'Cada uno es cada uno y cada cual con su cada cuala, decía mi padre'. Sabio y contundente incluso en las frases en apariencia absurdas. Sabio y soberbio incluso contando chistes. Soberbio en sentido positivo, como un buen vino. Ese era mi padre, ¿que lo encumbro y a medida que pasan los años desde que se fue, cada vez más? Sí ¿Y? ¿Algún problema? Es el mejor padre del mundo. Suerte que tuve de tenerle. Otro padre, que no era mío, y que también era estupendo, decía que él tenía que educar, que era su misión, como si tuviera que ponerse el traje de Spider-Man aunque no le cupiera, cada vez que se sentaba a comer con sus hijos. Quiéreme más y edúcame menos. A lametazos cuidan los animales salvajes a sus crías al nacer. Los humanos debemos aprender de la esencia de la supervivencia que es precisamente esa, el amor. No hay que olvidar el instinto que nos guía. Pues eso, quiéreme más y edúcame menos. Cada uno tenemos nuestra forma equivocada de vivir, el caso es ser consecuente, digo yo. Querer más, mucho más.
Esta caja de vientos no afecta solo a la relación padre hijo, va más allá. Porque todos vemos esa paja en el ojo ajeno que nos parece facilísimo de sacar. Y como andamos fastidiados con esa mota que no nos deja ver nuestras miserias, buscamos objetivos fuera para resolver. Sacamos de la chistera un par de recetas infalibles, se aderezan con igual número de cervecitas y güisquises y ¡ea, ya está la comida hecha! Humildemente creo que ese es un error, nuestro error. No hay poción mágica. No hay más que el amor, querer, querer y querer. El amor da una capacidad de escuchar que posibilita entender al otro, ponerse en su lugar. Facilita la comunicación, elimina los acoples en las conversaciones. Dejar que el otro hable antes del castigo, la reprimenda, la desaprobación, aporta un bálsamo que suaviza la vida porque se comprende mejor. Así es que, quiéreme más y edúcame menos. Desde los niveles más básicos y superficiales a lo más profundos, donde el agua es oscura. Quiéreme más y edúcame menos.
No sólo en el amor fraternal, donde se supone el mínimo egoísmo y la mejor de las intenciones, no solo en relaciones de autoridad, obediencia debida, respeto o jerarquía de cualquier tipo, en la pareja, en la amistad: Siempre queremos educar al otro. Esa crítica, esa corrección de estilo, esa puntillita. Se nos escapa permanentemente la guinda para alcanzar la perfección demandada al otro, sin mirar, por cierto hacia uno mismo, sin pensar ¿y yo qué he hecho? ¿Como lo he hecho? Acaso has intervenido en esa reacción furibunda, acaso es una palabra tuya, o muchas, lo que provocan un comportamiento extraño. Y, en vez de alabar las bondades, que hay tantas, señalamos la falta, el defecto. Y si alguien nos lo hace saber, si nos ponen delante el retrovisor, entonces avergonzados, incapaces de reconocerlo, argumentamos buenas intenciones. Que es para el bien del otro. ¡Patrañas! Quiéreme más y edúcame menos, déjame vivir. Nos sentamos en la crítica, incapaces de admitir lo bueno. ¿Es más fácil? No sé. Es peor. Creo firmemente en querer más, mucho más y educar menos, mucho menos. Creo firmemente en construir en vez de destruir. La queja y la crítica sin muchísima dosis de amor y reconocimiento, sólo exponen las heridas e impiden crecer. QUIÉREME MÁS Y EDÚCAME MENOS.
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