Cada uno tiene su límite de decencia. Yo, sería un poli corrupto.
Vamos a ver, en un bar me llevo los azucarillos, para ahorrar, y por supuesto la sacarina, que siempre me olvido de comprar. En el Burger pillo el kétchup y la mostaza, siempre pido un poco más y me los guardo. Luego en casa caducan, porque nos gusta la mostaza de granitos, como no podía ser de otra manera. Nos acostumbró el chef, en realidad era de antes el hábito. De Dijon, vale. Tanto monta. Cuando compro sushi en Carrefour siempre digo que somos tres, por nostalgia. Pero a veces, con tal de que me den más palillos y también para que no sospeche el cocinero que me voy a poner ciega sola con todo lo que me llevo, digo que somos seis comensales. Y por supuesto pido soja en abundancia. Que tengo soja en casa, sí, y wasabi, pero me gusta lo gratis. Y las ofertas, bueno, eso es otro cantar. Cojo las servilletas de las cafeterías. Las malas no, las que están en el cacharro ese metálico, imposible, que son una birria, a tanto no llego. Como dice un amigo mío guitarrista de flamenco, es el material menos absorbente del mercado. Se admiten apuestas. En los hoteles me despacho a gusto. Soy el terror de los bufets. Fan incondicional de las mermeladas individuales de todos los sabores. Me gusten o no, porque la de naranja amarga, será que no tengo paladar, pero se me tuerce el gesto, les encantaba a él y a mi madre. Entre las cosas que en las que coincidían estaba la sólita confitura. Debe ser un sabor para mayores. No quiero que me sirvan, ya me levanto yo. Caen un par cada vez que me acerco. Una al bolsillo, otra al plato. Por supuesto tengo que ir a desayunar con el bolso, para poder llevármelo todo. Era la vergüenza de mi Santo y ahora la de mi hija. Ella prefiere una buena tostada, un zumo y un café. Si acaso un cruasán, si son buenos. Allá ella. Le gustan que le sirvan por la izquierda y le quiten el plato por la derecha, a mí también. Desayuno dos veces, una la del aprovisionamiento, como si hubiera una guerra. Todo lo envasado cae, cacahuetes, cereales, mermeladas, sobres de cola cao, tés variados, sobres de Nescafé, botellitas de aceite y vinagre, latas de paté, mayonesa, chuches y caramelillos. A veces pillo algún yogurt para luego, bollería, fiambres y panes para bocatas en la playa. Pero lo que más me gusta es lo que va a la maleta, como suvenir. Con las toallas y albornoces no siempre me atrevo, pero los jabones, geles, colonias, pasta de dientes, son mi especialidad, siempre pido un poco más, porque me falta. Y acumulo. Me apasiona. Cuando vas de viaje de negocios, todo esto es un extra, pero es que también me gusta en los viajes de familia. Yo lo hago por ahorrar. De ahí mi paupérrima cuenta corriente. De saber de economía no he presumido nunca. En realidad, no sé de casi nada. O de nada. Que no es lo mismo, pero es igual. Me encantan los bancos, peluquerías y notarías donde te regalan caramelos. “Coja, coja”. No me conocen. Por no hablar de los bolígrafos. Una amiga mía de un congreso volvió con 50 lápices. No lo escondía. Los regalaban, y nadie hacía uso de ellos. Lucían en su despacho en un lugar de preferencia y orgullo. No creo que los usara jamás. Un lapicero de madera es un utensilio inútil para la mayoría de los mortales. Pero qué recuerdo. Yo aprehendo cuadernos y cuadernillos, mecheros y broches, bolis y estuches, tanto me da. Los lápices de IKEA, son pequeños e inútiles, y esos metros frágiles nunca han llamado mucho mi atención. Pero algo es algo, además del premio de perrito caliente con cebolla crujiente a la salida del laberinto, es lo mejor del establecimiento maldito hecho a propósito para perderse en él por los vikingos. Luego no sé dónde poner tanto material. Eso es otra historia. Nunca se sabe, son por si acasos.
El límite de la corrupción no está tanto en uno mismo sino en aquello a lo que tienes acceso. Y la contención. Porque, claro, desde tu mini vida puedes ser un Santo. Si no sales de casa, no te acercan las tentaciones ni se te ponen a tiro, así es fácil ser intachable.
El colmo en cuanto a los bolis fue mi tío Felipe,
en la boda de mi hermana, de la que fue testigo, al acabar de firmar como tal,
puso el capuchón al bolígrafo que le había tendido el sacerdote y lo guardó en
el bolsillo superior izquierdo de su chaqué. Ante el desconcierto del cura, que
no daba crédito. Éste no tuvo problema en afearle la conducta, en medio del
ritual magnífico y escenario sin par. Mi tío, sin alterarse y dándome un codazo
que nadie notó, se lo devolvió. Uno cero.
Por todo eso yo sería un poli corrupto.
Cuando veo en el telediario esas mesas con billetes apilados porque han
atrapado a un malo que a su vez atracó un banco, me quedo estupefacta ¿No
habrán cogido unos pocos? Yo robar en el banco no, pero coger unos cuantos
billetes, ¿a quién hace daño? Es que la tentación es enorme. ¿Qué se hace con
ese dinero? ¿Se pudre en comisaría? Se me llevan los demonios de pensar que lo
guardan en los sótanos como pruebas. Sé que el dinero no caduca, pero temo que
se desintegren los billetes con las humedades y condiciones adversas. Que los animalillos
del inframundo que seguro recorren las cloacas del mal, roan las esquinas de la
pasta y dejen inservibles esos papelillos de los que tan buen uso podría hacer
yo. Por eso yo sería un poli corrupto.
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