Pero no hemos llegado a los tacones. Ahí no cabe la capacidad de maniobra. No hay manera de meter el pie en esos salones que te ponías como si fueran zapatillas hace solo cuatro meses. Por no hablar de unas sandalias de escándalo, con las que bailabas pegado, al meter los deditos por el cuero se te han puesto rojos de los que te aprietan las cintas. Que no tenemos edad de que nos crezca el pie. Sorprendida le das la vuelta al zapato para comprobar la talla. Sí, es el tuyo. Cuando estás gorda, muy gorda, hasta los pies engordan. Parece que el peso expande hasta los metatarsianos. No sé si tengo el pie más cabo, más plano, si me ha crecido el tarso o el calcáneo. Pero no me caben los tacones. Y se me saltan las lágrimas. Es lo último. Sin ser materialista ni importarme un bledo mucho de lo superficial que encuentro en la vida, el que no me quepan los tacones es la gota que colma el vaso de mi aguante. De meses de encierro y soledad, de días iguales. De no saber si es lunes o domingo.
Estar deprimido es echarse a llorar porque cuando llegas a casa, después de un día para tirar a la basura al que has sobrevivido; la esquina donde sueles tirar el coche, está ocupada. Entonces se te viene el mundo encima y te das cuenta de lo desgraciado que eres. Las lágrimas te llegan al escote antes de sacar un kleenex. No es que tengas motivos más importantes que otros para la tristeza. Hay personas con razones de sobra para estar hundidos y sin embargo dan alegría. Pero no somos todos iguales. Estar deprimido no es que te ponga triste no encontrar sitio para aparcar, es rondar el abismo todo el rato, al borde del dolor y del llanto. Dentro de la maleza y arenas movedizas de la melancolía. Es salir a la calle, disimulando un poco y pasar desapercibido; hacer como que vives como los demás, que puedes andar y escribir, y comer, comprar el pan o el periódico, trabajar, cocinar. Pero todo está dentro de una representación, con alfileres sujetas tus emociones para que no se te escapen y se camuflan entre tus movimientos. Con cuidado de que nadie te vea de verdad. Maquillas la pena. Le pones mucho rímel y carmín a las mañanas. Y así pasas los días sin que nadie se de cuenta. Te mimetizas en la rutina.
Cuando te vistes de bonito, ya en el umbral te calzas los tacones a juego y ves que eres una de las hermanastras de Cenicienta, te cagas en el puto confinamiento. Con perdón.
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