El tiempo que me queda libre, si me es posible, lo dedico a elegir en
qué serie quiero vivir. Si el objetivo es elegir una vida, prefiero éstas a las
películas porque duran más, las pelis cambian cada día. Te da tiempo a entretenerte
en distinguir mejor los rasgos particulares de los personajes. En una película,
claro, cambiaría a diario de personaje, y no es fácil, requiere un esfuerzo de
adaptación. Y eso que casi siempre elijo patrones parecidos. Pero siempre hay
matices, detalles a trabajar. Debo mudar mi manera de enfrentarme a problemas
si soy policía en acción o detective privado, o la mujer del presidente del
país más poderoso del mundo. O una pobre anciana disfrazada que vive en los
suburbios de Londres.
A veces me identifico, otras me enamoro, en
ocasiones (en ocasiones veo muertos), en ocasiones reconozco a gente a la que
quiero. También hago amigos televisivos. La Rosa Purpura del Cairo se queda
corta frente a mi grado de involucración en la pantalla, aunque no veo que se
altere el guion con mi presencia. Soy invisible, como en la vida real.
En mi afán de participación, me cuelo en el
quirófano y doy apoyo logístico, ¡bisturí!, bisturí, ¡pinzas!, pinzas, y así,
obediente. También me gustan las labores de vigilancia nocturna para pillar a
los malos, metida en un coche, normalmente me apropio del asiento de atrás, los
delanteros están ocupados por los protagonistas; fumando y con un enorme café,
dejo que pase el rato hasta que el sospechoso sale por fin de su escondite.
Esto suele ocurrir cuando estamos dando una cabezada. Por cierto, siempre me ha
escamado el asunto de que los polis que vigilan medio escondidos, fumen; porque
les delata el humo, como a los indios, y el fuego antes de la primera calada.
Da igual. Me siento en esas tertulias familiares, leo cuentos a los niños,
recorro el monte en busca de pruebas. Corro alrededor de un lago, sudando a la
gota gorda pero estupenda, ligera cual corzo. Me siento en mesas enormes llenas
de comida traída por mensajeros que atraviesan la gran manzana en bicicleta
(eso sí que me parece ciencia ficción). Lo que no me gusta es que siempre sobra
todo. No soporto el mogollón que piden y que se tire la comida. Salgo a tomar
cervezas después de trabajar. Para eso lo mejor es ir con los ingleses, pero me
tienen frita con lo de no tomar aperitivo. No hay un maldito pub, ya sea en Aberystwyth
o en Leicester, Aberdeen o cualquier ciudad británica, todo tipo de birras,
pero ni unas patatas. ¡Y qué capacidad de beber!, esas pintas enormes que se
calientan por muy rápido que beban. Eso sí que no lo aguanto. He aprendido a
pedir la Lager fría del congelador. Me hago entender. Por no hablar de los
pelotazos que se meten entre pecho y espalda antes de empezar con el cervezón.
No existe el concepto caña ni cañita. Es beber por beber. No se trata de pasar
un buen rato, a esa velocidad de crucero no me extraña que cierren los bares
pronto. Ahora está de moda, más fino, en la ficción, tomarse un vino. Tinto al
llegar a casa, más elegante. Cuanto más poderío tiene el que se sirve la copa,
mayor el tamaño. Tampoco saca unas aceitunitas para ese blanco, un queso y unos
picos para el tinto o una “mihita” de jamón. Se lo beben a pelo. Y solos. Eso tampoco,
ni en soledad ni sin unas patatas bebo yo. Ni triste. Nunca bebas si estás
triste.
No elijo protagonistas enamorados. No. Me
enamorisco platónicamente de tanto en tanto. Lo cierto es que para el amor
prefiero la vida real, incluso en el barbecho. Me suelen fascinar los
personajes más o menos solitarios. Esos que parecen autosuficientes, pero que
en realidad piden ayuda a gritos. Me hago grande cuando me doy cuenta hacia
donde va su trayectoria, su evolución. Me gustan los que son ingeniosos, que
tienen sentido del humor y son listos y buenos. No pido nada casi. Muy al final
encuentran el amor. Pero es que no quiero hacerme ilusiones. Además, se
encienden las luces con el beso que sella el amor verdadero. Y yo quisiera ver
qué pasa después. Para tragedias ya tenemos a Romeo y Julieta, lo felices que
hubieran sido con un poco de paciencia. Es que ese Guillermo se las traía con
sus tramas, ¡menudo! Dejó atado y bien atado el mundo real, con sus desiertos y
sus vergeles, pasiones y desdichas, amores prohibidos.
Lo bueno del cine, o de las series, es que
disfrutas de una visión global, controlas lo que ocurre en todos los
escenarios. Adquieres un súper poder al ser espectador que te da derecho a una
visión de conjunto. Sabes lo que piensan o hacen todos los participantes en la
trama. Eso en la vida ocurre poco. Muchas veces lo más importante pasa delante
de tus narices, desapercibido. Esos trenes que no ves. Lo importante te pilla
nadando, haciendo un recado o enfadado quizá. Eso en las pelis no pasa. No
señor. No suelen los buenos caer en trampas inexplicables, se dan cuenta en el
último minuto, puedes seguir mirando que no pasa nada. Eso me decía a mi
alguien muy real e importante. "Es una peli ". Todo va a salir bien.
Quiero ese mensaje para la vida. Todo va a salir bien. A veces da la impresión
de que se va a ir todo al traste, que se fastidia, que no llega a tiempo la policía,
el médico. O el enamorado se declara cuando ya ella se ha comprometido. Siempre
sale bien. En el cine todo vale. No es como la vida, que se tuerce a veces sin
que lo veas venir.
Así, en el tiempo que me queda libre, vivo de
cine.
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