Cuando acabé la carrera, mis tías me
regalaron un anillo que había sido de mi abuela. Era de oro y tenía un enorme
rubí engarzado al aire con cuatros ganchitos de oro también. Como se hacía antes. Un
montón de brillantes chiquitos lo rodeaban en su cumbre. En su soledad.
Brillantes pequeños, pero matones. O quizá eran otras piedras. Era, eso sí, el
anillo que mi abuela siempre llevó en sus delgados y larguísimos dedos. El que
le compró mi abuelo, viajando al sur en septiembre, a pasar un mes más allá de
Despeñaperros, en su tierra. Donde el cielo de noche estaba pinchado de luces y
lo más frío que había eran los limones helados. Al abrigo de familia y amigos,
mis abuelos terminaban el verano.
Llegué al bar casi tan emocionada por el anillo, como por el final de mis estudios. Mi amigo Jota fue estudiante pésimo, de letra y
voz desordenada, divertido, torpe, bebedor de fin de semana hasta el límite,
buena gente, familiar y vagoneta como él solo. Me dijo nada más verme: 'vende
el anillo, no trabajes nunca'. Yo ni le había contado lo de la sortija, ni lo
de la carrera. Llevaba mi herencia con la misma naturalidad que mis vaqueros
rotos y la camiseta pintada por mí, igual que las perlitas de mentira en mis
orejas y en el cuello. Mi camiseta lucía un elefante azul redondo. Redondo no
sé por qué, azul como la pena. Me tapaba la delgadez y el paquete de tabaco en
el bolsillo trasero del pantalón. Nunca llevaba bolso, ni tacones.
Jota y yo nos conocíamos desde siempre, los
15 años. Habíamos recorrido juntos los escarceos de la adolescencia. Siempre
estábamos lejos y cerca. Jamás nos concedimos una oportunidad para ser más o
menos amigos. Fidelizamos nuestra relación en un paseo por el Retiro, me invitó
a una Coca-Cola con monedas mezcladas con trozos de arcilla. Había roto su
hucha. Yo tenía 17, él 19. Fuimos recorriendo esos años venideros en circuitos
paralelos que el azar dotaba de intersecciones. Esas ocasiones siempre eran
breves, divertidas e intensas. Y hasta la próxima.
Por eso cuando por fin acabé mis estudios, fui a
verle. Sin llamar, sin quedar, esperando encontrarnos, como siempre. Como
siempre, apareció, no sé si pronto o tarde. Y como siempre nos reímos y
hablamos de otras cosas. Nada de estudios o trabajo. Hablamos de magia. Del
secreto de la vida. De lo que esconden las canciones. A veces, en
distintos idiomas, otras en el mismo. Resultaba indiferente el vehículo, lo
significante era el vínculo. Los labios cerca del oído del otro para hacer
llegar el mensaje a través de la música. Violines rasgando la noche de Luna
llena.
En la despedida, que fue la última antes de
la guerra y el estío, me dijo "vende el anillo". Y me abrazó grande
él entre sus ramas. Para que me durara mucho la sensación de refugio. Me estaba
advirtiendo sobre el futuro, que nos había alcanzado.
No vendí el anillo. Me lo robaron unos
chavales nerviosos, pensarían que era de mentira. No sabían de su valor, y
tampoco de su precio.