Dícese de ese padre que se embute unas
bermudas luciendo pelambrera en sus extremidades inferiores, blancas como el
papel; unos náuticos, polo de marca blanca de color atrevido y recién
planchado, con los cuellos subidos tapando el cogote, y se echa a la calle los
sábados de final de primavera, con sus polluelos recién peinados, bien temprano
por la mañana.
El
padre guay entre semana no existe. Sale pronto. Llega tarde. Solo está para
asentir o imponer una calma ficticia con la autoridad que el cargo le imbuye.
Porque es el padre guay. Y se pasa el día currando. Se le obedece por defecto.
Y se le quiere sin condiciones. Es distinto que la madre, que reparte su tiempo
entre llevar a los niños, deberes de mates y análisis sintáctico, las sábanas y
la compra, la comida y el polvo. Tienen el trabajo dividido, él troncos, frutos y flores, ella riega lo
escondido. Es cansado, por eso al
llegar la noche, ella descansa a su lado, las manos, en su costado. Todas
las cosas cuidan, cada uno según su
talante, él lo que tiene importancia, ella todo lo importante. A ella le
huele el pelo a tortilla de patata. Síntesis del amor: la cocina. Prorratea
minutos entre actividades variables. Busca un rato para un café o hacerse las
mechas. Se organiza sin agenda como si tuviera un planificador insertado en el
occipital.
Tales
horarios de salida padres - hijos repeinados son a veces fruto de un momento de
estrés de la madre. Tras renunciar a que cada uno recoja lo suyo y se haga su
cama, opta por animar a todos a salir. En una hora lo apaña ella. No quiere
enfadarse. Maneja un humor de reina de las emociones. Invita a una excursión a
comprar cruasanes o visitar los columpios vacíos. El padre guay adora a la
madre. Y la madre adora al padre guay. Él adora su humor y su amor. Ella a él
igual. ¡A la calle! La familia entera huele a Nenuco, los niños orgullosos
imitan al padre subiéndose el cuello de sus polos a juego tapando la nuca,
bermudas iguales. Las niñas lucen vestidos mínimos y lazos que recogen coletas
a ambos lados de la cara. Salen de casa escopetados tras aplicar besos
metralleta en el moflete de la madre que sonríe.
El
padre guay no tiene manos para todos sus hijos. Pero la mayor, con su vestido
de nido de abeja, se encarga de los mellizos, que ya saben andar. Y el padre enhebra
las manos de los medianos. Cruzan las calles cual del Mississippi se tratara.
Entre emoción y vanguardia. Embarga sus almas la emoción de la conquista del
día. Las barbillas altas y las risas sonoras. Desayunan, pasean, disfrutan de
los columpios recién barridos. Vuelven con flores y regalos para la madre santa
que ya está preparada, la casa hecha, la lasaña en la nevera, lista para la
cena o la comida. No hay plan.
Este estilo de padre varía por barrios. Buen retrato y muy ameno.
ResponderEliminarGracias!!!
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