceras y que eso sea coetáneo con que no haya clases? Vemos a Ana Blanco que ha vuelto al Pirulí, a los 11-11 corriendo detrás de balones y nos parece lo más normal, cantamos goles y brindamos. Mientras, nuestros hijos practican el zoom y el Skype. Han aprendido a sumar por teléfono, nadie les ha cogido la mano para guiar sus primeras letras. Las discusiones de filosofía han bajado de tono, por el respeto obligado por el sistema a que cuando habla uno se silencia el otro. Es que no lo entiendo. Un profesor proponía reservar unas mesas en un restaurante con sus alumnos para darles clase. Es que alucino. Se puede ir en autobús y no a clase. De verdad. Esto son las prioridades. ¿Dónde está la educación? En la sombra incluso hay quien pretende aprovechar la coyuntura para cambiar leyes educativas. Lo más. Se nos ve el plumero y yo no doy crédito.


Los chavales se han portado de lujo. A saber si no lo tendrán que penar o pagar con el tiempo. Me contaba un padre que, para rebajar un poco la intensidad de su hijo en los primeros días, bajaban y subían las escaleras del edificio corriendo. Imagino que fueron delatados por un poli de balcón y suspendieron el entretenimiento. Una sobrina mía, que no tiene ocho años, se ha pasado el confinamiento botando en una pelota de Pilates. Normal. Y ahora no quiere salir. Sigue con su pelota. Lo raro es que no nos hayamos vuelto majaretas. Lo que más me sorprende es que nadie se sorprende. Eso sí, por la noche, ahora, después de cuatro meses, salen todos a achucharse al retiro. Tal cual abrieran toriles.

Por otro lado, tanto que lo están pensando los expertos, alguna vuelta les ha faltado. Porque toda esa gente que está en un ERTE, sin un duro, pero currando en mínimos. A lo mejor les han reducido el horario a dos horas diarias, tres, y el sueldo en consecuencia. Hay que ganar mucha pasta para trabajando dos horas, cubrir costes. Y encima con los deberes de los niños, que si “hazme una fotocopia”, que ¿cómo se hace un power point?. Todo esto se ve muy bucólico y pastoril, pero no hay tantos ordenadores en cada casa, ni impresora, escáner, y los niños a los mejor tienen cuatro o cinco clases, el resto a su bola. Es muy gracioso oír a una locutora que manda callar a su hijo en directo. Ji ji, Ja ja. Son medio actores. Pero si estás en una reunión con tu jefe y el niño grita que no hay papel, ya te digo yo que no es tan divertido. Que sí, que nos vamos de cañas. Eso sí, se acabaron las becas por buenas notas en la universidad pública. La renta es lo que vale. ¿Por qué no se puede premiar el talento y el esfuerzo? Será un bulo.


Me siento un ingeniero del verso y un obrero, que trabaja con otros a España en sus aceros.

ESLÓGANES


Pero ¿no se ha dado cuenta nadie de que en los eslóganes se mete siempre una cuñita?  Hay algunas que molestan.  A mí me produce especial rechazo aquellas frases que incluyen repetidamente la palabra "unidos " en contexto coronavirus o pandemia. Lo considero innecesario. "Este virus lo paramos unidos" Dada la riqueza del español, lo tomo como un abuso. Hay muchos sinónimos y alternativas. "Juntos", mismamente. ¿Que suena a café para dos? Sí.  Pues a mí unidos me suena a podemita.  Hala.  Ya lo he dicho.  ¿Porque no dicen unidas? Ya puestos, o puestas. Demasiado evidente quizá. Se puede decir de otras maneras, como un equipo, somos un país, una bandera. ¡Eh!, ¡a que eso pone nervioso!. Pues si no quieres ir por la bandera, deja el morado aparte. Aquí estamos todos muy sensibles, tenemos piel de quemado. Vamos a evitar tocarnos las narices, dentista. Me produce un rechazo brutal esa sensación de mensaje escondido en cada voz, en cada palabra.

Es como los vinilos que, si los oías al revés, se escuchaban argumentos del más allá, reveladores del mal. Esas portadas de los Beatles con mensaje oculto de Paul. Que había muerto en un misterioso accidente y sustituido por un doble. Igual que Walt estaba congelado esperando el remedio a su enfermedad. Si no has odio eso es que no has tenido infancia, o eres muy joven. El paso cambiado en Abbey Road o dado la vuelta en la portada Paul y en la contraportada George, el más guapete de todos, señalando una frase enigmática en Sargent Peppers. ¡A las cinco en punto! Ay, ¡qué terribles cinco de la tarde! ¡Eran las cinco en todos los relojes! ¡Eran las cinco en sombra de la tarde! Eran las cinco en todos los relojes. ¿Eran conocedores los de Liverpool de la muerte de Sánchez Mejías y el llanto de Lorca? ¿Quién sabe? Su canción pasaba por la mañana. Ella se iba. Federico lloraba a las cinco de la tarde. Mensajes del futuro o el más allá. 

En estos días son los fotogramas a cámara lenta de un anuncio donde se esconden mensajes subliminales que incitan a la revolución o a la compra compulsiva, por ser mas mundanos y realistas. En realidad son el fracaso de la libertad. Me da miedito la manipulación encubierta. Eso me lo dices a la cara. A la salida te espero. ¡Bien, pelea! Es más sano que todo este lío, de letras iguales, grandes, mayúsculas, negrita, doble espacio. Que te hagan pensar en lo que ellos quieran, sean quienes sean ellos. Fondo azul cielo, rojo, verde, naranja, cada uno se asocia a algo, paz, lucha, reivindicación justicia, equilibrio. Y eso que quieren enterrar a Freud, que fue el que se dio cuenta de casi todo. Todo está estudiado para quitarnos el polvo de las alas que nos deja volar. 
Como colofón, diría que porqué unidos. ¿Unidos como? ¿cosidos? ¿casados? ¿Yuxtapuestos? ¿Cómo de unidos? ¿Fusionados? Me parece que no es la palabra. será que nos tenemos que coordinar, poner de acuerdo, juntar fuerzas, empujar todos, pero unidos - unidos, como que no hace falta. ¿No? Además, como me sugiere una amiga, ¿no tenemos que estar a metro y medio? Me parece a mi que rechina este eslogan. 

19/06/2020

PREGUNTAS SIN FRONTERAS


¿A ti no te ha pasado nunca que estás por ejemplo o en la avenida de Benicarló?, sin ir más lejos. Esté donde esté susodicho pasaje. Es por decir algo, me da igual Oxford Street por ponerme nostálgica y viajera, la plaza florentina donde se come la mejor pizza del mundo (en un bar) que la calle de las Eras o una enorme acera de cualquier ciudad petada de gente, turistas, olores. Sin miedo al contagio. Que no estás solo. Calle súper larga, unos 400 millones de personas entorpecen el paseo rectilíneo. Humos y ruidos. En mi caso, voy a toda pastilla, con prisa, me he chocado con un señor pequeñito al que casi derribo al salir de casa. Me avergüenza mi torpeza abrazando el aire. La cabeza me bulle a falta de agenda. Veo una señora despistada. Y todavía no la he visto. Inmediatamente, sé que soy su blanco. He sido elegida. Me va a hablar. Me resumo a mí misma tratando de pasar desapercibida; que no me hable por favor, que tengo prisa. No miro, que no intercepte mis ojos. Evito el contacto visual. En el fondo sé que estoy perdida. Busco mi varita mágica para desaparecer. Me va a hablar. Lo sé. Intento recurrir al famosísimo conjuro de la invisibilidad, recurso que tan manido me es en conversaciones familiares o de amigos. En las que no existo. En las que no se me oye por mucho que diga, en las que da igual el tono que utilice, la anécdota o la historia, ocupa una frecuencia inaudible. A veces pienso que pienso y no me salen las palabras. ¿Será la resonancia del local, las paredes desnudas del hogar, los cristales que hacen reverberar mi voz y que se disuelva mi esencia en el ozono? La última ola, en retirada, me obliga a recolocarme y asumir mi posición de vacío.

Volvemos a la calle. Yo la he detectado a distancia, igual que ella a mí. Sin verla. Es una sensación, lo noto en la piel. De pronto sé que he sido descubierta. Veo que ha pasado al lado de un policía, que se lo diga a él, por favor, que le hable. El policía la mira con candor. Pasa de largo. ¿No se da cuenta capitán, de que la mujer está perdida? ¿No ve que necesita ayuda? Casi roza, pobre, a un señor elegantísimo de lo cerca que le rebasa; traga el humo que exhala una mujer cana, que fuma un pitillo esperando una amiga. Estoy perdida. “Por favor señora”, habla en un español que solo con la introducción aprecio rudimentario, el acento es muy fuerte. No sé de qué país es.  “Por favor señora, ¿la Castellana usted me puede decir cuál es?” y digo “sí, sí, ésta es la Castellana”, me quiero ir, ha sido fácil. Ilusa de mí. “¿y el número 3 Castellana, dónde?” Estamos en el 259, los ojos me dan la vuelta. “La calle está bien, pero tiene usted que andar 256 números, estamos en el 259” Te mira sintiendo que la engañas. “No. Es Castellana, ¿dónde número 3?” la señora va apurada y se le nota, quizá tiene una entrevista de trabajo y llega tarde, una cita médica, va a ver a su hijo, que acaba de empezar a estudiar, o ha alquilado un apartamento. No comprende que se ha equivocado de parada de metro, autobús, o se ha bajado del taxi antes de tiempo, viendo como subía el taxímetro. Me voy a sentir culpable todo el día. Le doy las indicaciones. Sé que ha perdido una oportunidad. La he fallado, no confía en mí.

Yo tengo cara de decir que sí a todo. Y es que es verdad, me tienta.  A mí se me descubre muy fácil. No tengo tapadera. Una vez visité a una amiga que estaba enferma, de pena; y otro paciente del hospital del que se había hecho amiga, detectó que yo era un hada, o un duende. Lo supo por mis orejas. Creí que nunca saldría de allí. Que los batas blancas me identificarían como una enferma, que es lo que era.

Digo que sí a todo, o a casi todo. Pierdo el norte, me vuelvo torpe. Hay un momento en el que me tengo que parar y asumir la realidad: sí, estoy en el 259 de la Castellana. Y usted también.  El 3 no está cerca, señora. Aproximadamente cinco kilómetros le separan de su destino y un buen rato en cualquier caso, dependiendo del medio de transporte será más o menos largo. Se ha bajado en Begoña y tenía que llegado hasta Colon. Pues sí. Me mira con esa cara que dice que la he fallado. Que miento. Que no he resuelto su angustia. Y me la pasa. Debería lanzarle al policía que se ha saltado o al guardia de tráfico se lo sabe mejor, a ese agente que se entretiene multando a traición. Debería cortar, que no llego a mi reunión.

Dicen que el instinto funciona cuando no hay ruido. Yo soy detectada por otras personas que no saben que tienen ese don. Soy la que dice que sí. Debo tener una luz rotativa en la coronilla, de esas que usa la policía secreta. ¡Quien fuera poli! Para sacarse de la manga el artilugio y colocarlo en el capó. Y las sirenas a toda mecha. Abran paso que voy, que me voy.

Recuerdo una tarde pre - pandemia en el parque Chamberí, viernes de marzo, 19:30, la primavera ronronea, el ocaso se retrasa. Quien conozca el lugar sabe que es hora punta. Había 450 millones de niños, sin exagerar, confinados al aire, barajados por edades. Con sus respectivos padres rondándoles, intentando mantener la calma e identificar por la vestimenta en el follón a nuestros churumbeles, sin interferir en exceso. Si pantalón rojo o vestidito de jaretas. Tratan de adivinar si se esnafra o se pega con otro, el chaval. Diferencian como pueden, para no alarmarse, el llanto quejica y breve del real, pataleta o dolor. En busca de ese equilibrio entre estar pendiente y estar encima. Dejándoles libres con más miedo que alegría, para que aprendan ellos. La cabeza llena de teoría, el cuerpo cansado. Confundidos.

En medio de ese jaleo de arena y porquería, de chuches y meriendas, en ese cóctel de gritos, llantos y risas, de repente aparecen unas niñas muy dispuestas. Yo estoy hablando con una madre que es amiga. Las niñas son dos, chicas de colegio, falda oscura plisada, camisa azul clara. Calcetines a media pantorrilla, no han cumplido los 10. Sonríen. Vienen directas hacia mí. Las he detectado nada más verlas, antes incluso. Un pulso se me ha activado en la cocorota. Llevan, una un táper abierto en las manos, la otra un vaso de papel con unos palillos de madera. Pelo recogido ambas. Una en una larga trenza rubia que divide en dos su espalda; la otra, coleta oscura recogida con un lazo. Recorren los 60 metros que hay entre la entrada del parque de Chamberí y los columpios donde nosotras nos encontramos, vigilando que no se nos precipite por un tobogán ninguno de los chavales a los que teníamos a nuestro cargo. Han atravesado el gentío esquivando balones y haciendo quiebros para no chocarse. No paran ni una vez hasta llegar a mí. “¿Nos compra un filete empanado? Es para el viaje de fin de curso” Mi amiga las despachó con aires destemplados, educada pero sorprendida, fijando la frontera con pinchos de disculpa y no nos interrumpáis. Yo estaba estupefacta. Se dieron la vuelta y salieron del parque. No ofrecieron la mercancía a nadie más. ¿Eran ángeles acaso?, si no hubiera sido por mi amiga hubiera atribuido el episodio a mi imaginación. Volvieron a casa comiéndose los trocitos de filetes empanados. Y yo, con mi culpa.

05/06/2020

ESE INVITADO. ESE PARIENTE



Poco se habla de ese amigo, pariente o contrapariente, que viene a casa a comer, cenar, pasar un fin de semana, el invitado. Ese personaje al que se creía conocer . Ese amigo querido guardaba un as en la manga. Siempre hay que dejar un hueco para la sorpresa. Por mucho que se confíe en que conocer a alguien, no es suficiente hasta compartir mesa.
Una instantánea del momento sería una imagen de sobremesa en casa. Conversación animada transcurrido el aperitivo y la comida. El vino y el rato han nutrido el ánimo y la conversación. Se sirve el café en las tazas de la Cartuja. Se saca el azucarero de los abuelos, de cristal y en la tapa un asa de plata para levantarla. La cuchara a juego, de milagro ha sobrevivido a mudanzas y herencias. Apoya el conjunto sobre un plato que conjuga con el asa. Entre ambos enseres la abuela colocaba una servilleta de hilo azul, bordada a mano. Se sirve el café. Solo. Con leche. Cortado. Con hielo. Solo. La jarra de la leche gotea, como todas. Un primer hielo en el ambiente es el que provoca el solícito que se autosirve la leche y de nuevo comprueba que el pico está mal diseñado, como todos los picos de todas las jarras de leche, sean anchos, estrechos, planos o curvos. No es falta de maña o descuido. No tiene solución. La pesadumbre del invitado se materializa en la mancha en ese mantel que te regaló tu suegra, herencia a su vez de su madre. Tiene arreglo, pero ha quedado para el arrastre. No pasa nada. Se lava. Sonrisas. Sostienes la compostura con pinzas. Leve ajetreo que desordena la tarde. Una taza para un plato y su cuchara. No. Yo lo tomo amargo. Vale. Cada uno se sirve su azúcar. Aquí llega el momento álgido de tensión. Siempre hay un espabilado que coge la cucharilla del azucarero y de un modo automático, después de la segunda o tercera cucharada, porque suele ser goloso, y a eso se junta que la cuchara en cuestión es pequeña coge al cucharita del azucarero y revuelve con ella y con calma su café, obviando el utensilio que con delicadeza hay colocado en el lado derecho de su plato, bajo el asa de la taza, porque es diestro, y tú lo sabes. Sí, esa cucharita de plata que no se puede meter en el friegaplatos. Esa que a veces tiene un grumito de azúcar solidificado que no se sabe de dónde viene. Se espolvorean culpas cuando se descubre. Será del calor del café, al aproximarla al líquido caliente que contiene la taza, con el vapor se humedece y al volver a su sitio, los granos se adhieren a la superficie mojada. Se repite el proceso cada día hasta que la protuberancia es evidente. Seguro que a Don y Doña Perfectos eso no les pasa.



El gesto de ruptura de la armonía hace un agujero en el ambiente. Un café puede ser una rutina vacía de personalidad, sin adorno o una demostración de amor, como todo en la cocina. La segunda opción es la elegida. La ocasión se ha decorado con esmero. Se muele café natural. Huele al grano en la cocina. La cafetera italiana borboteó el café. No melita, no máquina moderna Nespresso o imitación. No. Cada detalle está pensado y es auténtico y fluye sin esfuerzo. Resulta natural. Todas las piezas de la vajilla son iguales, las cucharas también, un milagro las ha reunido. ¿Entonces? ¿Qué no ha entendido ese mendrugo? Hay galletas y pastas. Un poco de chocolate. De almendra y negro. A elegir. After Eight. No hay pormenor abandonado al azar. Copas para el gin tonic. La tarde y noche por delante para alargar la velada. Y el zoquete mete la cuchara del azucarero en el café. No tiene precio la perplejidad que disimula la cara del anfitrión. No puede decir nada ni dejar ver cómo le afecta. Le importan un bledo las migas y las manchas. Pero ¿por qué usa la cuchara del azúcar? No da crédito. Solo la educación le ayuda a mantener el rostro cual falangista. Impasible el ademán. Estupor análogo se produce en un desayuno de familia o amigos cuando el ser querido, después de untar su tostada con la mantequilla introduce sin titubeo el mismo útil en la mermelada. ¿Por qué? Los ojos del anfitrión son dagas. Brilla el filo de la intención. Los restos de mantequilla invadirán para siempre esa maravillosa mermelada regalada, de naranja amarga. Y viceversa. Porque después se pone otra tostada y mete el cuchillo lleno de confitura en esa riquísima mantequilla de Soria. Que solo se compra cada tanto, como homenaje. Es un tesoro. No solo es la mancha de tono anaranjado en el amarillo, ese ribete que brilla; sino que en vez de pasar el cuchillo sacando láminas finas y fáciles de extender, arranca pedazos de forma casipiramidal que espachurra en el pan y lo destroza. Volviendo a mis abuelos, en su casa recuerdo bolitas de mantequilla en un bol frío, metido a su vez en un cacharro con hielo. El huésped se mancha la mano de grasa, que utiliza en vez de apoyar el pan en el plato. Es un resumen del disparate. Junta todos los horrores. Le falta chupar el cuchillo. Tiempo al tiempo. Que todo llega.


NO HAY DERECHO, CAMILA


No vale, Camila. Ser un escritor de éxito no derecho a publicar un bodrio. No vale. Se sale de sus relatos de Fjällbacka, dice la contraportada. No hace justicia al contenido. Mujeres que no perdonan es un libro que utiliza un tema manido como es el dolor de algunas mujeres en el seno del matrimonio por motivos varios. Abarca desde el maltrato hasta el olvido, pasando por la infidelidad. Desvirtúa y abusa del argumento, lo retuerce y banaliza. Se trata de un tema de moda, pero eso no da derecho a convertir un drama en una novelita súper ventas. Aprovecha la coyuntura de un modo desleal y hasta canalla. No homenajea a las dolientes reales. No las convierte en heroínas, no ilumina a las víctimas. Solo las utiliza para escribir una bobada. En cuanto a lo que novela negra significa es una burda utilización de un argumento sin sorpresa. Utilizado por el malvado Sr. Ripley y por Colombo y por supuesto por Agatha.

Ser escritor de éxito, no digo yo que obligue a escribir siempre un librazo, porque estar siempre a la altura solo lo hacen algunos. Pero no vale copiar, ni publicar así porque sí. Según La Repubblica, este nuevo libro es “Una trama perfecta de una de las maestras de la ficción mundial”. “Una novela fascinante sobre tres mujeres que deberán enfrentarse a los hombres responsables de convertir sus vidas en un auténtico infierno”, para La Gazzetta del Sud. Vale. Ni es perfecta ni fascinante la novela. ¿Quiénes son esos críticos canallas que rellenan la contraportada de adulaciones? No vale. Esa endogamia de la autoveneración y el self adulo es una trampa. Y quizá el motivo por el que yo no vuelva a leer a la sueca. Con cuarentena o sin ella.

Camila tiene su propia técnica, que repite y funciona. La ha exprimido, está en su derecho. Sus libros son siempre parecidos pero estupendos, para mí. Sin pretensiones. Hay un asesinato horrible y la súper escritora protagonista, esposa contenta de policía, mete las narices sin querer y a propósito, madre feliz. Se pone en marcha a base de dale que te pego, investiga, descubre, encuentra miserias y secretos. Acerca al hoy el pasado en sus libros, un paisaje igual de frio en ese pueblecito sueco que no hace falta que exista. Pero que tan bien conocemos. Personajes que envejecen de un capitulo a otro. Crímenes disparatados. Pero intriga decente y entretenida, literatura de verano, o de cuarentena.

Es cierto que se lee en una tarde, pero ese es no es indicativo de calidad, ni dato que aporta nada más que urgencia por terminar. No necesariamente es algo positivo ni una característica a destacar de un escrito, no es un indicador de buena literatura, ni siquiera de la obra de intriga o la intriga de la obra. El que es experto lector de novela negra se da cuenta del argumento del libro dependiendo de las ganas que tenga de ser sorprendido y hacerse el loco, a las pocas páginas de empezar. No vale nada. De verdad. Es una decepción total. Porque a la novela de misterio no siempre se le exige excelencia, pero algo, hombre. Tiene su público.

04/06/2020

EL PADRE GUAY





Dícese de ese padre que se embute unas bermudas luciendo pelambrera en sus extremidades inferiores, blancas como el papel; unos náuticos, polo de marca blanca de color atrevido y recién planchado, con los cuellos subidos tapando el cogote, y se echa a la calle los sábados de final de primavera, con sus polluelos recién peinados, bien temprano por la mañana.

El padre guay entre semana no existe. Sale pronto. Llega tarde. Solo está para asentir o imponer una calma ficticia con la autoridad que el cargo le imbuye. Porque es el padre guay. Y se pasa el día currando. Se le obedece por defecto. Y se le quiere sin condiciones. Es distinto que la madre, que reparte su tiempo entre llevar a los niños, deberes de mates y análisis sintáctico, las sábanas y la compra, la comida y el polvo. Tienen el trabajo dividido, él troncos, frutos y flores, ella riega lo escondido. Es cansado, por eso al llegar la noche, ella descansa a su lado, las manos, en su costado. Todas las cosas cuidan, cada uno según su talante, él lo que tiene importancia, ella todo lo importante. A ella le huele el pelo a tortilla de patata. Síntesis del amor: la cocina. Prorratea minutos entre actividades variables. Busca un rato para un café o hacerse las mechas. Se organiza sin agenda como si tuviera un planificador insertado en el occipital.

Tales horarios de salida padres - hijos repeinados son a veces fruto de un momento de estrés de la madre. Tras renunciar a que cada uno recoja lo suyo y se haga su cama, opta por animar a todos a salir. En una hora lo apaña ella. No quiere enfadarse. Maneja un humor de reina de las emociones. Invita a una excursión a comprar cruasanes o visitar los columpios vacíos. El padre guay adora a la madre. Y la madre adora al padre guay. Él adora su humor y su amor. Ella a él igual. ¡A la calle! La familia entera huele a Nenuco, los niños orgullosos imitan al padre subiéndose el cuello de sus polos a juego tapando la nuca, bermudas iguales. Las niñas lucen vestidos mínimos y lazos que recogen coletas a ambos lados de la cara. Salen de casa escopetados tras aplicar besos metralleta en el moflete de la madre que sonríe.

El padre guay no tiene manos para todos sus hijos. Pero la mayor, con su vestido de nido de abeja, se encarga de los mellizos, que ya saben andar. Y el padre enhebra las manos de los medianos. Cruzan las calles cual del Mississippi se tratara. Entre emoción y vanguardia. Embarga sus almas la emoción de la conquista del día. Las barbillas altas y las risas sonoras. Desayunan, pasean, disfrutan de los columpios recién barridos. Vuelven con flores y regalos para la madre santa que ya está preparada, la casa hecha, la lasaña en la nevera, lista para la cena o la comida. No hay plan.

El padre guay en cuarentena ha extendido sus salidas desde los avances de fases. Se le ha visto en el mercado y la papelería. El padre guay ha sido descubierto por vecinos diurnos con los que nunca habían coincidido. El padre guay ha conocido a otros padres guay. Su red social ha rebasado la línea de las reuniones de trabajo y le ha acercado a su barrio, a su casa. Ya no es padre de fines de semana. El padre guay nunca será la madre, ni falta que hace. La madre guay le quiere montones. Y viceversa..


EN POTENCIA Y EN REALIDAD

En potencia eran una pareja feliz. En realidad, todo se fue al garete. En potencia la dicha era factible. Los dos eran buena gente, corazones enormes llenando cajas torácicas escuetas; en realidad; los celos y la incomprensión se hicieron dueños de la rutina. En potencia; podían morir de viejecitos, de la mano. En realidad, todo se fue al traste. ¿Por qué? Porque sí.

En potencia ella se llevaba genial con su suegro, hombre de letras y emociones. En realidad; un infarto el día antes de que se conocieran, dejó huérfano de padre y madre al hijo único. Así es que ella nunca supo lo que era ser nuera, ni tener familia política.

En potencia eran cómplices. Se querían de verdad. Anticipaban deseos y detalles. Pero fueron incapaces de hacérselo saber el uno al otro. Vivieron solos sin sentirse queridos. Y queriéndose a rabiar. Llorando de amor.

El uno se sentía solo. La otra se sentía sola. Dentro de su amor. Se reprochaban sin palabras: falta de atención, falta de diálogo, falta de cariño, falta de consideración; pensaban uno a la cara del otro ¿cómo no se dará cuenta? De evidente que era, ni nombrarlo pudieron. Presuponiendo uno que era cristalino se avergonzaban de la sola posibilidad de verbalizarlo. Eso no se dice. Eso no se toca. Sintiéndose el otro ninguneado y solo. En potencia, lo hablarían. En realidad, sus almohadas se empaparon de grandes silencios seguidos de caras largas y gestos de tristeza o enfado. Cabreos solitarios, lágrimas solas. ¿Cómo pudo ser? Pues fue. No había desamor sino distancia. Las ventanas de uno se cerraban preparándose para la inmersión. El otro no podía más que enfadarse sobre mojado. Sin ser capaces de enfrentar lo que les separaba, que era un fino muro de papel. Pero había que romperlo. Uno fue hundiéndose bajo el agua calma. Le estallaban los oídos por el peso de lo que llevó hacia abajo. Solo. El otro llenando de flores los rincones. Y al revés. En el momento de mayor soledad del detallista, vestido de gritos al principio, de distancia después; encontraba al otro cocinando ollas de amor colmadas de lágrimas y sonrisas llenas de esfuerzo y amor. El alimento lacrimógeno solo engordaba el enfado y la pena. Se había roto la armonía, iban desacompasados.

Es cuando se transforma lo bueno en malo. Él ofrece un brindis y ella piensa que ha olvidado una promesa. Ella agasaja con amigos y parientes y él piensa que ella ha olvidado que quiere pasar tiempo solos. Las buenas intenciones no bastan. Deberían. En potencia, las buenas intenciones son la solución. En realidad, no son suficientes. Faltan las palabras. Un bocado exquisito se convierte en una pesa que cambia el gusto y la balanza. Ella se levanta pronto para que todo esté preparado y agasajar su vuelta. Él se lo toma como abandono y desinterés. ¿Cómo el amor no puede arreglar los malos entendidos? En potencia, el amor lo puede todo. En realidad, los obstáculos a veces son más fuertes de lo que imaginamos.  Voluntades de hierro que se arquean ante lo más doloroso, la indiferencia de los seres queridos, el desprecio, el no aprecio. Volvernos invisibles al otro, aunque le amemos con toda la fuerza del mundo.  Aunque empeñemos nuestro corazón en hacerle feliz. Dicen que no es eso el amor. Ahora hay teorías para todo. Para demostrar una cosa y la contraria. Para abandonarse en comportamientos fuera de la moral o la ética.  Vale todo, cualquier cosa. Pero la verdad está en el corazón. Y un corazón que ama no entiende la diferencia de lo que en potencia pudo ser y lo que la realidad rompe.

En potencia tenían la vida por delante para ser felices. Rodeados de buenas personas, como ellos mismos, hijos exitosos y guapos. Más buenos que guapos. Guapos por dentro. Que todo sale. Trabajos bonitos. En fin, objetivos iguales o afines, la paz mundial y el amor entre los pueblos satirizaría alguien. Bueno. En potencia la vida era bella. En realidad no. En realidad, había un mar de infelicidad sobre el que navegaban sin rumbo. Arenas movedizas en la base de su amor. Licuefactó el cimiento de su relación. En potencia todo tiene solución.  En realidad, la rotura de un corazón conlleva un trabajo y dedicación para él no está cualquiera preparado. Es necesaria mucha renuncia, una falta total de egoísmo. Es menester la mayor de las generosidades. En potencia ambos dan el perfil de no proteger su ombligo. En realidad, los factores son tantos en la vida que no se pueden dominar. En potencia es posible la alegría. En realidad, solo hay muerte. Un enorme cuchillo saja la cuerda de la existencia. Un taladro sin fin elimina toda posibilidad de llenado. Se vacía la esperanza.

En potencia ella hacía tartas que daban olor a galleta a la casa entera. En realidad, lo subcontrataba todo. Daba muy buenas explicaciones, tantas que tardaba más que en hacerlo ella misma. Pero era incapaz de enfrentarse al fracaso. Uno pequeño, que no subiera la masa, pasarse de azúcar. Mirar a la cara, al cabo, a la dificultad cuya superación te hace crecer. Así que en potencia ella era una excelente repostera. En potencia y a ojos del mundo entero que degustaba sus dulces como transmisores de amor. Cada día: hoy hago tarta de limón, hoy de manzana, de queso. En potencia las cocinaba todas en realidad se alimentaba de bolsas de patatas baratas sin sacarlas del envoltorio y colocarlas en un bol, pringándose de grasa y sintiéndose fatal después. En realidad, ella se llenó de amargura en su fracaso; incapaz de equivocarse y resolver el fallo, se fue haciendo pequeña. Se fue debilitando hasta somatizar su pena en forma de enfermedad real. Para que por fin pudieran mirarla. Para por fin poder pedir ayuda. Nada dulce llenaba sus días. Y mira que lo soñaba. Ya desaparecida.

03/06/2020

EN LA PROSPE TAMBIEN HAY CACEROLADAS


Las mascarillas de Marcos de Frutos



Hay de todo. El abanico pasa por las azulonas tipo quirófano, las de pintor, las que parecen de astronauta, a las de los soldadores con una rigidez variable en la estructura del plástico. Luego están las de telas de colores, que no sin homologación adjunta, son bonitas y algo protegen. Hay quien dice que no cree en nada y sale a pelo a la calle, pero mira por donde siempre llevan una bufanda o un pañuelo con el que se cubren cuando alguien invade su espacio de seguridad. O los que se muerden la camiseta o el jersey como si fuera un tic y se tapan con urgencia hasta las ojeras.

La diferencia siempre está en la gente. El quid de la cuestión somos siempre las personas. Parece que no tiene nada que ver, pero sí. Hace unos días solo había caceroladas en Núñez de Balboa y en el Viso. Además, se usaba, para no dañar la cocotte, una aplicación del móvil con sicofonía del más acá, mucho más cómoda y práctica que el menaje propio. Traicionaba la esencia de la protesta de mostrar cazuelas vacías, consecuencia de la crisis, el paro, el hambre. Ya no. Porque en la Prospe, en pleno barrio podemita, también suenan las cacerolas. Seguro que los diletantes tienen una justificación. El ruido es lógico en esos barrios castigados por la opresión capitalista. Gobiernos anteriores subieron alquileres, destrozaron escuelas, rompieron el sistema público de sanidad. Son ejemplos. Es como ese vasco que ha dicho que quiere una Euskalerría libre después de que un animal vestido de policía matara a un hombre, a la sazón negro, en plena calle, en los Estados Unidos de América. Muerte retransmitida en directo. Para estupor de propios y extraños la bestia no quitó la rodilla de la garganta agonizante hasta que por completo dejó de respirar el yacente. Sí. La realidad y las noticias llegan a todos los rincones, por mucho que se intente censurar la vida. Igual que el virus llegó de la lejanísima China-na-na-na China. Un muerto en Illinois es un agujero negro en el planeta entero. Y las cazuelas suenan en todas partes.

Pero faltan los matices. No sé quién es el bicho que nos envenena más si el puñetero coronavirus o la covid 19, según quien los nombre. Es más fino lo de La Covid. Queda tal si supieras científicamente de lo que hablas. Como que tienes datos. Te elevas unos milímetros del suelo. Lo mismo subes al cielo al colgar la ropa. Y ya si hablas de SARS-CoV-2 es que lees El País o eres médico de la Concha. Punto y aparte. Si te quieres camelar a alguien no hables del coronavirus, mete la cuña de la Covid y muy mal se tiene que dar para que no triunfes. Acompaña a tu argumento hablar de las FFP2, que no mascarillas. No hay galán que se precie que no sea capaz de distinguir una FFP2 de una FFP3. Lo que para el público en general es una simple mascarilla, para los instruidos cabe distinción de tipo de protección, propia y ajena. Análogo discurso es aplicable a los guantes. ¿Que a ti te vale un guante de la fruta del súper, aunque sudes como un pollo tanto que sientes la deshidratación en los antebrazos? Perlas otorgan brillo a tu honorable frente. ¡Error! ¿Es que no sabes lo que son los guantes de nitrilo? ¡Ay, alma cándida!, de cántaro forjada. Para evitar la covid debes usar nitrilo y FFP3. En caso contrario, ignorante, serás carne de cañón, no tienes ni idea. ¡Tú sí que no tienes ni idea!

¡¿EH?!¡¿HOLA?!




Si no sabes lo que significa ¡¿Hola?!, estás perdido, fuera del mundo. Out. No puntúas. ¡¿Hola?!, forma parte del montón que contiene ¡¿perdona?!, palabras acentuadas en todas sus sílabas, poliacentuadas. Es también la sorpresa en el conjunto vacío que intersecta la exclamación y la interrogación. Esa mezcla mayonésica, ese alioli que se corta, aunque te pongas de perfil y uses la batidora.

¡¿Hola?! significa lo que tú quieras, ¡¿Hola?! no quiere decir nada en concreto. ¡¿Hola?! es asombro, sorpresa, pasmo, ¡¿hola?! es duda, ¡¿Hola?! es indignación, extrañeza o estupor. De nuevo volvemos al plop sonoro de nuestro cavilante cerebro al hacerse el vacío. Ese amasijo perfecto desaprovechado y obligado a buscar atajos para sintetizar la respuesta. Vago, confuso, indeciso y perezoso, elige sin reflexión el vocabulario a emplear clamando prórroga e intentando evitar los penaltis. Deja minúsculo espacio a la reflexión, se aloja en una tierra de nadie ocupada por una sorpresa incierta que implique desacuerdo, admiración, sorpresa, muestra de lo que es evidente. Necesita un comodín para elegir mejor una contestación que desconoce, más por absurdo y obediente miembro de una masa uniforme y monocromática que por ignorante. Porque no está de moda pensar, porque no está de moda sentir. Busca respuesta en el disco duro de sus recuerdos y analogías, en la información partida entre su corazón y sus asuntos. Busca dar respuesta que encaje con el grupo. Trata de maridar seguir formando parte del grupo con sus propias convicciones. Evalúa el impacto, apunta, se prepara y no encuentra manera de seguir manteniendo su esencia y la aceptación en un mismo bocado. Se ancla en la flojera y abusa de la pretendida contundencia de la expresión aprendida y multiusos. Se sorprende de ser incorrectamente interpretado. Nuestras conversaciones vagabundean entre la holgazanería y el desinterés.