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19/06/2020

PREGUNTAS SIN FRONTERAS


¿A ti no te ha pasado nunca que estás por ejemplo o en la avenida de Benicarló?, sin ir más lejos. Esté donde esté susodicho pasaje. Es por decir algo, me da igual Oxford Street por ponerme nostálgica y viajera, la plaza florentina donde se come la mejor pizza del mundo (en un bar) que la calle de las Eras o una enorme acera de cualquier ciudad petada de gente, turistas, olores. Sin miedo al contagio. Que no estás solo. Calle súper larga, unos 400 millones de personas entorpecen el paseo rectilíneo. Humos y ruidos. En mi caso, voy a toda pastilla, con prisa, me he chocado con un señor pequeñito al que casi derribo al salir de casa. Me avergüenza mi torpeza abrazando el aire. La cabeza me bulle a falta de agenda. Veo una señora despistada. Y todavía no la he visto. Inmediatamente, sé que soy su blanco. He sido elegida. Me va a hablar. Me resumo a mí misma tratando de pasar desapercibida; que no me hable por favor, que tengo prisa. No miro, que no intercepte mis ojos. Evito el contacto visual. En el fondo sé que estoy perdida. Busco mi varita mágica para desaparecer. Me va a hablar. Lo sé. Intento recurrir al famosísimo conjuro de la invisibilidad, recurso que tan manido me es en conversaciones familiares o de amigos. En las que no existo. En las que no se me oye por mucho que diga, en las que da igual el tono que utilice, la anécdota o la historia, ocupa una frecuencia inaudible. A veces pienso que pienso y no me salen las palabras. ¿Será la resonancia del local, las paredes desnudas del hogar, los cristales que hacen reverberar mi voz y que se disuelva mi esencia en el ozono? La última ola, en retirada, me obliga a recolocarme y asumir mi posición de vacío.

Volvemos a la calle. Yo la he detectado a distancia, igual que ella a mí. Sin verla. Es una sensación, lo noto en la piel. De pronto sé que he sido descubierta. Veo que ha pasado al lado de un policía, que se lo diga a él, por favor, que le hable. El policía la mira con candor. Pasa de largo. ¿No se da cuenta capitán, de que la mujer está perdida? ¿No ve que necesita ayuda? Casi roza, pobre, a un señor elegantísimo de lo cerca que le rebasa; traga el humo que exhala una mujer cana, que fuma un pitillo esperando una amiga. Estoy perdida. “Por favor señora”, habla en un español que solo con la introducción aprecio rudimentario, el acento es muy fuerte. No sé de qué país es.  “Por favor señora, ¿la Castellana usted me puede decir cuál es?” y digo “sí, sí, ésta es la Castellana”, me quiero ir, ha sido fácil. Ilusa de mí. “¿y el número 3 Castellana, dónde?” Estamos en el 259, los ojos me dan la vuelta. “La calle está bien, pero tiene usted que andar 256 números, estamos en el 259” Te mira sintiendo que la engañas. “No. Es Castellana, ¿dónde número 3?” la señora va apurada y se le nota, quizá tiene una entrevista de trabajo y llega tarde, una cita médica, va a ver a su hijo, que acaba de empezar a estudiar, o ha alquilado un apartamento. No comprende que se ha equivocado de parada de metro, autobús, o se ha bajado del taxi antes de tiempo, viendo como subía el taxímetro. Me voy a sentir culpable todo el día. Le doy las indicaciones. Sé que ha perdido una oportunidad. La he fallado, no confía en mí.

Yo tengo cara de decir que sí a todo. Y es que es verdad, me tienta.  A mí se me descubre muy fácil. No tengo tapadera. Una vez visité a una amiga que estaba enferma, de pena; y otro paciente del hospital del que se había hecho amiga, detectó que yo era un hada, o un duende. Lo supo por mis orejas. Creí que nunca saldría de allí. Que los batas blancas me identificarían como una enferma, que es lo que era.

Digo que sí a todo, o a casi todo. Pierdo el norte, me vuelvo torpe. Hay un momento en el que me tengo que parar y asumir la realidad: sí, estoy en el 259 de la Castellana. Y usted también.  El 3 no está cerca, señora. Aproximadamente cinco kilómetros le separan de su destino y un buen rato en cualquier caso, dependiendo del medio de transporte será más o menos largo. Se ha bajado en Begoña y tenía que llegado hasta Colon. Pues sí. Me mira con esa cara que dice que la he fallado. Que miento. Que no he resuelto su angustia. Y me la pasa. Debería lanzarle al policía que se ha saltado o al guardia de tráfico se lo sabe mejor, a ese agente que se entretiene multando a traición. Debería cortar, que no llego a mi reunión.

Dicen que el instinto funciona cuando no hay ruido. Yo soy detectada por otras personas que no saben que tienen ese don. Soy la que dice que sí. Debo tener una luz rotativa en la coronilla, de esas que usa la policía secreta. ¡Quien fuera poli! Para sacarse de la manga el artilugio y colocarlo en el capó. Y las sirenas a toda mecha. Abran paso que voy, que me voy.

Recuerdo una tarde pre - pandemia en el parque Chamberí, viernes de marzo, 19:30, la primavera ronronea, el ocaso se retrasa. Quien conozca el lugar sabe que es hora punta. Había 450 millones de niños, sin exagerar, confinados al aire, barajados por edades. Con sus respectivos padres rondándoles, intentando mantener la calma e identificar por la vestimenta en el follón a nuestros churumbeles, sin interferir en exceso. Si pantalón rojo o vestidito de jaretas. Tratan de adivinar si se esnafra o se pega con otro, el chaval. Diferencian como pueden, para no alarmarse, el llanto quejica y breve del real, pataleta o dolor. En busca de ese equilibrio entre estar pendiente y estar encima. Dejándoles libres con más miedo que alegría, para que aprendan ellos. La cabeza llena de teoría, el cuerpo cansado. Confundidos.

En medio de ese jaleo de arena y porquería, de chuches y meriendas, en ese cóctel de gritos, llantos y risas, de repente aparecen unas niñas muy dispuestas. Yo estoy hablando con una madre que es amiga. Las niñas son dos, chicas de colegio, falda oscura plisada, camisa azul clara. Calcetines a media pantorrilla, no han cumplido los 10. Sonríen. Vienen directas hacia mí. Las he detectado nada más verlas, antes incluso. Un pulso se me ha activado en la cocorota. Llevan, una un táper abierto en las manos, la otra un vaso de papel con unos palillos de madera. Pelo recogido ambas. Una en una larga trenza rubia que divide en dos su espalda; la otra, coleta oscura recogida con un lazo. Recorren los 60 metros que hay entre la entrada del parque de Chamberí y los columpios donde nosotras nos encontramos, vigilando que no se nos precipite por un tobogán ninguno de los chavales a los que teníamos a nuestro cargo. Han atravesado el gentío esquivando balones y haciendo quiebros para no chocarse. No paran ni una vez hasta llegar a mí. “¿Nos compra un filete empanado? Es para el viaje de fin de curso” Mi amiga las despachó con aires destemplados, educada pero sorprendida, fijando la frontera con pinchos de disculpa y no nos interrumpáis. Yo estaba estupefacta. Se dieron la vuelta y salieron del parque. No ofrecieron la mercancía a nadie más. ¿Eran ángeles acaso?, si no hubiera sido por mi amiga hubiera atribuido el episodio a mi imaginación. Volvieron a casa comiéndose los trocitos de filetes empanados. Y yo, con mi culpa.

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