Las máquinas que venden productos gracias a un mecanismo, sin necesidad de alguien que los dispense, son un oasis en el erial de Castilla, por no irme muy lejos. No hace falta estar en el desierto del Gobi, de Gobi. Que por cierto, yo no hubiera sabido ubicarlo. Gracias a Google, en un momentito, ¡zas! "Región desértica situada entre el norte de China y el sur de Mongolia. Se puede considerar uno de los desiertos, o zonas desérticas, más grandes e importantes del mundo. Lo rodean las montañas de Altái y las estepas de Mongolia, por el norte; la meseta del Tíbet, por el suroeste; y la llanura del Norte de China, por el sureste. El Gobi está compuesto por diferentes regiones geográficas y ecológicas, basadas en sus variaciones de clima y topografía. El origen climático de este desierto se debe a una gran sombra orográfica". Sin caer en el abuso, ni en la tentación de interrumpir discursos, es un puntazo la Wikipedia y Google en general. Funcionan como laminador infalible de discusiones enrocadas. Eso sí, adelgaza la imaginación en las conversaciones, simplifica la plática y holgazanea la elocuencia. Pero evita esperar a la salida para resolver con los puños lo que la persuasión y la elocuencia no han logrado.
Me he ido por las ramas. Las máquinas de
vending, decía, son un espejismo hecho realidad. No cabe duda de que son un
invento. Pero es la relación del hombre con tan espléndido cacharro lo que nos
diferencia. Al principio estas máquinas eran una “rara avis”, amanitas entre
níscalos. Una de las primeras veces en las que tuve contacto con uno de
esos dispositivos fue en la oficina donde empecé a trabajar. Era una máquina de bebidas. Ofrecía múltiples variedades de chocolate, café y leche, incluso un caldito
proporcionaba. Por supuesto había verdaderos expertos en su uso. Dando al botón
del café solo, esperaban pacientes a que el líquido que salía por el conducto
se volviera transparente para retirar el vaso de plástico y esperaban a que
terminara el proceso para elegir leche sola y repetían el procedimiento. Luego
mezclaban el resultado. Tras elegir caldo había que dar al botón de “agua”
porque si no, el café te sabía a ’starlux’, cueces
o enriqueces. Ahora hay máquinas de todo tipo, con sándwiches, bocadillos,
bolsas de patatas, caramelos, chicles, piruetas, 'hay bombón helado oiga'. En fin. Por no hablar de las que dispensan artículos
de primera o caprichosa necesidad a la puerta de las farmacias o en algún cuarto
de baño de bares o restaurantes.
Lo que me fascina es la gente que llega a un
espacio público, ya sea un hospital o un aeropuerto, estación de tren o
consulta y lo primero que hacen es buscar monedas en los bolsos o bolsillos y
dirigirse a la máquina. Son verdaderos sabuesos. En cuanto entran en un espacio las orejas se yerguen atentas, la nariz se ensancha y el olfato les guía. A ver qué hay. Sus gestos y actitud son de expertos en la
materia, da la impresión de que se saben los precios y la variedad de la
oferta en cuanto ven el cacharro. Son rápidos en la elección y eficaces, suelen disponer de monedas,
cambio exacto, se manejan si la máquina admite tarjeta, son hábiles en el toque
mágico cuando se atasca algún producto, parecen adivinar, dentro de las
botellas de agua, las que están frías, eligen el número correcto. Si bebida
gaseosa, cualquier profano teme el resultado al abrir la lata, ellos saben qué
máquinas disponen de brazo dispensador que evita la caída y golpe de tales
refrescos. El caso es que llegan a la sala de espera del San Rafael, con el
niño en brazos, unas chapetas que indican fiebre por encima de 38 y antes de
ocuparse de su turno, enfocan y se dirigen cual cazador a la esquina de las
máquinas. Ahí eligen con una determinación en el gesto que resulta envidiable,
tanto es así, que una vez que han acabado y descorchan su preciada Mirinda y se disponen a degustar unas
patatas, hacen salivar hasta a los dolientes que ocupan la estancia. Al cabo
de un rato, el efecto de las ondas ocultas en el subsuelo del subconsciente, se
hace notar y se empiezan a movilizar las personas que están más cerca de la
máquina. Tras rebuscar y confirmar que disponen de monedas, se acercan con
cautela, y poca pericia a la máquina. Tardan en decidirse, la experiencia es
un grado. Al cabo de media hora, o viene el reponedor, o la expendedora no
expende casi de nada. Me pregunto si esos expertos que inician el tsunami son
lo que llamábamos liebres en las carreras, o contratados ad hoc para fomentar
el consumo. En aeropuertos y estaciones el comportamiento es muy parecido. Hay gente
que lo primero que hace es pillar una botella de agua de una máquina, ya pueden
llegar con la hora pegada, necesidad de facturar o dudas en su billete, que
ellos no se quedan sin su premio.
No hay que desmerecer la importancia de estos
artilugios, se resumió en la fantástica serie “Cámara café” su efecto aglutinador que resume muchas
tertulias de grupos de gente distinta y afín.
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