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15/08/2021

MÁQUINAS DE VENDING, PERDÓN: EXPENDEDORAS


Las máquinas que venden productos gracias a un mecanismo, sin necesidad de alguien que los dispense, son un oasis en el erial de Castilla, por no irme muy lejos. No hace falta estar en el desierto del Gobi, de Gobi. Que  por cierto, yo no hubiera sabido ubicarlo. Gracias a Google, en un momentito, ¡zas! "Región desértica situada entre el norte de China y el sur de Mongolia. Se puede considerar uno de los desiertos, o zonas desérticas, más grandes e importantes del mundo. Lo rodean las montañas de Altái y las estepas de Mongolia, por el norte; la meseta del Tíbet, por el suroeste; y la llanura del Norte de China, por el sureste. El Gobi está compuesto por diferentes regiones geográficas y ecológicas, basadas en sus variaciones de clima y topografía. El origen climático de este desierto se debe a una gran sombra orográfica". Sin caer en el abuso, ni en la tentación de interrumpir discursos, es un puntazo la Wikipedia y Google en general. Funcionan como laminador infalible de discusiones enrocadas. Eso sí, adelgaza la imaginación en las conversaciones, simplifica la plática y holgazanea la elocuencia. Pero evita esperar a la salida para resolver con los puños lo que la persuasión y la elocuencia no han logrado.

Me he ido por las ramas. Las máquinas de vending, decía, son un espejismo hecho realidad. No cabe duda de que son un invento. Pero es la relación del hombre con tan espléndido cacharro lo que nos diferencia. Al principio estas máquinas eran una “rara avis”, amanitas entre níscalos. Una de las primeras veces en las que tuve contacto con uno de esos dispositivos fue en la oficina donde empecé a trabajar. Era una máquina de bebidas. Ofrecía múltiples variedades de chocolate, café y leche, incluso un caldito proporcionaba. Por supuesto había verdaderos expertos en su uso. Dando al botón del café solo, esperaban pacientes a que el líquido que salía por el conducto se volviera transparente para retirar el vaso de plástico y esperaban a que terminara el proceso para elegir leche sola y repetían el procedimiento. Luego mezclaban el resultado. Tras elegir caldo había que dar al botón de “agua” porque si no, el café te sabía a ’starlux’, cueces o enriqueces. Ahora hay máquinas de todo tipo, con sándwiches, bocadillos, bolsas de patatas, caramelos, chicles, piruetas, 'hay bombón helado oiga'. En fin. Por no hablar de las que dispensan artículos de primera o caprichosa necesidad a la puerta de las farmacias o en algún cuarto de baño de bares o restaurantes.

Lo que me fascina es la gente que llega a un espacio público, ya sea un hospital o un aeropuerto, estación de tren o consulta y lo primero que hacen es buscar monedas en los bolsos o bolsillos y dirigirse a la máquina. Son verdaderos sabuesos. En cuanto entran en un espacio las orejas se yerguen atentas, la nariz se ensancha y el olfato les guía. A ver qué hay. Sus gestos y actitud son de expertos en la materia, da la impresión de que se saben los precios y la variedad de la oferta en cuanto ven el cacharro. Son rápidos en la elección y eficaces, suelen disponer de monedas, cambio exacto, se manejan si la máquina admite tarjeta, son hábiles en el toque mágico cuando se atasca algún producto, parecen adivinar, dentro de las botellas de agua, las que están frías, eligen el número correcto. Si bebida gaseosa, cualquier profano teme el resultado al abrir la lata, ellos saben qué máquinas disponen de brazo dispensador que evita la caída y golpe de tales refrescos. El caso es que llegan a la sala de espera del San Rafael, con el niño en brazos, unas chapetas que indican fiebre por encima de 38 y antes de ocuparse de su turno, enfocan y se dirigen cual cazador a la esquina de las máquinas. Ahí eligen con una determinación en el gesto que resulta envidiable, tanto es así, que una vez que han acabado y descorchan su preciada Mirinda y se disponen a degustar unas patatas, hacen salivar hasta a los dolientes que ocupan la estancia. Al cabo de un rato, el efecto de las ondas ocultas en el subsuelo del subconsciente, se hace notar y se empiezan a movilizar las personas que están más cerca de la máquina. Tras rebuscar y confirmar que disponen de monedas, se acercan con cautela, y poca pericia a la máquina. Tardan en decidirse, la experiencia es un grado. Al cabo de media hora, o viene el reponedor, o la expendedora no expende casi de nada. Me pregunto si esos expertos que inician el tsunami son lo que llamábamos liebres en las carreras, o contratados ad hoc para fomentar el consumo. En aeropuertos y estaciones el comportamiento es muy parecido. Hay gente que lo primero que hace es pillar una botella de agua de una máquina, ya pueden llegar con la hora pegada, necesidad de facturar o dudas en su billete, que ellos no se quedan sin su premio.

No hay que desmerecer la importancia de estos artilugios, se resumió en la fantástica serie “Cámara café” su efecto aglutinador que resume muchas tertulias de grupos de gente distinta y afín.


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