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28/02/2021

VENDE EL ANILLO

Cuando acabé la carrera, mis tías me regalaron un anillo que había sido de mi abuela. Era de oro y tenía un enorme rubí engarzado al aire con cuatros ganchitos de oro también. Como se hacía antes. Un montón de brillantes chiquitos lo rodeaban en su cumbre. En su soledad. Brillantes pequeños, pero matones. O quizá eran otras piedras. Era, eso sí, el anillo que mi abuela siempre llevó en sus delgados y larguísimos dedos. El que le compró mi abuelo, viajando al sur en septiembre, a pasar un mes más allá de Despeñaperros, en su tierra. Donde el cielo de noche estaba pinchado de luces y lo más frío que había eran los limones helados. Al abrigo de familia y amigos, mis abuelos terminaban el verano.

Llegué al bar casi tan emocionada por el anillo, como por el final de mis estudios. Mi amigo Jota fue estudiante pésimo, de letra y voz desordenada, divertido, torpe, bebedor de fin de semana hasta el límite, buena gente, familiar y vagoneta como él solo. Me dijo nada más verme: 'vende el anillo, no trabajes nunca'. Yo ni le había contado lo de la sortija, ni lo de la carrera. Llevaba mi herencia con la misma naturalidad que mis vaqueros rotos y la camiseta pintada por mí, igual que las perlitas de mentira en mis orejas y en el cuello. Mi camiseta lucía un elefante azul redondo. Redondo no sé por qué, azul como la pena. Me tapaba la delgadez y el paquete de tabaco en el bolsillo trasero del pantalón. Nunca llevaba bolso, ni tacones. 

Jota y yo nos conocíamos desde siempre, los 15 años. Habíamos recorrido juntos los escarceos de la adolescencia. Siempre estábamos lejos y cerca. Jamás nos concedimos una oportunidad para ser más o menos amigos. Fidelizamos nuestra relación en un paseo por el Retiro, me invitó a una Coca-Cola con monedas mezcladas con trozos de arcilla. Había roto su hucha. Yo tenía 17, él 19. Fuimos recorriendo esos años venideros en circuitos paralelos que el azar dotaba de intersecciones. Esas ocasiones siempre eran breves, divertidas e intensas. Y hasta la próxima. 

Por eso cuando por fin acabé mis estudios, fui a verle. Sin llamar, sin quedar, esperando encontrarnos, como siempre. Como siempre, apareció, no sé si pronto o tarde. Y como siempre nos reímos y hablamos de otras cosas. Nada de estudios o trabajo. Hablamos de magia. Del secreto de la vida. De lo que esconden las canciones.  A veces, en distintos idiomas, otras en el mismo. Resultaba indiferente el vehículo, lo significante era el vínculo. Los labios cerca del oído del otro para hacer llegar el mensaje a través de la música. Violines rasgando la noche de Luna llena. 

En la despedida, que fue la última antes de la guerra y el estío, me dijo "vende el anillo". Y me abrazó grande él entre sus ramas. Para que me durara mucho la sensación de refugio. Me estaba advirtiendo sobre el futuro, que nos había alcanzado. 

No vendí el anillo. Me lo robaron unos chavales nerviosos, pensarían que era de mentira. No sabían de su valor, y tampoco de su precio. 


2 comentarios:

  1. Tu amigo Jota te lo dijo en varias ocasiones, véndelo. Ese anillo no fue una buena idea regalarlo, Mi tío me regalo cuando repetí 8 de EGB un bolígrafo “Cross Clásic” de oro de 46 k que parece ser uso hasta ese día en su quehacer diario, lo vendí, cené en un buen sitio ese viernes, me emborrache y no dormí solo esa noche... me sigo acordando del boli de mi tío y de esa noche tan maravillosa. De no haberlo vendido lo tendría todavía guardado en ese cajón desastre que todos tenemos.

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    1. Hay cosas que se pierden y otras que se ganan. Lo importante es no perder lo importante. Muchos besos

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