No se puede tomar cerveza con queso. Me dijo una vez el señor Sobrón, de quien tanto aprendí. Cierto, maestro. A mi ex novio le confesé un día que no me gustaba el vino. Salvando las distancias, como cuando su abuela que era santa de verdad, le dijo a su abuelo, el único día que se enfadó en su vida “y que sepas que no me gusta la fruta escarchada”. Pues ya a mi novio el dije, que no me gustaba el vino. Sin enfadarme. Yo quería que me gustará. Quería ser perfecta para él. Y si tenía que gustarme el vino, me acabaría gustando. Pero no sabía. Así es que no sé con qué comer el queso. Porque si está prohibida la rubia y con agua no es lo mismo, no estoy dispuesta a renunciar a mi comida favorita. Que no entiendo a la gente que presume de que no le guste a el queso. Y hace ascos, encima. Vamos a ver. Te puede no gustar el hígado, las espinacas, vale, el bacalao, bueno. Pero el queso, que se ve claramente que es queso. Que puede no apasione el manchego muy curado, el Comte amarillo oscuro el de Cabrales con sus habitantes; o por el contrario, te puede parecer insulso el queros fresco, Burgos. Pero que no te guste el queso, así, como sentencia, no es de recibo. Es como si no te gusta el pan. En fin. Con el vino a íi me ocurrió que después de sesiones de amor incondicional y paciencia, buscando el que mi paladar de esparto disfrutara más, tuve que confesar. Yo era y soy una lengua de trapo. No distingo un huevo de corral de uno prefabricado. Pero él, estoico, trataba de educar mi gusto. Como cuando me enseñaba a conducir por Despeñaperros. Soy un saco leñoso de insensibilidad.
Al grano, debo aprender a beber vino. Vale. Igualmente hay palabras que no cosen con otras, ni con hilo fino. Pero mira tú por donde que se ponen de moda. Igual que las zapatillas de deporte con una falda. Pegar no pegan, pero echa un vistazo a tu alrededor. Yo antes cuando veía a una ejecutiva agresiva con su modelito escueto traje sastre de falda pantalón gris marengo de raya diplomática y en vez de tacón de aguja o salón ad hoc, unas deportivas, instintivamente calibraba el tamaño de su bolso imaginando dentro los charoles impolutos. Pero ya no. A mí no me hubieran cabido en ningún bolso, calzo un 42. Fui una vez a una boda en “bambas”, con un vestido negro precioso. Al principio fui foco de atención negativa, claro. A las dos de la mañana era la envidia de las que habían olvidado las tiritas para sus magullados pies después de seis horas de bailoteo.
Igualmente se usa la palabra puto, que no puta, al lado de cualquier cosita. Puede ser verbo, sustantivo o mediopensionista. El género es indistinto. Se dice por ejemplo “puto sola ó puto solo”. Que quiere decir muy, pero que muy solo. Vamos, que se trata de un superlativo al uso. El amigo de turno se queja de su suerte y al brindar sale un “tío, estás puto deprimido”. Así. Tal cual. “Date cuenta de que está puto divorciado. Ya no es su mujer” Volvemos al barullo entre intensidad e ignorancia. La sonoridad es lo que me descabala. Porque es como si ningún argumento valiera. De ahora en adelante no hay excusas que valgan. Se acabó la conversación. Es puto verdad. ¿? Puto se dice con la boca llena. Punto. Romper el diccionario sale gratis en pandemia. Lo que no vale es tomar queso sin una colita de vino tinto.
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