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05/06/2020

ESE INVITADO. ESE PARIENTE



Poco se habla de ese amigo, pariente o contrapariente, que viene a casa a comer, cenar, pasar un fin de semana, el invitado. Ese personaje al que se creía conocer . Ese amigo querido guardaba un as en la manga. Siempre hay que dejar un hueco para la sorpresa. Por mucho que se confíe en que conocer a alguien, no es suficiente hasta compartir mesa.
Una instantánea del momento sería una imagen de sobremesa en casa. Conversación animada transcurrido el aperitivo y la comida. El vino y el rato han nutrido el ánimo y la conversación. Se sirve el café en las tazas de la Cartuja. Se saca el azucarero de los abuelos, de cristal y en la tapa un asa de plata para levantarla. La cuchara a juego, de milagro ha sobrevivido a mudanzas y herencias. Apoya el conjunto sobre un plato que conjuga con el asa. Entre ambos enseres la abuela colocaba una servilleta de hilo azul, bordada a mano. Se sirve el café. Solo. Con leche. Cortado. Con hielo. Solo. La jarra de la leche gotea, como todas. Un primer hielo en el ambiente es el que provoca el solícito que se autosirve la leche y de nuevo comprueba que el pico está mal diseñado, como todos los picos de todas las jarras de leche, sean anchos, estrechos, planos o curvos. No es falta de maña o descuido. No tiene solución. La pesadumbre del invitado se materializa en la mancha en ese mantel que te regaló tu suegra, herencia a su vez de su madre. Tiene arreglo, pero ha quedado para el arrastre. No pasa nada. Se lava. Sonrisas. Sostienes la compostura con pinzas. Leve ajetreo que desordena la tarde. Una taza para un plato y su cuchara. No. Yo lo tomo amargo. Vale. Cada uno se sirve su azúcar. Aquí llega el momento álgido de tensión. Siempre hay un espabilado que coge la cucharilla del azucarero y de un modo automático, después de la segunda o tercera cucharada, porque suele ser goloso, y a eso se junta que la cuchara en cuestión es pequeña coge al cucharita del azucarero y revuelve con ella y con calma su café, obviando el utensilio que con delicadeza hay colocado en el lado derecho de su plato, bajo el asa de la taza, porque es diestro, y tú lo sabes. Sí, esa cucharita de plata que no se puede meter en el friegaplatos. Esa que a veces tiene un grumito de azúcar solidificado que no se sabe de dónde viene. Se espolvorean culpas cuando se descubre. Será del calor del café, al aproximarla al líquido caliente que contiene la taza, con el vapor se humedece y al volver a su sitio, los granos se adhieren a la superficie mojada. Se repite el proceso cada día hasta que la protuberancia es evidente. Seguro que a Don y Doña Perfectos eso no les pasa.



El gesto de ruptura de la armonía hace un agujero en el ambiente. Un café puede ser una rutina vacía de personalidad, sin adorno o una demostración de amor, como todo en la cocina. La segunda opción es la elegida. La ocasión se ha decorado con esmero. Se muele café natural. Huele al grano en la cocina. La cafetera italiana borboteó el café. No melita, no máquina moderna Nespresso o imitación. No. Cada detalle está pensado y es auténtico y fluye sin esfuerzo. Resulta natural. Todas las piezas de la vajilla son iguales, las cucharas también, un milagro las ha reunido. ¿Entonces? ¿Qué no ha entendido ese mendrugo? Hay galletas y pastas. Un poco de chocolate. De almendra y negro. A elegir. After Eight. No hay pormenor abandonado al azar. Copas para el gin tonic. La tarde y noche por delante para alargar la velada. Y el zoquete mete la cuchara del azucarero en el café. No tiene precio la perplejidad que disimula la cara del anfitrión. No puede decir nada ni dejar ver cómo le afecta. Le importan un bledo las migas y las manchas. Pero ¿por qué usa la cuchara del azúcar? No da crédito. Solo la educación le ayuda a mantener el rostro cual falangista. Impasible el ademán. Estupor análogo se produce en un desayuno de familia o amigos cuando el ser querido, después de untar su tostada con la mantequilla introduce sin titubeo el mismo útil en la mermelada. ¿Por qué? Los ojos del anfitrión son dagas. Brilla el filo de la intención. Los restos de mantequilla invadirán para siempre esa maravillosa mermelada regalada, de naranja amarga. Y viceversa. Porque después se pone otra tostada y mete el cuchillo lleno de confitura en esa riquísima mantequilla de Soria. Que solo se compra cada tanto, como homenaje. Es un tesoro. No solo es la mancha de tono anaranjado en el amarillo, ese ribete que brilla; sino que en vez de pasar el cuchillo sacando láminas finas y fáciles de extender, arranca pedazos de forma casipiramidal que espachurra en el pan y lo destroza. Volviendo a mis abuelos, en su casa recuerdo bolitas de mantequilla en un bol frío, metido a su vez en un cacharro con hielo. El huésped se mancha la mano de grasa, que utiliza en vez de apoyar el pan en el plato. Es un resumen del disparate. Junta todos los horrores. Le falta chupar el cuchillo. Tiempo al tiempo. Que todo llega.


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