Parece una bobada, pero subir las escaleras o bajarlas, no es cosa menor. De hecho, en un colegio al que fui yo, muy progre, liberal, con gimnasia diaria, sin libros, con fichas, dirigido por una gran mujer, y con una representación del Auto de Navidad de categoría, para la que, chavales con barba se peleaban por el papel de José, entre borbollitos hace el agua madre, el Pellico y las intervenciones ilustres: "venir a ver al hijo de Dios, ...no en el seno del padre, sino en los brazos de la madre... "; en ese colegio, a los infantes, la prueba que les hacían para entrar, era si sabían usar el picaporte, es decir, abrir una puerta; y si eran capaces, sin ayuda, de bajar y subir escaleras. Ni test de personalidad ni otras argucias. Los niños echan hacia arriba o hacia abajo, un pie y luego el otro lo juntan con el primero. Una vez ambos en la huella, repiten el proceso. Lo mismo hacen los mayores cuando las piernas, fuerzas y el ánimo les flaquean. Tanto para subir como para bajar. Se apoyan en la pared o agarran la barandilla tan fuerte que podrían arrancarla, del miedo. Poco a poco el niño va dejando un pie a otra altura y en el movimiento cada extremidad 'salta' un escalón 'por' vez. Un pie toca los pares, el otro los impares. Parece magia cuando por fin se consigue, pero el avance y el esfuerzo se olvidan al integrarlo y convertirlo en un gesto natural. Al cabo de los años vuelven los movimientos originales y el miedo.
En el hospital de la Princesa, que podría ser en Honor a Sofía, de Madrid, Princesa que luego fue Reina y ahora es emérita; abuela de Leonor y su tocaya y de otros tantos, rubiales unos e inconformistas otros; en el hospital de la Princesa, hija de Isabel II, antes Gran Hospital, hay unas escaleras que dan a la calle Diego de León. Son cuatro escalones, cinco como mucho. Ocupan gran parte de la fachada, cubren puerta de entrada y de salida. Cuando yo era pequeña iba mucho por ahí, me parecían muchas más de cinco en número y en altura...altísimas. Esas escaleras entonces se subían en diagonal. No me pregunten por qué. Siempre se subieron en diagonal, empezando por la esquina, calculada la trayectoria perfecta en esa hipotenusa, que llevaba directa a la puerta de entrada.
Hay otra manera de bajar y subir las escaleras, de lado. No me había dado cuenta, pero hay gente que lo hace. No sé si como gracia o costumbre. Se colocan de perfil, el cuerpo mirando al frente, la cadera girada, y van avanzando en una suerte de cruce de piernas que inquieta al observador, que no sabe si está a punto de presenciar una monumental galleta o un espectáculo de habilidad entre el claqué y el chotis practicado por el trajeado caballero que baja las escaleras. Quizá le apriete en pantalón, en el caso de dama con falda de tubo y tacón de aguja, el gesto y pose se entienden a la perfección.
Y luego están las escaleras que rompen el paso de cualquiera. Las conozco en Segovia, bajando al Salón, (el Salón es un parque, por si hay extranjeros) o las que llevan de la zona baja, exterior a la muralla, llegando al Alcázar, hacia la plaza. Son de esas cuya huella no es bastante para dar dos pasos, pero es demasiado larga para uno. Así es que obligan al caminar absurdo de las muñecas de Famosa dirigiéndose al portal. No son únicas estas escaleras de traspiés, en Segovia. Las hay por todas partes, son cuestas suaves con escalones sorpresa, fuera de norma. Los segovianos somos así. ¡Anda maja!
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